La historia más triste del cine, desconocida para la mayoría de espectadores, implica la aparición de brutales críticos de cuadro de puntuación, encabezados por Susan Sontag y Andy Sarris, un extraño dúo, duro y suave —una Simone de Beauvoir y un Soupy Sales deshuesado— cuyos ingredientes especiales incluyen la desfachatez, la habilidad de convertir cualquier percepción en una ocurrencia o metáfora desfigurada, y la movilidad de una reina del sexo de Hollywood para estar allí donde se encuentre la acción. La versátil y ubicua señorita Sontag es especialmente sigilosa cuando se trata de asistir a reuniones influyentes, programas de debates o revistas, adueñándose del espectáculo con un tono impasible, un voz plana, y la seguridad de que su conocimiento sirve para todo (si la contrataran, aparecería en Vietnam).
Puede que estos escritores sean un misterio para el lector común, pero ya sea el uno o el otro, han iniciado o confirmado cada murmullo reciente en la escena americana: el camp como nuevo esteticismo basado en la distancia entre el arte y el público; el posicionamiento de Jean Luc Godard, un americano de imitación, en la cima de las películas artísticas modernas; y de Alfred Hitchcock, que es una especie de francófilo, en la cumbre de los filmes anteriores a la década de los 60. En especial, han tirado abajo las elecciones del crítico de los 40, un prospector que volvía siempre a cribar y escudriñaba bajo tierra en busca de la verdad y la vida subconsciente americana. Los paisajes americanos hechizaron a James Agee y sus camaradas, pero su mayor descubrimiento fue darle a las películas de Hollywood un sentido “corpuscular”, en flujo contaste.
Sarris y su imitador, Peter Bogdanovich, han sugerido astutamente que el crítico americano en los 40 era un filisteo en comparación con aquellos de Sight and Sound y las revistas de cine francesas. El único problema con este hostigamiento a Agee y compañía consiste en que las sombrías condiciones de este arte de Hollywood ahora sobrevalorado, habían sido ya enunciadas hace tiempo con mucha exactitud por la columna de Otis Ferguson en The New Republic, y, en menor medida, por las propias columnas de Agee en The Nation. Agee, quien jamás se fijó en Robert Aldrich o Raoul Walsh y que apenas menciona a Howard Hawks, siempre está comprometido y enfocado hacia la película menos importante. Sarris, cuyo repetido reproche a la veterana crítica americana es que permanecía aislada, provinciana, enamorada de la gente pobre, y en contra de Hollywood, raramente se sitúa dentro el film. Usando afirmaciones axiomáticas, trabajando con párrafos cortos e incorporando un gusto de periodista francés, parece que se removiera a sí mismo, con voz exánime, de la película.
Una de las formas de expresión predilectas del nuevo crítico de pizarra es la construcción de un “por supuesto” que implica una autoridad inútil para los desafíos. “Por supuesto, todos los espías” en los primeros filmes de Hitchcock eran fascistas. Falso: los villanos de Cecil Parker y George Sanders no eran más que siniestros o profundamente malvados, e indefinidos en política y nacionalidad.
Godard es el moderno preferido del nuevo crítico. Tiene el mismo estilo ecléctico, que no te permite olvidar que pertenecen a un esteticismo selecto, aunque católico. En los más sagaces y extensos análisis cinematográficos de la señorita Sontag —sobre Vivir su vida (Vivre sa vie, Jean-Luc Godard, 1962)— el film es una obra “hermosa, perfecta”, sin una sola referencia a la actuación, al escenario, o a cualquier otro aspecto de la imagen en movimiento.
El problema con esta nueva crítica, en su más hábil acierto (Miss Sontag) o sus inútiles y arrogantes ataques (Eugene Archer en The Sunday Times), es que parece escudriñar los problemas de la película, despersonalizándola a medida que avanza. Sarris puede eliminar una precisa desesperación salvaje (el banquero de Fredric March en Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lives, William Wyler, 1946) simplemente haciendo una lista de otras actuaciones (el fallidamente amanerado Sam Spade de Bogart), acarreando en su voz la autoridad para la degradación de March. Cae en idéntico ilusionismo cuando concibe a Godard como un genio, pues todas las limitaciones de Godard desaparecen en una paradoja que culmina con un pensamiento tácito: ¿no es gracioso que Godard, el director más realista, sea auto-consciente?
Otro problema es que la nueva crítica—un genial combatiente, saltando en paracaídas hacia verdades ocultas, para dejar a otro un acertijo crítico por resolver— simplifica el pasado de Hollywood en el caos. En un breve párrafo de Richard Schickel, El delator (The Informer, John Ford, 1935), un film de embrollado ritmo y dicción irlandesa, mal iluminado como el primer Carol Reed, se vuelve “uno de los mejores films”—“de realismo incesante”, el primer ejemplo del refugio de John Ford, genio rebelde y anti-estudio. El delator es un típico modelo Ford T: expresionismo alemán de los primeros filmes sonoros, transformado en “cinemático” haciendo que los hablantes realicen pequeñas caminatas hacia la nada; excepto por la sutileza de Joe Sawyer como un rudo irlandés, el realismo se cruza con los jerseys de cuello cisne de “Irish mist” vendidos en las tiendas en 1940, las cantinas y las escenas de muerte en la que los actores se mueven en agrupaciones y formaciones a lo Disney.
La idea de John Ford, un iconoclasta colando planos frente a su querido patrón, Darryl Zanuck, reorganiza brutalmente los hechos acerca de un convencionalista que se queda como una prenda sin usar dentro del estilo del estudio Fox. Ford terminó (Centauros del desierto [The Searchers, 1956]) haciendo una parodia, tristemente cómica y monumental, tipo Melville, de un modelo de película que el mismo ayudó a establecer junto a los dos Henrys, Hathaway y King. El estilo de este modelo, que favorece la organización, más expandida, profunda y turbulenta del ritmo de Zanuck (episódico, más veloz que el de MGM), su carácter (semejante a un globo Americana) y su espacio (Rockwell Kent exóticamente embellecido), fue precedido mucho antes por el inaguantable El delator, el lírico El joven Lincoln (Young Mr Lincoln, 1939), Corazones indomables (Drums Along the Mohawk, 1939) y la biografía de Mudd.
Lo irónico es que, mientras estos críticos destrozan el gusto prebélico de Agee, son descendientes directos suyos. Se han apoderado del efecto hipnótico y sin tensiones de su lenguaje, y su éxito como apostador (Sierra de Teruel [L’Espoir, André Malraux, 1939] al mismo nivel que Homero; También somos seres humanos [Story of G.I.Joe, William Wellman, 1945] casi fuera de la vista debido a su grandeza) proporciona a estos críticos de cuadro de puntuación el coraje para apostar con cada palabra.
La crítica de Agee, en realidad, fue el comienzo de una importante desviación desde la persecución de la imagen hacia el estancamiento verbal.El gran defecto de Agee, evidente en el mortal aburrimiento, sin humor alguno, de las cartas colegiales dirigidas al Padre Flye, lo conduce a la exaltación del gran artisto tipo bardo. Paralizado por su maníaco deseo del oficio perfecto, Agee se concentró en su escritura hasta que ésta dominó sobre la crítica.
La monstruosa técnica se convirtió en el crítico, mientras que el gran cociente intelectual quedó encogido por las enrevesadas cosas que descubrió posibles mediante la pura habilidad. Usó una docena de mecanismos conocidos para inflar o desinflar a un actor o una película: no se muestra gran coraje en las escenas de amor de El callejón de las almas perdidas (Nightmare Alley, Edmund Goulding, 1947); bajo la maraña de cuestiones sensitivas que erroneámente podía decir sobre El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), Agee lleva consigo un chivo expiatorio del candor, lo honestamente cursi (los films de Billy Wilder) o lo honestamente arcaico (Monsieur Verdoux [Charles Chaplin, 1947]). Con el tiempo, el ejercicio de la crítica de Agee progresó hacia la simplificación, tomando al malicioso artista exactamente como él esperaba ser tomado, pero el oído para la escritura y el sentido del tiempo eran tales que suscitó miedo en el lector con sus arrogantes y omnipotentes decisiones en una prosa imbatible.
En la nueva crítica no tenemos una versión semi-profesional ni acelerada del lenguaje aditivo y sin tensiones de Agee, con sus flagrantes escaladas. Agee, en su máxima celebridad, es un simplificador imitando a un escritor fanáticamente objetivo que opera con toneladas de pasión: “La cara de Buster Keaton compite con la de Lincoln como uno de los primeros estereotipos americanos, era cautivador, bien parecido, casi hermoso, y aún irreductiblemente cómico”. El rostro de Keaton tiene una cualidad francesa, como la famosa fotografía de “Wheeping Frencham” o Fernandel; está más cerca de ser una caricatura de la belleza, el cuerpo era cómico e importante para la comedia geométrica posicional, el rostro llegaba como el último toque de humor.
La gran historia de la crítica de cine es un serial en dos partes: la primera implica la persistencia de la crítica sentimentalizada, y mal leída, de Agee; y la segunda concierne la llegada al poder del clasificador Sarris-Sontag, capaces de empacar una gran autoridad en una sola subordinada. Como tantos eventos artísticos desdichados, la segunda manifestación podría no haber ocurrido si la escritura de Agee en The Nation hubiese sido correctamente valorada por lo que era: la primera crítica de cine en mostrar una decidida discrepancia entre las palabras del crítico y lo que de hecho sucedía en la película.
Diciembre de 1965
1 / En 1958 Manny Farber publicó un artículo en The New Leader con el título Nearer My Agee to Thee, que fue recogido en Negative Space. Manny Farber on the Movies. Expanded edition (1998). New York. Da Capo Press. El artículo que publicamos, aunque comparte el mismo título, es del todo distinto y fue escrito en 1965, y publicado en Cavalier, Diciembre de 1965, y aparece recopilado en: FARBER, Many (2009). Farber on Film. The Complete Film Writings of Manny Farber. POLITO, Robert (Ed.). New York. The Library of America. Con el fin de preservar el texto original no hemos cambiado los criterios tipográficos para adoptarlos a los de esta publicación. Copyright © 2009 by The Estate of Manny Farber. Agradecemos a Patricia Patterson la autorización para reproducir y traducir este artículo.
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