ALGUNAS CUESTIONES SOBRE EL MOSTRAR Y EL DECIR

Sarah Kozloff

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KOZLOFF, SARAH, "Algunas cuestiones sobre el mostrar y el decir" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n. 3, 2013, pp. 38-48

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RESUMEN / PALABRAS CLAVE / ARTÍCULO / BIBLIOGRAFÍA / SOBRE EL AUTOR

En mi libro Invisible Storytellers (1988) dediqué algunas páginas a discutir sobre la procedencia de uno de los prejuicios más influyentes entorno a la voz en off: la preferencia de los críticos por el mostrar frente al decir. Como este dogma todavía está ampliamente extendido, me gustaría retomar la cuestión. Los términos “mostrar” y “decir” se han infiltrado en campos muy diversos: en comentarios sobre las palabras y las imágenes; en la teoría literaria y la teoría narrativa; en consejos populares sobre escritura creativa; en películas documentales o de ficción; y tanto en diálogos filmados como en el principal objeto que nos ocupa, la voz en off cinematográfica.

Una de las principales diferencias entre los novelistas del siglo XIX, como Tolstoi, Thackeray, o George Eliot, y los escritores de comienzos del XX, es que los primeros incluían más pasajes expositivos y comentarios. Tomemos, por ejemplo, la primera frase de Anna Karenina: «Todas las familias felices se parecen: las desdichadas lo son cada una a su manera». Los autores modernos, en cambio, presentan sus historias sin esas guías, de forma más “escénica”, como vemos en la primera frase de El gran río Two-Hearted de Hemingway: «El tren siguió su camino hasta perderse de vista, doblando una de las colinas de árboles quemados». Por tentador que sea adscribir este cambio al nacimiento del cine, en realidad esa evolución de la técnica narrativa precede a los Lumière; entorno a 1850 Flaubert desterró ya la voz del artista de sus creaciones, y su seguidor Guy de Maupassant, que murió en 1893, encarna muy bien ese estilo escénico.

Percy Lubbock, autor y académico británico, amigo de Henry James, publicó en 1921 The Craft of Fiction. En ese estudio diferencia entre dos usos del punto de vista: «en un caso el lector se enfrenta al narrador y le escucha, en el otro se enfrenta a la historia y la observa». Lubbock favorece la segunda opción, «la escena que evoca es contemporánea, y ahí está, podemos verla tan bien como él. Nos está “diciendo” cosas, desde luego, pero esas cosas son tan inmediatas, tan perceptibles, que la maquinaria de ese “decir” a través del cual llegan a nosotros, pasa desapercibida; la historia parece explicarse a sí misma» (1957: 111, 113).

Ese análisis de Lubbock sobre qué opciones formales tomar, fue pronto replicado por otros críticos y acabó convirtiéndose en dogma. Ford Madox Ford reclamaba que el novelista debe «evocar y no decir» (1930: 122). En el número inaugural de la revista literaria The Southern Review, en 1935, Ford escribió:

«Ya en tiempos de Flaubert, el novelista había advertido con inquietud que, si el autor está perpetuamente distrayendo la atención del lector con sus reflexiones, la historia pierde interés. Alguien lo señaló en Vanity Fair cuando Thackeray construye poco a poco un estado de apasionante interés, casi podemos escuchar las respiraciones y pálpitos de Becky Sharp en la víspera de Waterloo y, de repente, toda la ilusión se cae a trozos. Estamos de nuevo en nuestro estudio frente al fuego, leyendo un libro hecho de cosas inventadas» (1935: 22-23)

En 1950 una antología de relatos cortos comentados, The House Of Fiction, aboga por «la impresión directa de la existencia». Sus expertos legislan así:

«La autoridad legítima del autor no radica en decirnos que la escena es tal, que esa gente hizo ciertas cosas, y que lo que hicieron significaba esto o lo otro; radica más bien en convencernos de que la escena, los personajes y el significado se entretejen en un patrón dinámico, en el que podemos creer más allá de la personalidad del autor» (Gordon y Tate, 1950: 621)

Reaccionando en contra de los dogmas críticos de los años cincuenta, el académico estadounidense Wayne Booth publicó La retórica de la ficción en 1961. Booth sentía que lo que había empezado como una descripción de opciones autorales se había acabado convirtiendo en un dogma prescriptivo, que infravaloraba a los grandes novelistas del XVIII y del XIX. De modo crucial, Booth cuestionó también las implicaciones éticas de ese dogma, valorando si esconder la mano o el juicio del autor no conducía más bien a dilemas morales.

La retórica de la ficción tuvo un impacto enorme en los círculos literarios y en el floreciente campo de la teoría narrativa. Gérard Genette anotó en 1972 que los seguidores de Flaubert y Hemingway creían en «hacernos olvidar que hay un narrador explicando». De todos modos, Genette recuerda que «Mostrar sólo puede ser una forma de decir, y de ese modo consiste tanto en decir lo máximo posible, como en decirlo lo menos posible». El traductor de Genette al inglés incluye el original francés: «en dire le plus possible, et ce plus, le dire le moins possible» (1980: 166). En décadas recientes la narratología ha sustituido el mostrar vs. el decir por terminología más precisa, como narración no representada vs. representada o narración mimética vs. diegética. Pero en líneas generales, los teóricos y narratólogos no añaden juicios de valor a esas opciones, permitiendo a cada artista desarrollar sus propios métodos según las necesidades del texto (Rabinovitz, 2005).

Pero los consejos prescriptivos perduran en clases de escritura creativa y en el discurso popular. Teclear “Show, don’t tell” en Google da medio millón de links en 2013. Tomemos, por ejemplo, un artículo reciente de Noah Lukeman en la revista The Writer, dirigido a escritores noveles. Lukeman, agente literario y editor, aconseja:

«Un escritor puede detenerse y decirnos todo sobre un personaje, pero al final se convertirá en algo insignificante, una letanía de hechos, no mejor que una enciclopedia o un diccionario. El trabajo del escritor es mostrarnos cómo son sus personajes, no por lo que dice sobre ellos, o lo que dicen sobre sí mismos, sino a través de sus acciones» (1999: 9).

De modo similar, la popular bloguera Grammar Girl proclama, «La buena escritura tiende a esbozar una imagen en la mente del lector en lugar de simplemente decirle qué pensar o creer» (2010).

Así que este dogma influencia todavía la recepción popular. Es más, creo que privilegiar la narración no representada por encima de la representada está detrás de los persistentes titubeos de muchísimos cineastas a la hora de usar voz en off, y del dictamen duro e instantáneo de tantos críticos y espectadores cuando se emplea. Soy la única persona que conozco que prefiere la versión del estudio de Blade Runner de 1982, con la voz en off neo noir de Deckard, frente a la edición del director de 1993 en la que Ridley Scott la excluyó. Un usuario de Amazon.com decreta inequívocamente que el montaje del director es muy preferible porque elimina «la ridícula y redundante narración en off».

La prescripción facultativa del mostrar por encima del decir está entretejida con varios prejuicios eternamente repetidos sobre los autores, las historias y los receptores (literarios o cinematográficos, de ficción o de no ficción). Me gustaría desenredar algunos de esos supuestos.

Prejuicio 1) Las narraciones deben ser transparentes, manteniendo al narrador encubierto porque,

Prejuicio 2) Las narraciones deben involucrar al lector/espectador mediante el texto, nunca permitiendo que el público se centre en el narrador o el modo de narrar.

 

Al estudiar los efectos emocionales de la narración, los psicólogos Melanie Green, Timothy C. Brock y Geoff Kaufman ofrecen una frase interesante para definir el proceso de inmersión en un mundo ficcional: afirman que los lectores son “transportados”. Argumentan que «uno de los elementos clave del disfrute de una experiencia audiovisual es que aleja a las personas de su realidad mundana adentrándolas en el mundo de la historia» (2004: 311). Esa metáfora se vuelve literal en el corto que precede a las proyecciones en la cadena de cines Regal Cinema, reproducido antes de cada película, que solicita a los miembros del público que apaguen sus teléfonos móviles y se mantengan callados durante la proyección. El tráiler invita al espectador a subirse a un monorraíl futurista y mágico, un vehículo que va a llevarnos a lugares fascinantes.

Cortometraje corporativo de la cadena de cines Regal Cinema

Cortometraje corporativo de la cadena de cines Regal Cinema

Presumiblemente, si un narrador nos “dice” algo, pasa de no ser representado (encubierto) a ser representado (manifiesto), nos sentiremos expulsados de ese mecanismo de transporte mágico, de malas maneras, y el placer de escapar de nuestra propia existencia tediosa se estropeará.

Mientras la narración clásica hollywoodiense casi siempre –no siempre se esmera en alcanzar una transparencia sin fisuras, sabemos que se trata tan sólo de un estilo (influyente) de hacer cine, no del único. En Mi tío de América (Mon Oncle d’Amerique, 1980) de Alain Resnais, la narración en off del Profesor Henri Laborit nos recuerda continuamente que los personajes no son más que ratones de laboratorio reaccionando al estrés ambiental. Nuestra implicación en sus historias es perturbada por la fuerza, pero conectamos con la película a otro nivel: tomando en cuenta las teorías conductuales del profesor, preguntándonos hasta qué punto encajan con nuestras propias vidas.

Resnais, por supuesto, pertenece a una tradición del cine moderno europeo, una corriente en la que los cineastas rompían a menudo con la linealidad de lo narrado para explorar nuevos mecanismos narrativos. Pero la popularidad de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994), Corre Lola, corre (Lola rennt, Tom Tykwer, 1998), Memento (Christopher Nolan, 2000) o El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) demuestra que experimentar con las estructuras narrativas –haciendo que nos centremos en el discurso narrativo tanto o más que en la historia intriga todavía a muchísimos espectadores.

Prejuicio 3) Mostrar es más vívido, expresivo y potente que decir. Resumiendo, decir es aburrido.

¿En serio? Como detallé en mi libro Overhearing Film Dialogue (2000), uno de los beneficios sin igual que el habla otorga a las películas es la posibilidad de escenas centradas en el relato oral. El ejemplo que suelo estudiar con mis alumnos es una escena de la película argentina La historia oficial (Luiz Puenzo, 1985), cuando Ana le explica a Alicia sus vivencias tras ser secuestrada y torturada por la junta militar. La cámara se focaliza en planos cercanos y contraplanos de Ana mientras relata aquel trauma a su amiga de infancia. El espectador observa el efecto de la historia en Alicia: cómo pasa de una embriaguez tonta a la empatía y el horror, hasta oponer resistencia a las ramificaciones de la historia de Ana.

Del mismo modo, ninguna de las acciones del Capitán Quint en Tiburón (Jaws, 1975), y ninguno de los planos que de él filma Spielberg, logran capturar su personalidad tanto como la escena en la que cuenta una historia que le sucedió durante la Segunda Guerra Mundial, a bordo del U. S. S. Indianapolis. Durante esta escena hablada, en la que no pasa nada visualmente, toda la acción está condensada en sus palabras:

«Un submarino japonés disparó dos torpedos al costado del barco. Yo había vuelto de la isla de Tinian, de Leyte, donde habíamos entregado la bomba, la que había de ser para Hiroshima. Mil cien hombres fueron a parar al agua. El barco se hundió en doce minutos. No vi el primer tiburón hasta media hora después: un tigre, de cuatro metros. ¿Sabe usted cómo se calcula esto estando en el agua? Dirá que mirando desde la dorsal hasta la cola.

Nosotros no sabíamos nada. Nuestra misión de la bomba se hizo tan en secreto que ni siquiera se radió una señal de naufragio. No se nos echó de menos hasta una semana después.

Con las primeras luces del día llegaron muchos tiburones, y nosotros fuimos formando grupos cerrados. Algo así [comienza la música] como aquellos antiguos cuadros de batalla, igual que el que había visto en una estampa de la de Waterloo. La idea era que cuando el tiburón se acercara a uno de nosotros empezase a gritar y a chapotear, y a veces el tiburón se iba… pero otras veces permanecía allí. Y otras se quedaba mirándote. Fijamente, a los ojos. Una de sus características es… sus ojos sin vida, de muñeca, ojos negros, quietos. Cuando se te acerca se diría que no tiene vida… hasta que te muerde, esos pequeños ojos negros se vuelven blancos, y entonces… Entonces se oye un grito tremendo y espantoso. El agua se vuelve de color rojo, y a pesar del chapoteo y del griterío, ves como esas fieras se acercan… y te van despedazando.

Supe luego que aquel primer amanecer, perdimos cien hombres. Creo que los tiburones serían un millar, que devoraban hombres a un promedio de seis por hora. El jueves por la mañana me tropecé con un amigo mío, un tal Robinson, de Cleveland. Jugador de béisbol, bastante bueno. Creí que estaba dormido. Me acerqué para despertarlo. Se balanceaba de un lado a otro igual que si fuera un tentetieso. De pronto volcó, y vi que había sido devorado de cintura para abajo.

A mediodía del quinto día apareció un avión de reconocimiento. Nos vio y empezó a volar bajo para identificarnos. Era un piloto joven, quizá más joven que el Sr. Hooper. Que como digo, nos vio y tres horas más tarde llegó un hidroavión de la armada que empezó a recogernos. Y sabe una cosa, fueron los momentos en que pasé más miedo… esperando que me llegara el turno. Nunca más me pondré un chaleco salvavidas.

De aquellos mil cien hombres que cayeron al agua, sólo quedamos tres cientos dieciséis: el resto los devoraron los tiburones el 29 de Julio de 1945. No obstante, entregamos la bomba»

Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975)

Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975). Ver vídeo AQUÍ.

La historia de Quint mezcla vívidos detalles visuales (los tiburones tienen ojos de muñeca, negros; Herbie Robinson balanceándose como un tentetieso); información expositiva (la misión era tan secreta que no se envió ninguna señal de socorro); referencias a los presentes (el piloto era más joven que el Sr. Hooper); y una confesión de sus propios sentimientos (Quint estaba atemorizado esperando a que lo rescatasen). Y mientras Robert Shaw explica la historia, la cámara encuadra su rostro y los de aquellos que le están escuchando. El espectador estudia esa cara demacrada que permanece en el plano, con una media sonrisa avergonzada, mientras explica el horroroso relato. No necesitamos ver los tiburones en el agua; los vemos poderosamente en nuestra mente, mejor de lo que podrían replicarse con ningún efecto especial.

Lejos de ser menos vívidas que las imágenes, las palabras pueden –de hecho ser mucho más específicas. Sin el anclaje de la palabra, las imágenes pueden flotar a la deriva. Al visitar una exposición de fotografía siempre leemos los títulos en las paredes, y sólo al incorporar la información de fecha y lugar sentimos que podemos procesar las imágenes. Los cineastas suelen filmar donde su presupuesto les permite porque saben que los pastos canadienses pueden sustituir a La Gran Llanura, Vancouver puede ser Nueva York, o las Filipinas Vietnam, tan sólo con una mención verbal.

La apertura de Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001) ilustra la habilidad de las palabras para ser más precisas que las imágenes:

«El 3 de Septiembre de 1973, a las 18 horas, 20 minutos y 32 segundos, un moscón de la familia de las Calliphora, capaz de batir las alas 14.000 veces por minuto, se posaba en la calle St. Vincent, de Montmartre. En el mismo instante, en un restaurante cerca del Moulin de la Galette, el viento se colaba como por arte de magia bajo un mantel haciendo bailar unas copas sin que nadie lo viera. Al mismo tiempo, en la Av. Trudaine 28, quinto piso, del distrito nº 9 de París, Eugène Colère, al regreso del entierro de su mejor amigo Emile Maginot, borraba su nombre de la agenda. Siempre en ese mismo instante, un espermatozoide provisto de un cromosoma X perteneciente a Raphaël Poulain se separaba del pelotón para alcanzar a un óvulo perteneciente a la Señora Poulain, de soltera Amandine Fouet. Nueve meses después nacía Amélie Poulain»

Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001)

Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, 2001). Ver vídeo AQUÍ.

Las imágenes muestran una mosca, dos vasos sobre un mantel blanco que aletea por el viento, un hombre que suspira al borrar un nombre de su agenda, un metraje pasado de moda con esperma, una mujer embarazada, y un bebé que nace. Pero todos los detalles específicos que anclan expresivamente las imprecisas imágenes –la fecha, los lugares, la simultaneidad, la velocidad del aleteo de la mosca, el hecho de que el hombre venga del funeral de su mejor amigo, que el bebé sea la Amélie del título provienen de la narración en off. La voz en off instituye la ironía listilla de la película mediante un bricolaje posmoderno de arcanos científicos, una inmersión en diversos estados emocionales, y una evidente autoconciencia. En términos del oficio, mientras el plano muestra la mesa y los vasos, sólo la voz en off es capaz de transmutar ese momento en el gag de los dos vasos bailando sin ser vistos, pero en los que sí repara el narrador.

Prejuicio 4) Mostrar es más sutil que decir. Decir es menos artístico porque es demasiado crudo, demasiado directo.

 

No estoy convencida de que la sutileza sea la apoteosis de todo arte. Apreciamos determinadas obras artísticas por su claridad y su carácter explícito: El acorazado Potemkin (Bronenósets Potiemkin, Sergei Eisenstein, 1925), por ejemplo, no es precisamente sutil, ni lo son Psicosis (Psycho, 1960) de Hitchcock, Z (1969) de Costa-Gavras o Los miserables (Les Misérables, 2012) de Tom Hooper. Del mismo modo, la voz en off explícita no merece ser menospreciada de entrada; a veces una retórica directa puede conectar eficazmente al espectador con el material y los personajes.

En segundo lugar, como traté de demostrar en Invisible Storytellers, la narración en off puede ser una herramienta cinematográfica ideal para generar ambigüedad, ironía y fascinación. En cuanto añaden una pista hablada, los cineastas crean congruencias y/o conflictos con la banda de imágenes. ¿Cómo se supone que debemos entender el llano comentario de Las Hurdes, tierra sin pan (1933) de Buñuel? ¿Por qué usa William Wyler dos narradores diferentes en The Memphis Belle (1945)? ¿Cómo de fiable es Henry Hill (Ray Liotta) como el narrador en primera persona de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) de Scorsese?

Al comienzo de Dos o tres cosas que sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d’elle, 1967), Godard ilustra que incluso una voz en off aparentemente “redundante” es todo menos eso. Sobre el plano de una atractiva joven en el balcón de un apartamento susurra:

«Ella es Marina Vlady. Es una actriz. Lleva puesto un jersey azul noche con dos rayas amarillas. Es de origen ruso. Tiene el pelo castaño o negro claro… No estoy seguro»

Después de que Vlady hable directamente a cámara, citando a Brecht, Godard repite esa misma información con pequeños cambios:

«Ella es Juliette Janson. Vive aquí. Lleva puesto un jersey azul noche con dos rayas amarillas. Tiene el pelo castaño o negro claro... No estoy seguro. Es de origen ruso»

Dos o tres cosas que sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d’elle, Jean-Luc Godard,1967)

Dos o tres cosas que sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d’elle, Jean-Luc Godard,1967). Ver vídeo AQUÍ.

¿Qué conclusiones extraer de esos susurros? La diferencia crucial entre esas dos introducciones es que Godard nos desplaza de la actriz al personaje, pero nuestra suspensión de la incredulidad acerca de la “realidad” de Juliette se compromete para siempre. Todavía más comprometida queda nuestra fe en la omnisciencia del narrador; no puede ni siquiera decidir de qué color es su pelo. Pero lo más importante, en esa obertura el espectador duda radicalmente sobre su competencia para decodificar el texto. Tras esa primera introducción, Vlady gira la cabeza y la voz en off susurra: «ahora ella mueve su cabeza a la derecha, pero eso no significa nada». Después de la segunda introducción, Juliette gira de nuevo la cabeza, y Godard nos dice, «ahora ella mueve su cabeza a la izquierda, pero eso no significa nada». Los colores de su suéter y de su pelo (que podemos ver por nosotros mismos) importan tanto que los menciona dos veces, pero se nos dice explícitamente que sus movimientos son insignificantes. ¿Qué detalles son significativos y cuáles no? Esa voz en off redundante pone a prueba poderosamente nuestros hábitos de visionado.

Con menor radicalidad, pero igual de misteriosa, la narración en off de La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1994), de Scorsese, se entreteje con la cámara para relatar las costumbres de una familia adinerada de neoyorquinos de clase alta en 1870. Por ejemplo, durante su visita a la casa de la Señora Manson Mingott el narrador afirma plácidamente:

«De momento, la Señora Mingott estaba satisfecha de que la vida y la moda fluyeran al norte hacia su puerta, y de anticipar ansiosamente la unión de Newland Archer con su nieta May. En ellos, dos de las mejores familias de Nueva York se unirían finalmente»

Entretanto, la cámara deambula por la escalera examinando los cuadros allí colgados, y culmina en la pintura de dos indios nativos arrancando la cabellera de una mujer blanca. Petulante, pagada de sí misma, inmensamente rica y tan gorda que apenas puede moverse, la Señora Mingott y su dominación se han edificado –y se sustentan todavía sobre una violencia rapaz, una violencia de la que se deleita secretamente.

La edad de la inocencia (The Age of Innocence, Martin Scorsese, 1994)

La edad de la inocencia (The Age of Innocence, Martin Scorsese, 1994). Ver vídeo AQUÍ.

Jean-Luc Godard, Terrence Malick, Martin Scorsese y otros cineastas enriquecen habitualmente sus películas mediante la narración en off, multiplicando las capas de lectura. Pero los misterios de la voz en off no se limitan al arte de autores consagrados. En otro lugar (2012) examiné una muestra de comedias románticas británicas y estadounidenses, incluyendo Fuera de onda (Clueless, Amy Heckerling, 1995), Alta fidelidad (High Fidelity, Stephen Fears, 2000), El diario de Bridget Jones (Bridget Jone’s Diary, Sharon Maguire, 2001), Un niño grande (About a Boy, Chris Weitz y Paul Weitz, 2002), ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004), Especialista en ligues (Hitch, Andy Tennant, 2005), La camarera (Waitress, Adrienne Shelly, 2007) y (500) días juntos (500 Days of Summer, Marc Webb, 2009). Todas ellas realzan sus historias incorporando narración en off –en primera o tercera persona para forjar a veces una conexión más íntima entre el espectador y el personaje, o para teñirlo todo de ironía.

Prejuicio 5) Mostrar permite mayor ambigüedad y participación que decir, luego,

Prejuicio 6) Mostrar es más democrático, mientras decir es más autocrático.

No estoy para nada segura de que la mostración cinematográfica –por ejemplo, presentar una acción sin títulos expositivos o voz en off implique necesariamente ambigüedad. Como argumenta cuidadosamente Tom Gunning en “Narrative Discourse and the Narrator System”, todo lo que se sitúa a posta delante de una cámara, se fotografía de una determinada manera, y se edita en el montaje final, sirve para otorgar información al espectador: narra. El rostro del Personaje X (tan delicadamente iluminado, con todo el saber hacer de la actriz) nos dice que se siente herida por el comentario del Personaje Y. El primerísimo primer plano del Personaje Z indica que está ponderando su siguiente movimiento, o recordando algo. La subjetiva del Personaje A muestra que se ha dado cuenta de que sus antagonistas le han cortado la única ruta de escape. Desde un plano cenital omnisciente, nosotros los espectadores podemos ver lo que los personajes no pueden ver: que la gigantesca ola, el tren en fuga o el monstruo prehistórico están a punto de abalanzarse sobre unos inocentes desprevenidos. En cada caso la película transmite información narrativa tanto o más que si un narrador parlanchín hablase en alto. La claridad del estilo hollywoodiense hace que Bordwell lo describa como un cine “excesivamente obvio”.

Por ejemplo, cuando, al final de Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952), Will Kane (Gary Cooper), lanza su placa de sheriff al polvo, disgustado, el espectador comprende: quitarse la placa = renunciar al cargo; lanzar al polvo = disgusto por la cobardía de la gente y rechazo a ayudarles contra la banda de Frank Miller. El público no tiene opción alguna para elucubrar otras explicaciones, como que la placa molesta simplemente a Will, o que todavía estima a la gente de Hadleyville.

Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952)

Solo ante el peligro (High Noon, Fred Zinnemann, 1952)

Y ese tipo de narración visual obvia, tipo rellena-los-huecos, tiene lugar también en otras cinematografías: en La huelga (Stachka, Sergei Eisenstein, 1925) cuando Eisenstein corta de la policía masacrando obreros a un buey siendo sacrificado, el espectador no es libre de interpretar el montaje como una muestra de cómo el dueño de la fábrica prepara un copioso festín para sus queridos empleados.

Es más, pese a los argumentos de André Bazin sobre cómo, a diferencia del montaje, la profundidad de campo permite mayor democracia y ambigüedad, muchos planos en profundidad guían al espectador hacia la conclusión deseada por el cineasta. Tomemos, por ejemplo, el famoso plano de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) que muestra a Susan Alexander Kane intentando acabar con su vida. Ningún narrador exclama: «Susan intentó suicidarse», pero los espectadores no son precisamente libres de ponderar otras posibilidades, como que Susan pueda estar borracha, enferma o simplemente ignorando a Kane tras la puerta. El público no tiene más elección que integrar los elementos visuales: vaso + cuchara + botella de medicina + Susan en la oscuridad respirando costosamente + falta de respuesta a los golpes y llamadas a su puerta = intento de suicidio.

Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941)

Incluso aunque mostrar pueda ser a veces menos asertivo que contar, al ofrecer datos expositivos o comentar determinados sucesos (muchos planos y escenas de La aventura [L’avventura, 1960] de Antonioni no hacen avanzar la narración sino que generan ambigüedad o se dilatan en el encanto mismo del mundo físico), ¿es la ambigüedad siempre y en todos los casos una virtud? Stanley Kubrick asevera enérgicamente: «la esencia de la forma dramática es dejar que una idea llegue a la gente sin que sea dicha explícitamente. Cuando dices algo directamente, no es tan potente como cuando dejas que los espectadores lo descubran por sí mismos» (Schickel, 2001: 160). Pero Kubrick y otros no ofrecen prueba alguna de esta suposición generalizada. Es obvio que en el caso de Kubrick su inclinación a lo ambiguo ha conllevado un alto reconocimiento en círculos cinéfilos, pero ha generado también recelos sobre la ética de películas como La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971).

Desde el surgimiento del cine directo en el documental, muchos cineastas de no-ficción han sentido que debían retener la investigación que habían desarrollado y sus propias valoraciones. Cientos de documentales incluyen únicamente entrevistas, material de archivo, sonido directo y escenas originales. Y aún así, teóricos como Bill Nichols han demostrado que todas esas opciones acaban contribuyendo a integrar la ideología de la película tanto como lo haría cualquier otra narración. Si juzgamos el mostrar vs. el decir sobre la base de la ética y la ideología, uno podría argumentar fácilmente que esconder la propia opinión es menos “ético” que ofrecerla abiertamente. ¿Es la pretensión de objetividad más ética que hacerse cargo de las propias opiniones?

El anverso de lo democrático es lo “autocrático”. Desde luego, los narradores de las novelas del XIX inserían comentarios sociales explícitos en sus historias. Pero actualmente, para mucha gente la narración representada (contar) arrastra cierto tinte autocrático y totalitario. Muchos críticos atacan a los narradores que se dirigen al lector o al espectador directamente “como diciéndonos qué debemos pensar”. Richard Leacock, uno de los grandes documentalistas del movimiento del cine directo, ya activo en los años sesenta, dijo una vez a un entrevistador: «en cuanto noto que me están dando la respuesta, lo rechazo».

Rechazar la voz en off se ha acabado asociando a una especie de revuelta contra las certezas victorianas; rechazar esa técnica cinematográfica se ha ligado de algún modo al rechazo moderno y posmoderno de meta-narrativas totalizadoras como la fe en el progreso, el respeto a la autoridad, o la creencia religiosa. Para mucha gente, cualquier comentario narrativo connota o un aleccionamiento intimidatorio o una “voz de Dios” pomposa, déspotas tiránicos que intentan restringir la libertad del espectador.

El uso constante de la expresión “voz de Dios” merece dos comentarios. Primero, tipificar los narradores en off como divinos u omniscientes implica ignorar las propias películas y sus pruebas. En los años treinta, Westbrook Van Voorhis, el narrador de los noticiarios March of Time, hablaba con gran autoridad, sin dar lugar a objeciones: hoy en día sus comentarios suenan acartonados, si no ridículamente risibles. Pero muchos de los narradores de documentales de la Segunda Guerra Mundial, que son ahora desestimados por su supuesta pomposidad y omnisciencia, eran en realidad mucho más vacilantes, medidos e irónicos de lo que se recuerda generalmente. Charles Wolfe (1997) ha analizado con gran sensibilidad las voces en off de Tierra de España (The Spanish Earth, Joris Ivens, 1937) y La batalla de Midway (The Battle of Midway, John Ford, 1942). A Diary for Timothy (Humphrey Jennings, 1945) emplea voces múltiples y discretas. Incluso Prelude to War (Frank Capra y Anatole Litvak, 1942), la película de propaganda pro-americana parte de la serie Why We Fight (1942-1945) producida por Frank Capra, utiliza una pista narrativa hablada por Walter Huston con una voz tranquila, casi rasposa, que es más socarrona e irónica que “divina”.

La resistencia al decir, al narrador omnisciente (o a cualquier narrador) parece parte del rechazo posmoderno de “Dios”: es decir, del rechazo de cualquier declaración de autoridad u omnisciencia.

Por mi parte, esperaba que algunos ejemplos de la complejidad y la variedad que puede alcanzar la voz en off –¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, John Ford, 1941), La ciudad desnuda (The Naked City, Jules Dassin, 1948), Eva al desnudo (All About Eve, Joseph L. Mankiewicz, 1950) y Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975)– pudiesen contribuir a un replanteamiento de este mecanismo retórico. Pero clichés tan generalizados, enraizados a fondo en el curso de la historia y la cultura, no se desmontan tan fácilmente.

En cualquier caso, me alegra que algunos discursos populares contemporáneos hagan gala de una apreciación más matizada de la narración en off, frente al mandamiento del “muestra, no digas”. Por ejemplo, el título de un artículo reciente en el periódico británico The Telegraph, “Do Voice-Overs Ruin Films?”, le haría a uno pensar que la autora, Anne Billson, desdeña la voz en off. De hecho, sí desdeña su uso en El Gran Gatsby (The Great Gatsby, 2013) de Luhrmann y en Blade Runner, pero el grueso de su artículo es una apreciación de cuánto puede aportar la voz en off al cine, como pasa en las películas de gángsters de los años cuarenta o en Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979).

Cuando escribí Invisible Storytellers, se acababa de inventar el vídeo doméstico. Para ver muchas de las películas que analicé tuve que viajar a archivos para proyectar copias de 16mm en máquinas de edición mastodónticas. Hoy, la eclosión de la disponibilidad pone a disposición de todo el mundo la historia del cine internacional, a un clic de ratón. El análisis caso por caso, en lugar del desprecio y los apriorismos, puede ganar a la larga. El tiempo lo dirá.

 

 

 

RESUMEN

Este artículo examina la persistencia de prejuicios generalizados sobre por qué las historias deben “mostrar, no decir”. Rastreando ese dogma en las teorías literarias de comienzos del siglo XX, para denunciar los supuestos que lo fundamentan y refutarlos, especialmente en lo que concierne a la narración mediante voz en off cinematográfica.

ABSTRACT

This essay examines the endurance of popular prescriptions that stories should “show, don’t tell”. It traces this dogma back to early 20th century literary theorists. Then the essay untangles the presuppositions that underlie this axiom, and refutes them, especially as pertains to the use of voice-over narration in the cinema.

 

PALABRAS CLAVE

Narración, voz en off, showing vs. telling, mostrar, decir, narración representada, narración no representada.

 

KEYWORDS

Voice-over narration, showing vs. telling, overt narration, covert narration.

  

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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SARAH KOZLOFF

Sarah Kozloff es profesora de la cátedra William R. Kenan Jr. en la universidad Vassar College en Poughkeepsie, Nueva York. Es autora de Invisible Storytellers: Voice-Over Narration in American Fiction Films (1988) y Overhearing Film Dialogue (2000), así como de numerosos ensayos sobre sonido cinematográfico, teoría narrativa y género.