VOCES EN EL RETABLO DE DUELOS: DESAFÍOS, AFLICCIÓN

Alfonso Crespo

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CRESPO, ALFONSO, "Voces en el retablo de duelos: desafíos, aflicción" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n. 3, 2013, pp. 60-68

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RESUMEN / PALABRAS CLAVE / ARTÍCULO / NOTAS / BIBLIOGRAFÍA / SOBRE EL AUTOR

El cine, en un pensamiento que podrían corroborar Daney1 o Rivette2, tiene que vérselas siempre con el desgaste acumulado de inocencia y potencia. Siempre un poco menos inocente, siempre un poco menos potente. El regreso no es posible: no hay puerta, diría Thomas Wolfe; no podemos volver a casa, diría Nicholas Ray. Cuando llegó el sonoro se puso nombre a la primera pérdida, “cine mudo”, y se enterraron las primeras utopías adheridas a la invención de la máquina, ésas que tiempo después intentaron resucitar los modernos cuando la gramática del “cine hablado” ya había impuesto la ley del más fuerte. Demasiado tarde, como se sabe, pues los que se creyeron los siguientes fueron en realidad los últimos. Como asevera Rancière (2011: 42-43), de la acumulación de banalidad que trajo consigo el sonoro y de la constatación de la traición de la misión original del cine –dar a ver y relacionar fenómenos– se alimenta el luto redentor de Godard en sus Histoire(s) du cinema (1988-1998), donde, a la manera de Cocteau, ensaya una marcha atrás, un retroceso de bobina, para imaginarle retrospectivamente otro escenario a tanta fascinación desperdiciada, ya borrada la tensión de cuando el cine pensó en transformar el mundo, reanimando ruinas, haciendo «Vertov con los iconos extraídos de Hitchcock, Lang, Eisenstein o Rossellini». Y si este esfuerzo acronológico de melancólica restitución que suponen las Histoire(s) es posible y resulta tan poderoso es porque Godard, quien en su día hiciera del plano una pizarra e incluso se anulara en ellos en favor de la rivalidad entre la banda de imagen y la de audio, sabe de ese secreto que el advenimiento del sonoro trajo consigo para luego ocultarlo tras el cansino peloteo entre planos-contraplanos y réplicas de diálogos: la emergencia de la voz y las síntesis disyuntivas que ésta podía provocar con el desfile de imágenes. Ése fue el regalo que se dio a cambio de la irremediable pérdida, un mecano sin instrucciones cuyo vendedor aseguraba que podía reintegrar por otros medios el misterio de la alucinación de vida y del vislumbre de lo invisible a partir de lo sensible. En este Ersatz han recaído desde entonces no pocas esperanzas, y muchos y eminentes han sido los que, desde los albores del sonoro y sus teorías contrapuntísticas, han señalado que ahí, en las posibilidades que abrían la asincronía y la libertad errante de imágenes y palabras, era donde yacía la verdadera especificidad del cine, su poder en tanto que productor de sentido y excitador de imaginarios.

 

En el fondo, incluso en su uso más antinatural y forzado (que es el de la sincronía), la presencia conjunta en el cine de imágenes y voces –de reflejos vistos y palabras escuchadas–, introdujo desde el origen el fantasma de una no-relación. Así, por ejemplo, fueron teóricos como Balázs –para el que había una fisura y no una solución de continuidad entre el mudo y el sonoro; si acaso se trataba de dos artes distintos (1945: 241)– los que celebraron el uso de la voz over/off como una estrategia que lograba devolver a la imagen al menos una sombra de la autonomía detentada durante el mudo, pues ésta no debía hipotecarse ya en una inteligibilidad narrativa que entonces recaía en la palabra. El espectador podía de esta manera volver a abismarse en las imágenes. Pero esta abertura, este intersticio entre bandas lo explorarían a fondo sólo unos pocos, una secta selecta y escurridiza podría decirse, los únicos que han dado sentido a la expresión “audiovisual”, los que distribuyeron imagen y sonido a ambos lados de una hendidura. Nos referimos a momentos estelares de la historia del cine, con resonancias en la de las ideas y el pensamiento. De este modo, cuando Deleuze (1985: 159-90) se propuso aproximarse rumiando al dualismo irreconciliable que funda el saber según Foucault –la sima entre lo visible y lo enunciable, la heterogeneidad absoluta: ver no es hablar; hablar no es ver– discurrió entre Kant (la fracturación del cógito) y Blanchot (una poética del límite: hablar el silencio; ver lo que no puede ser visto) para mejor penetrar en esos ejemplos de cine moderno audiovisual que pudieran arrojar un poco de luz y ayudar a pensar en ese inefable tipo de relación que es la no-relación. Fue sin duda ésta una de las grandes digresiones y conceptualizaciones del filósofo francés, la descripción de ese cine sonoro que rompía con las poéticas del fuera de campo, donde lo no-visto pertenecía aún a lo visual, y fundaba otra cosa, un combate donde «la palabra cuenta una historia que no se ve [y] la imagen visual deja ver lugares que no tienen o ya no tienen historia» (Deleuze, 1985: 186). Es una poética de la emergencia del acontecimiento, uno sepultado, recubierto, extraído de debajo por la palabra. «Bajo la tierra, captaré los muertos (Straub). Bajo el baile, captaré el otro baile (Duras)» (Deleuze, 1985: 188). Deleuze hablaba del cine de la disyunción entre lo visual y lo sonoro –el que proporciona una palabra aérea y una visión subterránea– y analizaba películas como Shoah (Claude Lanzmann, 1985), Fortini/Cani (Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, 1977), India Song (Marguerite Duras, 1975) y Les photos d’Alix (Jean Eustache, 1980).

 

Les photos d'Alix (Jean Eustache, 1980)

Les photos d'Alix (Jean Eustache, 1980)

Y si el rodeo, como apuntábamos, pretendía aclarar con mejor o peor fortuna la epistemología foucaultiana, al final, si algo quedaba demostrado, era curiosamente la reversibilidad del pasaje, pues del propio Foucault nacía la iluminación que ayudaba a pensar mejor ese cine que mostraba callando y hacía ver cegando al nombrar la serie de entrecruzamientos entre figura y texto: «ataques lanzados de una a otro, flechas disparadas contra el blanco contrario, acciones de zapa y destrucción, lanzadas y heridas, una batalla» (Foucault, 1973: 39). Se nombraba, entonces, una determinada violencia, un conflicto bélico entre dos que vinculaba a cineastas como Lanzmann, Straub/Huillet, Duras o Eustache y donde el protagonismo recaía en una voz en off en pie de guerra con el flujo de imágenes. Y la sensación ante estos ejemplos, como advirtiera con sagacidad Deleuze, era que si las bandas se tocaban, todo moría.

 

Este dualismo radical –su orgullosa condición bifronte– fue fuente de pedagogías austeras y aterrorizantes (del letrismo cinematográfico de Isou a experiencias colectivas como las del Grupo Dziga Vertov) que, a la espalda de las sincronías, cargaron contra la función representativa del cine y su búsqueda de verdad sólo en la conformidad entre el decir y el ver: se amenazaba al cine en definitiva; y la amenaza era una de desmontaje, destrucción y reinauguración. Muchos son los ejemplos; a eso apuntaba La femme du Ganges (Marguerite Duras, 1974), –donde el filme de las voces y el filme de la visión discurrían en paralelo–, que se abría con la irónica y agónica voz de la propia Duras (voz de sirena que llama al cine a su perdición) (Chion, 1984: 125) explicando la ausencia de isomorfismo como una manera de protegerse y a la vez alentar el desprecio del espectador (el reto era superar la herencia del cine y comprobar hasta dónde podía llegar) (Duras, 1980: 145).

 

La femme du Ganges (Marguerite Duras, 1974)

La femme du Ganges (Marguerite Duras, 1974)

También, mucho más tarde, la fulgurante obra del austriaco Gerhard B. Friedl, películas como Knittelfeld. Stadt ohne Geschichte (1997) y, especialmente, Hat Wolff von Amerongen Konkursdelikte begangen? (2004). Allí donde Duras ensayaba la destrucción, Friedl inoculaba el germen de la disgregación, la práctica de un desangrado a partir del que las bandas iban adquiriendo una fluidez imprevisible, accidental, dibujando a veces mínimos y engañosos acuerdos: la palabra camino de su silencio original, la imagen desfilando refractaria, rumbo al negro, como seducida por la opacidad rítmica que puntea toda proyección. Jugando con el sueño húmedo de la televisión –que sigue siendo el mismo: la pretensión de informar sin explicar nada, sólo mediante el vómito de palabras sobre panorámicas intrascendentes–, Friedl relacionaba crisis social, del capital y de la representación en un díptico visionario que venía a decir que no había nada que ver en las modernas economías y, tampoco, nada que escuchar en las voces que se arrogaban el poder de clarificarlas y revelar el vasto entramado de conexiones globales que las sostiene. Podrían describirse más ejemplos de este cine de acontecimientos sepultados y palabras soltadas al aire, de ese visible escondido en lo invisible que es extraído por una puesta en escena de la palabra y la voz que las arranca así «al silencio de los textos y al engaño de los cuerpos que pretenden encarnarlas» (Rancière, 1966: 43). Pero lo que interesa resaltar es que es aquí donde se cifra la gran utopía del sonoro –marginal, secreta y severa si se quiere–, representada en el tiempo por un corpus fílmico que recondujo la melancolía aparejada al nacimiento de las dos bandas hacia un horizonte de violento optimismo. Es esta utopía que ciega, quema y hace callar lo que no debemos olvidar a la hora de pensar un cine audiovisual, pues sobrevuela cualquier obra que busque su lugar ético y estético a partir de la erótica entre visibilidades y enunciados, más cuando los segundos vienen introducidos por voces y sonidos que, sobrevolando la imagen y su afuera, abandonan una posición claramente definida respecto a ella.

 

El aliento utópico del cine disyuntivo se encuentra entonces íntimamente relacionado con la pérdida de inocencia que instaura –y vocea, claro– el cine sonoro. Ya que la historia de este último es la de una monomanía al acecho, una que tiene que ver con los umbrales de ruptura, los desvelamientos y la emergencia del filme debajo del filme. Así, ya en los primeros pasos del sonoro, como explica Chion (1984: 43-53) en su análisis de El testamento del Dr. Mabuse (Das Testament des Dr. Mabuse, Fritz Lang, 1932), volvían a excitarse y a acumularse las noticias de la particular ultratumba del cine a partir del trueque de sobreimpresiones y encadenados por voces y palabras: la inferencia de que detrás del acusmaser –ese neologismo que el pensador acuña sumando “acousmatique” y “être” y con el que se refiere a las voces sin cuerpo que en las películas narran, comentan y suscitan la evocación del pasado– se escondía la acusmáquina (el disco de pizarra girando solo); que lo acusmático, en definitiva, era la antesala o el índice de lo automático. Y Chion, en páginas inspiradas, recorría las tensiones introducidas por esa voz maléfica e inasible tras cuyo rastro se encontraban unos protagonistas que en este proceso de búsqueda llegaban a rozar la autoconsciencia, a casi sospechar su estatuto de sombras, simulacros, proyecciones. El espectador, como en los orígenes, podía deshacer con mayor facilidad el oxímoron alucinatorio del cine, esa vida funeraria ahora atravesada por voces fascinadoras que parecían anunciar una perdición: «Cuando no la del muerto, la voz en off del narrador suele ser la del casi muerto, la del que ha llegado al término de su vida y sólo aguarda la muerte» (Chion, 1984: 55). La voz acusmática y los sonidos que desde un inefable off tintaban y seducían a la imagen continuaban con el esfuerzo narrativo pero a cambio evidenciaban la artificialidad del propio proyecto, al que inoculaban una virtualidad lúdica: voces sin sanción, impostoras, indefinidas, del más allá o previamente registradas, las voces de la máquina; el manierismo y el crepúsculo de los géneros y la experiencia moderna no harían sino agudizar las fragilidades y sospechas. Es a este estado de cosas al que Jean Narboni (Narboni, 1997: 6-15) parece referirse en un relevante artículo sobre Fortini/Cani, cuando trata de definir lo que diferencia la práctica de la pareja Straub/Huillet de la de Resnais: « [...] encontramos en el cine de Resnais (salvo, quizá, en la admirable Muriel [Muriel ou Le temps d’un retour, 1963]) todos los elementos que estructuran, según Freud, la maquinaria obsesiva: “El animismo, la magia y los encantamientos, la omnipotencia de las ideas, las relaciones con la muerte, las repeticiones involuntarias y el complejo de castración…” (en L´Inquiétante étrangeté). De ahí la angustia que emana y que suscita (llevada al más alto nivel en Providence [1977]). En Straub, por el contrario, a pesar de la dureza o el horror de los temas abordados, hay una especie de alegría profunda. El trabajo ingrato del duelo no tiene nada que ver con la pasión por el cadáver: el primero es alegre, el segundo no»3. Duelo o pasión por el cadáver, alegría profunda o angustia. Esta bipolaridad específica es la que se desgaja del sonoro y de su suplemento tanático –y en la deriva utópica que esconde el trabajo sobre la no-relación entre bandas lo que yace es un cierto ir a contracorriente del planto general–, y quizás no sea un mal cuadro de conceptos a la hora de valorar distintos usos de voz en off en el cine contemporáneo de ficción, un recurso tan trillado como otro cualquiera pero que ha supuesto un campo de experimentación para cineastas que han encarado la creación con más ideas que presupuesto.

 

Podría ser interesante empezar por algunos de aquellos que han sido expuestos a la pedagogía straubiana, es decir, al trabajo de filmar entre agujeros y ausencias, a partir de un olvido, de una pérdida asumida, según la cual nada preexiste al registro de los planos, todo debe ser convocado a partir de ellos. Cine tan concienzudamente producido como sacrificado al azar, el de Straub/Huillet fue y es uno del presente y la impureza, donde todo cabe en condición de igualdad mientras sea traducido por las máquinas convocadas. Todo cuenta en él, como escribiera Narboni, y por lo tanto la pregunta por la jerarquía entre imágenes y sonidos carece de interés (pedagogía, también, godardiana). Un cineasta aliado sería Jean-Claude Rousseau, quien asume estas enseñanzas para profundizar a su manera en un cine de la sensualidad que pone en escena el deseo por la ficción, la fe en esas precisas y preciosas constelaciones que pueden formar los componentes constitutivos del cine, que para él son la imagen en tanto que visión –una iluminación densa a la que ayuda un recorte meditado, lumièresco– y los sonidos y voces como fuentes de resonancia, modificadoras, magnificadoras. El filme-manifiesto en este sentido podría ser La vallée close (Jean-Claude Rousseau, 1995), ese polisémico lugar cerrado donde los elementos heterogéneos e incluso antitéticos demuestran la potencialidad de sus contactos: aquí los flechazos, los combates, los accidentes entre la banda de imágenes y de sonidos dan paso paulatinamente a un encuentro amoroso, una vez que la lección de geografía que dominaba el off y estructuraba el comienzo del filme pierde su hegemonía y, como corrobora el propio Rousseau (Neyrat & Rousseau, 2008), se desintegra en un cúmulo de distracciones y voces sueltas, vagabundeos visuales y sonoros que revelan la propia naturaleza del experimento: la película de un mal estudiante que abandona la lección y, a la manera de aquel niño de Rentrée des classes (Jacques Rozier, 1956), se adentra en la maleza, excitados los sentidos. En Rousseau hay una poética del espacio que enfrenta el dentro con el fuera, el habitáculo con el cielo abierto, la escuela con la calle, la voz interior con las llamadas del exterior. Este entrecruzamiento de estímulos atraviesa películas como Les antiquités de Rome (1991), De son appartement (2007) o, en un registro más afín a nuestra pesquisa, Série Noire (2009), donde el cineasta ocupa el lugar del entre: mirando a través de la ventana, entre la casa y el aparcamiento, ausente a nuestra mirada, también para quien le llama por teléfono, pero sin embargo presente, observando y puede que delirando. Es de nuevo el plano justo, prodigioso, el que lo propicia todo, aquí un presagio, un augurio de ficción sobre el encuadre fijo alimentado por las profundidades de voces y planos sonoros. La autonomía entre bandas, sus cortocircuitos y atisbos de sincronía hacen que el fuera de campo sea también un fuera de filme y que la plegaria atendida (la aparición del coche y toda su metafórica cinematográfica) produzca al mismo tiempo un entusiasmo de todas las moléculas que Rousseau había puesto a pelear sobre la toma exacta y neutra. La paciencia y el azar, el registro y lo imprevisible, determinan que los choques devengan en confluencias, y es así que las fricciones entre lo horizontal y lo vertical aumentan en intensidad contagiadas por la escasa rigidez del planteamiento.

 

Otro de la estirpe de la alegría profunda podría ser Jean-Charles Fitoussi, cuya Les jours où je n’existe pas (2002) busca equilibrar el placer de la narración y el de la mostración mediante un trabajo de sutura pensado y ejecutado para hacer de los irrenunciables ontológicos del cine materiales de ficción. Y es la voz de iniciación –in pero sobre todo off– que transmite la historia de Antoine la que a su vez traduce en otro idioma los delicados pasajes entre planos y palabras. Justamente mientras se cuenta la historia del hombre que vive un día sí y un día no, las imágenes –fotogramas separados por la intermitencia nocturna del obturador– son poseídas por una condición lapidaria que las infunde de un estatuto de autosuficiencia. Al rozarse con las palabras y enfrentarse entre sus iguales originan en cada cambio de plano un intersticio que tinta de misterio lo visible. De nuevo, entonces, la indeterminación; los agujeros, las elipsis, y sobre ellos el juego serio del relato que tiene su núcleo en esa raulruiziana conversación entre un adulto-niño y un niño-adulto que gesta un mundo: al cine, como al protagonista, lo abruma la espalda del tiempo, la pura virtualidad de la materia sin memoria, ese documental urbano que asalta el filme aprovechando la ausencia de Antoine y que nos habla del antes del centro de indeterminación, del antes del punto de vista: son las imágenes para nadie –luz para nadie– de las que hablara Deleuze4 siguiendo a Bergson. Frente a esto, Fitoussi opone la casi vida del cine (que es también la vida demediada del cinéfilo, siempre dejándose la otra mitad frente a las pantallas) y su titánico esfuerzo por fragmentar y parcelar el tiempo que se escapa por las bisagras entre visiones y voces.

 

Les jours où je n'existe pas (Jean-Charles Fitoussi, 2002)

Les jours où je n'existe pas (Jean-Charles Fitoussi, 2002)

Es la labor ímproba y minuciosa del resistente –no muy lejos de espíritus afines, como Straub o Costa; cerca entonces de la invocación del rescoldo clásico– que rompe la sincronía con la vida y el movimiento y otea promontorios, elevaciones: un cine de búsqueda de presencias que sean crisoles de temporalidad. La transmisión oral de la historia de Antoine desemboca en un plano vacío –pero que aún es mirada–, en un paisaje yermo y primigenio donde todo recomienza. Hablamos de un arte de la resonancia: el relato aquí, hermanado con la música, es aquello que, como escribe Jean-Luc Nancy (2012: 179-180) siguiendo a Lacoue-Labarthe, ya ha comenzado y resuena todavía. Es el inacabamiento e incomienzo de la gran ficción, lo que asedia a la música en forma de ritornelos, repeticiones, variaciones, redifusiones.

 

Un último combatiente en este frente podría ser Nicolas Rey. Relaciones subterráneas, fe en las máquinas y predisposición a los azares que inoculan inefables adiciones al esfuerzo fictivo también estructuran su reciente anders, Molussien (2012). El 16 mm. caducado exacerba el desconocimiento último sobre lo que se filma –más si, como aquí, se construyen gadgets para el robo de planos a la realidad, y luego el orden de las bobinas queda al albur del proyeccionista–, paisajes cotidianos atravesados por la extrañeza. Se repite el esquema utópico: arte povera para mejor perforar lo visible y acceder a lo que hay debajo, a lo que siempre estuvo ahí. Se repite, por supuesto, la cuestión de fe: en la novela antifascista de Günther Anders sobre la imaginaria y dictatorial Molussia que Rey no puede leer al no entender alemán es donde el cineasta ha depositado la esperanza. Decir ese texto tan poco leído, darlo a escuchar a través de una voz cómplice, se siente como algo necesario e importante, y es desde ese frágil off –compartido con ruidos y otras eventualidades sonoras– que recoge las conversaciones de los presos en la catacumba desde donde se dispararán las ballestas, desde donde se establecerá el combate con las sencillas tomas de paisajes urbanos, naturales e industriales en las que el fascismo se agazapa ya transformado. Contra la dictadura de la sincronía e incluso de las técnicas convencionales de montaje también se situaba su anterior Les Soviets plus l’électricité (2002), apasionante encontronazo entre el avant-garde y la tradición ensayística europea (enunciado desde algún lugar entre Mekas y Marker) (Blümlinger, 2006: 45). En este cine-viaje en el que, como señala Boris Lehman5, Rey se convierte en un prisionero voluntario camino de Siberia, imágenes y voz vuelven a celebrar su inmodesta independencia, rivalizando, entrechocando las espadas: por un lado la propia voz de Rey, capturada por un dictáfono donde deposita reflexiones, digresiones y habla de lo que no vemos; por otro la banda de imágenes, rodadas a nueve por segundo, enigmáticos souvenires que, no circunscritos por la palabra, completan y contrastan sus significados sacudiendo al espectador con un exceso sensorial e imaginario. Rey reinaugura un desorden, añade nuevas máquinas y baraja las antiguas, reapropiándose del reflejo de libertad de ese cine que se soñó revolucionario y que ahora combate la melancolía con residuos de belleza y ensayos dialécticos a partir de la poética y política de la no-relación.

 

Quedaría, después de la utopía, hablar siquiera mínimamente de los fantasmas, de ese tipo de duelo en el que Narboni detectó pasión por el cadáver. En el cine herido de melancolía la rivalidad entre bandas ha sido sustituida por roces menos traumáticos, en el fondo por un sistema de relevos. Y si el intervalo entre desfiles porta algún signo evidente es el de la posproducción demiúrgica: las imágenes explicitan el trabajo que las domesticó, aparecen como lo ya visto por otro –quizás de ahí la indecible tristeza–, y la voz, que comanda, como lo que las colorea, las pone en perspectiva, cambia de signo y prueba su maleabilidad. Hay modelos euforizantes, como el de Moi, un noir (Jean Rouch, 1958), abiertamente cómicos, así The Girl chewing Gum (John Smith, 1976), o cálidos, como el de Langsammer Sommer (John Cook, 1976), pero en ninguno se esconde que el trato es con reflejos, no con presencias. De la ultratumba entrevista a la invocada, ése es el cambio; de las relaciones de inconmensurabilidad entre bandas al acuerdo para hacer de la fragilidad y transitoriedad del cine, de su condición de embalsamador juego de luces y sombras, el lugar de una reconquista narrativa que tiene su razón de ser en la disociación voz/cuerpo, fuente de extrañamiento y de lo fantástico, como supo ver Jean-Louis Leutrat (1995), quien ofrece el campo semántico de este corpus: postrimería, tiempo profético y espectral, reclusión, redundancia, bucle, repetición. Es el acendrado deseo de ficción, que en realidad envuelve un estertor último, el que suele estructurar el esquema, el propio de un cine-voz –encarnado en un acusmaser, plenipotenciario o no– que absorbe al espectador y le dirige la mirada sobre el flujo visual. Y cuanto más severa sea la prisión para mirada e imágenes, más obtuso será el sentido de éstas para aquella cuando la voz se interrumpa o calle. Una cantera de ejemplos en este sentido puede encontrarse en el reciente cine portugués, trabajado a conciencia por Glòria Salvadó6 precisamente bajo estos preceptos de invocación del pasado y emergencia de espectros: relatos fisurados y reapropiados por dialécticas de montaje –en un lugar preeminente las de voz/imagen– que tiñen la realidad de elementos fantásticos, de supervivencias que operan desde una perspectiva acronológica y deparan una intensificación imaginaria de la memoria: podríamos citar someramente los casos de Tabú (2012) o Redemption (2013) de Miguel Gomes, en los que la voz revisa, embellece, produce o inventa recuerdos sobre imágenes en trance de emancipación, ya por la belleza fotogénica, ya por sobredosis de punctum; también A última vez que vi Macau (João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata, 2012), un auténtico manual sobre la voz acusmática como poder primigenio y residuo flotante: voces fascinadas que habitan un Macao de ruinas sentimentales y sueños de cine donde todo parece haber ocurrido ya y sólo permanecen sus arabescos en el aire (las que aún dialogan en presente y gobiernan la trama noir; las de los protagonistas, que vagan muy cerca de Resnais o Mizoguchi, agarrados a fetiches, sin nada que comunicar más allá de la ceniza y el fracaso de lo ya experimentado). Este precipitado bloque portugués lo podría cerrar Rita Azevedo Gomes y su A vingança de uma mulher (2012), filme enunciado desde la bambalina por actores ociosos y atrapados cuyas voces, en relevo, nos introducen en el melodrama suntuoso y artificioso (el eje L’Herbier-Resnais-Ruiz) en el que la palabra es el arma que quiere contarlo todo; arma arrojadiza que rebota por los espejos sólo pudiendo evocar y dar a ver los tormentos del pasado.

 

A vingança de uma mulher (Rita Azevedo Gomes, 2012)

A vingança de uma mulher (Rita Azevedo Gomes, 2012)

De nuevo se siente que en estas vidas/en este cine falta la verdadera vida, como se escucha en una de sus obras maestras, O som da terra a tremer (1990), la historia de un escritor varado, alérgico al viaje, que busca una disciplina para su escritura mientras que las imágenes parecen anhelar la fuga, la improvisación, un vuelo asincrónico que les permita escapar a su voz.

 

Podríamos terminar dejando apuntado que la experiencia, en el cine-túmulo, de una tensión creciente entre voces y visiones alimenta la idea de un diálogo entre duelos, el optimista y el agónico. Una figura intermedia para pensar este tránsito podría ser Ben Rivers y su etnografía imaginaria. Heredera de la de Werner Herzog (Fata Morgana, 1969), la pulsión cosmogónica de Rivers suspende su cine entre precisiones e imprecisiones: se aprovecha la marca inhumana, recordemos a Epstein, que las máquinas del cine otorgan a miradas y sonidos, un exceso material que desborda las pretensiones narrativas y las somete a una ambigüedad trascendental. Así, en películas como Astika (2006), Ah, Liberty (2008), Two Years at Sea (2011) o Slow Action (2011), las voces parecen psicofonías y las imágenes un excedente histórico o un delirio futurista. Y ni tan siquiera la sincronía entre bandas, cuando aparece, calma o naturaliza las inciertas desavenencias.

 

 

 

 

NOTAS A PIE DE PÁGINA

1 /   Por ejemplo en Serge Daney: Itinéraire d’un ‘ciné-fils’ (Pierre-André Boutang, Dominique Rabourdin, 1992).

 

2 /  En conversación con el propio Daney, en Jacques Rivette. Le veilleur (Claire Denis, Serge Daney, 1990).

 

3 /  Op. cit., pág. 14. Traducción al castellano de Francisco Algarín Navarro.
En: http://www.elumiere.net/exclusivo_web/internacional_straub/textos/narboni_fortini_cani.php

 

4 /   Para un acercamiento a estos conceptos, los capítulos “La ceroidad y los signos de la imagen-percepción” y “Paréntesis sobre cine experimental. Kurosawa y la acción”. En: DELEUZE, Gilles (1982/83): Los signos del movimiento y el tiempo. Cine II. Cactus, Buenos Aires, 2011.

 

5 /  Texto sobre la película de Rey publicado en la web del cineasta. Se puede leer en castellano en la web de la revista Lumière (traducción de Francisco Algarín Navarro): http://www.elumiere.net/especiales/nicolasrey/lehman_soviets.php

 

6 /  En especial la introducción (“Imatge i història”) y los capítulos “Empremtes de la història” y “Evocació de fantasmes” en: SALVADÓ Corretger, Glòria: Espectres del cinema portuguès contemporani. Història i fantasma en les imatges. Lleonard Muntaner/Instituto Camões, Palma de Mallorca, 2012.

 

 

 

 

RESUMEN

El advenimiento del sonoro, además de nombrar la primera pérdida del cine, el mudo, supone la emergencia de la voz, cuyas posibilidades disyuntivas y contrapuntísticas con respecto al flujo de imágenes no tardarían en ser sepultadas en favor del cine sincrónico y de la gramática del plano/contraplano como traducción visual perfeccionada del intercambio de diálogos (voces encarnadas en los cuerpos de las estrellas). La escisión en dos bandas ha sido aprovechada, sin embargo, por algunos de los cineastas más importantes de la historia del cine, que vieron en el combate entre imágenes y palabras la manera de ser fieles, de otra manera, al principal cometido del cine: hacer visible lo invisible a partir de lo sensible. Así, cineastas como Straub/Huillet, Duras, Lanzmann, Eustache o Friedl optaron por trabajar la puesta en escena de la palabra lanzada al aire como fuente perforadora de las imágenes de lo real, ésas que sepultan acontecimientos que las voces del off y el over imantan y extraen a la superficie. Este cine violento y optimista es el que Jean Narboni asoció a un trabajo de duelo ingrato pero alegre en contraposición al de cineastas de la necrofilia, como Resnais. A partir de esta división de posturas frente a la melancolía del sonoro, se pueden analizar varios casos de utilización de la voz en off como excitadora de ficciones en el cine contemporáneo. Bajo la influencia de la pedagogía straubiana, se podría citar el cine de Rousseau, Fitoussi o Rey. Entre los del bando espectral, apasionados por los espectros pero también por la supervivencia de la memoria en clave fantástica, se encuentran cineastas portugueses contemporáneos, como Miguel Gomes, João Pedro Rodrigues o Rita Azevedo Gomes. A medio camino entre ambos grupos, obteniendo réditos posmodernos de ambos esfuerzos ético-estéticos podría situarse el cine de Ben Rivers.

 

ABSTRACT

The advent of sound, in addition to identifying cinema’s first loss – the silent film – entailed the emergence of the voice, whose disjunctive and contrapuntal possibilities in relation to the flow of images would not take long to be buried in favour of a synchronous cinema and the convention of shot/reverse shot as the perfected visual translation of dialogue exchange (voices embodied by the physical presence of the stars). The split between two tracks has nevertheless been exploited by some of the most important filmmakers throughout film history, who saw in the combat between words and images a way of being faithful, in a different sense, to cinema’s main mission: to make the invisible visible through the observable. Thus, filmmakers like Straub/Huillet, Duras, Lanzmann, Eustache and Friedl chose to work on presenting the word cast into the air as a penetrating source of images of the real; images that conceal occurrences that the off-camera voices or voice-overs attract and draw to the surface. This violent and optimistic type of cinema is what Jean Narboni associated with a thankless yet joyful task in contrast with the makers of necrophiliac cinema like Resnais. This division of positions in relation to the melancholy of the sound era can be explored to analyse various cases of the use of the voice-over as a fiction stimulator in contemporary cinema. Under the influence of Straubian pedagogy, the films of Rousseau, Fitoussi or Rey could be cited. Within the spectral group, with their passion for spectres but also for the survival of memory in a fantastic style are contemporary Portuguese filmmakers like Miguel Gomes, João Pedro Rodrigues and Rita Azevedo Gomes. Half way between these two groups, reaping post-modern rewards from both ethical-aesthetic approaches, we could locate the films of Ben Rivers.

 

PALABRAS CLAVE

Cine sonoro, duelo alegre, voz en off, Jean Marie Straub/Danièle Huillet, Marguerite Duras, Gerhard B. Friedl, Jean-Charles Fitoussi, Jean-Claude Rousseau, cine portugués contemporáneo, Ben Rivers.

 

KEYWORDS

Sound films, joyful mourning, voice-over, Jean Marie Straub/Danièle Huillet, Marguerite Duras, Gerhard B. Friedl, Jean-Charles Fitoussi, Jean-Claude Rousseau, contemporary Portuguese cinema, Ben Rivers.

  

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BALÁZS, Béla (1945): Theory of the film. Character and Growth of a New Art. Dover, Nueva York, 1970.

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ALFONSO CRESPO

Crítico de cine. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Sevilla y Máster de Historia y Estética de la Cinematografía en la de Valladolid. Autor del libro Un cine febril. Herzog y El enigma de Kaspar Hauser (Metropolisiana, Sevilla, 2008), y coordinador del titulado El batallón de las sombras. Nuevas formas documentales del cine español (Ediciones GPS, Madrid, 2006). Escribe de cine, literatura y teatro en Diario de Sevilla, donde colabora desde el año 2000 y donde edita el blog “News from Home”; ha sido y es, asimismo, colaborador en diversas revistas (Letras de Cine, Cámara Lenta, Lumière, So-Film España, Cinema Comparat/ive Cinema) y libros especializados (Claire Denis. Fusión fría).