'LA ELIMINACIÓN', DE RITHY PANH (EN COLABORACIÓN CON CHRISTOPHE BATAILLE)

Anagrama Editorial, Barcelona, 2013, 220 pp.

Alfonso Crespo

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CRESPO, ALFONSO, "'La eliminación', de Rithy Panh (en colaboración con Christophe Bataille)" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n. 2, 2013, pp. 89-90

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ARTÍCULO

 

Quiero comprender, explicar y recordar, y precisamente en ese orden”. Así resume el camboyano Rithy Panh el proyecto de sutura que anhela su cine y su escritura. Y es ahora que se publica entre nosotros La eliminación cuando la dimensión de su propósito se advierte en toda su singularidad artística, casi siempre neutralizada por la influyente tutela ético-estética de Claude Lanzmann. Panh siempre admitió la deuda y celebró la filiación, y aquí vuelve a reconocer el magisterio de Shoah, su adiestramiento en la posibilidad de “ver a través de las palabras”, en el corolario perforador de ecos y repeticiones sobre el presente, en las bondades del montaje en tanto que arma de refutación, pero también hay que retener aquello que los separa, y que estas páginas a su vez revelan con dolorosa precisión: la condición de víctima directa de Panh –al que la dictadura de los jemeres rojos (1975-1979) dejó prácticamente sin familia–, sobre todo de milagroso superviviente, ya que en la particular Bildungsroman de la que aquí se da cuenta las renuncias obligadas fueron dictadas desde el agujero negro en el que se precipitó un país en fuga ideológica que igual prohibía gafas y saberes especializados que la pesca y la agricultura de fines “individualistas” mientras la población se precipitaba en la hambruna. Entonces, es del cine (y la escritura) como salvación, como medio de desahogar la furia y el tormento acumulados, de lo que se trata primeramente en Panh, y si La eliminación ha sido comparada con las obras de Primo Levi, Robert Antelme o Aleksandr Solzhenitsyn, es decir con las memorias de quien regresa del infierno, también habría que haberla relacionado con la de Jean Améry, con cuyo férreo ideario de infatigable resistencia y perenne testimonio tanto tiene que ver.

 

Cómo hablar, escribir y filmar desde la herida sin dejarse llevar por los demonios, sin claudicar ante el desaliento tampoco. En eso consiste el rompecabezas de Panh, la tarea autoimpuesta que en La eliminación depara una particular escritura del desastre, fragmentaria, inclasificable, apunto de deshacerse. Enunciado en paralelo al rodaje de Duch, le maître des forges de l’enfer (2011), Panh aprovecha el intermitente careo con quien fuera responsable del centro de tortura y ejecución S21 –precisamente con la ausencia, la X a la que todos señalaban en S-21, la machine de mort Khmère rouge (2003)– para hacer del libro un crisol de tiempos en el que halle amparo su propio recuento sobre los abrasivos años de delirio comunista en Camboya. No obstante, la memoria personal no es el fin, sino un paso más, una llave (si bien maestra) que depara valiosos materiales con los que forzar las nuevas máscaras y subterfugios de esos jefes y torturadores que ahora se escudan en el cumplimiento de órdenes y el servicio a la patria. El resto de voces que surgen y se desvanecen son la del propio Duch y otras, puros fulgores de pesadumbre, que recogen breves testimonios a modo de contrapunto o deletrean algún pavoroso eslogan jemer rojo. El entrelazado y enfrentamiento de perspectivas y puntos de vista cumplen literariamente lo que Panh ya había entrevisto en su austera y reincidente práctica cinematográfica, a saber, que la única moral recae en el montaje. Que en sus choques, pasajes y ritornelos se delimita una política y se ejecuta una hermenéutica combativa sobre los desplazamientos y deslizamientos del lenguaje. “Duch tiene un punto flaco”, manifiesta Panh, “no conoce el cine, no cree en las repeticiones, los cotejos y los ecos.”

 

Así es cómo, finalmente, la moral y política de las formas se alían para producir una crítica de la barbarie jemer roja a partir de la constatación del deterioro de una lengua o, más bien, de su cancelación y del brote de una nueva, violenta, derivada. Si los nazis lanzaban a las zanjas a sus “figuras”, los jemeres hacían lo propio con sus “pedazos de madera”, ambos regodeados en un abuso de poder que pretendía que hasta la muerte fuese borrada. De ahí ese neologismo que dio a luz la maquinaria del S21, kamtech, “pulverizar”, aniquilación a la que Duch destinaba a los niños de los “enemigos” una vez que éstos ya habían sido ejecutados: la orden era la de destruir y no dejar ningún rastro. Los límites del lenguaje jemer rojo fueron, como hubiera expuesto Wittgenstein, los de su revolución, los de su mundo, uno donde la vigilancia y el interrogatorio iban por delante de la alfabetización, pero pasado el tiempo y acumulados los estratos sobre la historia reciente, fue el propio Panh, precisamente uno de los supervivientes de aquella Camboya, quien regresó para hacer pasar a víctimas y verdugos por el tribunal de una palabra que se deseaba rehabilitar como fuente de testimonio y confesión. No es otra cosa lo que lleva décadas favoreciendo el camboyano, permitir que los protagonistas “se expliquen”, que alguien como Duch “recobre la humanidad mediante la palabra”. Y si en su cine Panh es, al contrario que el aguerrido Lanzmann, de los que dejan hablar y no interrumpen, confiando en que el sucinto dispositivo fílmico se erija en máquina de la verdad en confabulación con el montaje –que puede traer a colación (y colisión) otro testimonio o alguna secuencia del archivo propagandístico si hace falta desmontar falsos o interesados testimonios– es en La eliminación, donde se transcriben algunos de sus diálogos con Duch, que se explicita la valiosa trastienda de su arduo y empinado camino creativo. Vale decir: la duda, la angustia, el enfado, la sospecha de estar siguiéndole el juego al criminal, el pasmo ante su risa, que abre océanos de distancia entre los hombres, que señala la fragilidad de la empresa y, al mismo tiempo, su condición de tarea ineludible, de absoluta necesidad.