MEMORIAS DE UN PROGRAMADOR RETIRADO

Eduardo Antín (Quintín)

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ANTÍN, EDUARDO, "Memorias de un programador retirado" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n.1, 2012, pp. 76-81

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RESUMEN / PALABRAS CLAVE / ARTÍCULO / BIBLIOGRAFÍA / SOBRE EL AUTOR

 

Entre 2001 y 2004, fui el director del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici). No fue un trabajo difícil. Nuestro principal problema a partir de 2002 fue de dinero, ya que Argentina atravesaba entonces grandes dificultades financieras. Lo más complicado era conseguir que los agentes de venta internacionales cedieran los derechos de las películas que elegíamos por unos pocos dólares. Pero como entre 1999 –cuando se fundó el festival– y 2001 se corrió la voz de que el festival era interesante, los codiciosos agentes nos miraban con simpatía. De modo que era solo cuestión de seleccionar las películas y proyectarlas allí. Teníamos una gran ventaja: había muchos directores importantes cuya obra no se había exhibido en Argentina. Pongo como ejemplo a los Straub, de quienes se había visto un solo filme, y con eso queda todo dicho. Pero además, había una gran avidez entre el público, un poco harto de los estrenos comerciales y con cierta nostalgia de menús más originales y más variados en la cartelera, como los que eran normales años antes en Buenos Aires. Pongo un ejemplo ilustrativo. Antes de mi primera edición como director, yo había visto en la Quincena de los Realizadores de Cannes Las armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, Béla Tarr, 2000) y la película me había interesado mucho. Un amigo holandés, el crítico Peter Van Bueren, me hablaba siempre de Tarr y yo tenía mucha curiosidad por ver alguna película suya. Después me enteré de que Tarr tenía una película de siete horas que se llamaba Sátántangó (Béla Tarr, 1994). Me di cuenta inmediatamente de que en Buenos Aires una película con ese título, en blanco y negro y con planos secuencia interminables no podía fallar. Así que programamos Las armonías de Werckmeister y Sátántangó y fue un éxito. Sátántangó se dio dos veces a sala llena, la gente se peleaba por conseguir entradas y todo el mundo salió extasiado. Salvo mi madre, que tenía una misteriosa desconfianza hacia los húngaros. Hasta el día de su muerte me reprochó que hubiéramos mostrado esa película. No puedo contradecirla porque jamás vi Sátántangó, pero Béla me pareció un tipo entrañable.

 

Como les digo, aquello era muy fácil. Había que tener un poco de intuición, estar dispuesto a correr riesgos (que no eran muy grandes) y a aprovechar que el esnobismo (sin el cual las empresas culturales son irrealizables) jugaba a nuestro favor. Lo que teníamos para ofrecer era novedoso, fresco y exótico. Y se renovaba cada año. Teníamos buenos asesores internacionales, como Mark Peranson, que hoy es el director de programación de Locarno, u Olaf Möller, que siempre conoció a un montón de filipinos raros. Todo salió tan bien que, en lugar de decirnos que trajéramos a determinados cineastas famosos, la prensa local nos preguntaba de qué nuevo genio desconocido íbamos a ofrecer una retrospectiva. En esa época, no había descargas de Internet ni ediciones de clásicos y rarezas en DVD, y para conocer las novedades había que viajar o esperar que llegara el Bafici.

 

Claro que el glamour siempre ayuda: en 2001 vino Jim Jarmusch, que era casi como tener a Mick Jagger. Y vino Olivier Assayas acompañado por Maggie Cheung, por entonces su mujer. Recuerdo que todo el staff, encabezado por el director, hacía cola para sacarse fotos con Maggie. Pero también tuvimos ese año una muestra coreana, cuando el nuevo cine coreano emergía con gran fuerza. Lee Chan-dong estuvo en el jurado y mostramos películas suyas, de Hong Sang-soo, de Bong Jung-ho, de Jang Sun-woo, que junto con algunas exhibidas en los años anteriores, crearon aficionados al cine coreano. Déjenme decir que la película ganadora de ese año fue Platform  (Jia Zhangke, 2001). Jia había venido a Buenos Aires en 1999 con Xiao Wu (1998), una película que me deslumbró pero que no ganó ningún premio entonces (¡se exhibió en 16mm.!), de modo que decidí que había que reparar ese error y lo logré. En el jurado pusimos a Jonathan Rosenbaum para que hiciera el trabajo. También estaban Beatriz Sarlo, prestigiosa intelectual argentina, Simon Field, director de Rotterdam y, a último momento, canceló su viaje Roberto Bolaño, pero su foto figura en el catálogo. Glamour, glamour para entendidos.

 

Y como si esto fuera poco, estaba el nuevo cine, o cine independiente argentino, que en esa época se había puesto de moda. En 1999, se presentó en el Bafici Mundo grúa (1999) de Pablo Trapero, que luego tuvo una gran carrera internacional. A partir de entonces, muchos programadores de festivales internacionales decidieron venir a Buenos Aires para pescar algo. Eso nos ponía en un lugar complicado, y la producción de aquel año no era particularmente interesante, aunque incluía Sábado (Juan Villegas, 2001) y Balnearios (Mariano Llinás, 2001). Hasta que un día, apareció un joven tímido de pelo largo con un VCR. Era Lisandro Alonso, que venía a ver si nos interesaba La libertad (2001). Caímos deslumbrados, nos abrazábamos como si hubiéramos conseguido a Messi para el equipo del barrio, pero a los pocos días le invitaron de Cannes. Al final, Thierry Frémaux nos dejó proyectar la película una vez, fuera de competencia. Logramos una especie de empate. Era muy difícil entonces descubrir algo desde Buenos Aires. Ni siquiera a Lisandro Alonso. En los años posteriores, el colonialismo festivalero se haría más acentuado gracias a los laboratorios y las becas para el desarrollo de proyectos, los cursos de Sundance, la Residencia de Cannes: los cineastas del futuro tienen sus centros de entrenamiento en las Masías del Primer Mundo.

 

Pero programar es más que conseguir premieres mundiales o internacionales, un juego que juegan los grandes festivales pero que, en los periféricos, como es el caso del Bafici, es completamente absurdo y lleva a degradar la calidad de la selección. Cuando un director argentino logra que en Berlín o en Locarno se interesen por su película (no hablemos de Cannes) es muy raro que la estrene en Buenos Aires. Acertar con un descubrimiento es una cuestión de suerte. Y encantar al público es, sobre todo, una cuestión de astucia. Pero aun así, hay un margen para la inspiración y el oficio, y ese margen se agranda cuando se entiende que armar un catálogo no es elegir una cantidad de películas basada en el gusto personal de sus responsables. Cualquiera, con un mínimo de gusto y de experiencia como espectador, puede decir sí o no con cierta eficacia. Tengo algunos parientes de edad a los que les gusta ir al cine que no harían un peor papel que algunos programadores que conocí en estos años, gente convencida de que tiene un gusto exquisito y de que de lo que se trata es de demostrarlo en cada elección.

 

En años recientes, aunque el Bafici fue un festival más que digno, se impuso la costumbre de que los programadores votaran a la hora de elegir las películas. Tremendo disparate. Esta no es una actividad que se beneficie de ese tipo de actitudes democráticas. Creo que este año, a partir de la nueva dirección a cargo de Marcelo Panozzo –que fue programador en mi época– se ha derogado la idea de la votación. ¿Qué hacíamos entonces, dado que es imposible que cuatro personas, como éramos nosotros, se pusieran de acuerdo en todos los casos? En primer lugar, se trata de construir una arquitectura, un conjunto de secciones que se complementen, se potencien y no adquieran jerarquías desiguales de modo que el festival no tenga un centro esperado y una periferia ignorada sino una diversidad lo más compacta posible (entre los festivales que recorrí, sólo el de Marsella se acercaba a esa oferta compacta, coherente, aunque no todos los títulos valieran la pena; pero el programa es mucho más reducido que el del Bafici; Locarno bajo Olivier Père tuvo también algo de eso). A los directores desconocidos, a las secciones extrañas, hay que venderlas, hay que hacer que resulten tanto o más atractivas para el espectador que las competencias, a las que, en el fondo, habría que suprimir como lo ha logrado la Viennale (otro mérito de la Viennale es que el festival no se llena de productores ni de cineastas buscando dinero en los work in progress y otros certámenes para nuevos talentos, que yo colaboré, ¡ay!, a implementar en Buenos Aires).

 

Luego está el importante problema de la línea editorial. Hay que tener una, aunque sea provisoria, porque quienes buscan películas deben apuntar en la misma dirección y no andar deambulando por los festivales metiéndose en cualquier sala, cuando se sabe que, hoy por hoy, la posibilidad de que una película elegida al azar en Toronto, en Rotterdam o en San Sebastián valga la pena es bajísima. Uno sabe que los criterios de programación en la mayoría de los festivales son tan aberrantes, que uno confía en la selección de modo inverso (si pusieron tal película, por algo malo será). Si algún detalle me enorgullece del trabajo de aquellos años, fue el haber logrado que a partir del segundo año con los programadores (mi compañera, Flavia de la Fuente, Panozzo y Luciano Monteagudo) sabíamos qué era lo que buscábamos. ¿Y qué buscábamos? Películas vivas que se alejaran lo más posible del mainstream festivalero, caracterizado por lo académico, lo juvenil, lo truculento y lo exótico. Teníamos incluso ciertas reglas secretas, como no mostrar las películas sobre enfermedades terminales, ni las que tuvieran demasiada escritura detrás, ni demasiada producción. Preferíamos películas de género o intentos desprolijos y hasta nos dimos cuenta de que había que huir de los “documentales de creación”, esos engendros formateados por las televisiones europeas, y que era preferible mostrar películas que informaran de algo. Se trataba de conseguir que nada de lo programado oliera a rancio. Lo que elegíamos podía ser difícil o exigente, pero no de un modo previsible. Si a los espectadores les gustaron aquellos años del Bafici es porque entraron en la telaraña que les construimos sin que se dieran demasiada cuenta. Había una vez una película que se llamaba Chicken Rice War (Chee Kong Cheah, 2000) una especie de Romeo y Julieta ambientada en un mercado de Singapur. Un mamarracho encantador, igual que aquella del equipo de voley gay tailandés, cuyo título no recuerdo. Eran películas que la prensa calificaba de indignas en un festival prestigioso, y eso nos resultaba altamente estimulante. Era un gran placer combinar una retrospectiva de Hou Hsiao-hsien con un melodrama ambientado entre corredores de autos clandestinos cerca de Roma, que un jurado muy high-brow nos preguntó si la mostrábamos porque teníamos un compromiso comercial. Todavía no paro de reírme. Panozzo cree recordar que el lema que usábamos en aquellos años era “género y vanguardia”, como una manera de excluir lo que había en el medio: esas películas fabricadas para pasearse por los festivales. No siempre acertamos, no siempre tuvimos el coraje necesario para rechazar obras dudosas y deshonestas. Y fuimos (naturalmente) concesivos con el cine argentino. Pero, de algún modo, conseguimos que las películas dialogaran un poco, que el festival fuera estimulante a partir de la selección de las películas y su relación entre sí. O, al menos, eso me gustaría creer. Si una peculiaridad tiene la programación de un festival es que no deja huellas tangibles. Todo se desvanece una vez producido y tampoco ayuda demasiado hacerle la autopsia a un catálogo: con los años, muchas películas se vuelven desconocidas y tampoco es posible detectar las omisiones de los programadores ni las razones de algunas presencias y ausencias.

 

Pero creo que todo cambió mucho desde 2004 hasta la fecha. En estos años, la tecnología digital hizo posible otro modo de circulación de las películas. A las descargas de Internet legales e ilegales se sumaron profusos lanzamientos en DVD que permiten recuperar la obra de cineastas más o menos inhallables. Los festivales han perdido un poco de carisma porque han dejado de ser el corazón casi excluyente de la cultura cinéfila. Acabo de leer un twit que dice así: «¡Van a editar en Blu-ray Bakumatsu taiyôden (1957), de Yûzô Kawashima! ¡Una de las obras maestras ocultas del cine japonés!». No sé de qué habla este buen hombre, pero en 2001 no existía Twitter, no había Blu-ray, no había tantas películas disponibles ni circulaban como para que alguien hiciera semejante afirmación. Con estos cambios, la cantidad de expertos en todo el cine mundial se va multiplicando de manera apreciable, y los festivales pierden poder y atractivo simbólico. Es menos habitual que hace algunos años encontrarse con grandes sorpresas. Y estas empiezan a estar de algún modo aisladas. Daré algunos ejemplos. Recuerdo haber visto en el Bafici de hace pocos años (después de mi época) una retrospectiva de Pere Portabella, cineasta al que pocos conocían, aun en España. Casi por casualidad, los que quedamos deslumbrados por la primera película exhibida terminamos arrastrando espectadores a las siguientes. Pero, no sé con qué cine actual dialoga el de Portabella, que es en realidad muy actual. Otro caso fue el de la excepcional Mafrouza (Emmanuelle Demoris, 2007) que me tocó premiar como jurado en Locarno en 2010. Esa película anticipaba de algún modo la rebelión en Egipto, o más bien hacía ver cuál era su caldo de cultivo. Nadie pensó en esa película en términos históricos, ni parecían evidentes su importancia ni la profundidad de su perspectiva. Mafrouza no dialoga con el “cine político” que hoy se hace, tan cargado de certezas y evidencias como hace cincuenta años. Es otra película aislada, que circuló por los festivales con grandes dificultades y no encontró allí un público. Un tercer ejemplo es el de Júlio Bressane, uno de los cineastas más atípicos del cine mundial, alguien cuyo proyecto estético parece a contramano de todo lo que se hace. Vi el primer Bressane en Turín en 2003 (Dias de Nietzsche em Turin [Júlio Bressane, 2001], justamente). No la entendí. Años más tarde, en 2010, me topé con Bressane y algunas de sus películas en Valdivia. Allí empecé a entender que estaba frente a un director no solo muy valioso sino único. Este año se anuncia una retrospectiva de Bressane en el Bafici. Tal vez deslumbre a algunos espectadores y eso será suficiente recompensa para el esfuerzo del festival. Pero no me parece que Bressane haga juego con el cine que se ve en los festivales de hoy ni que, en el fondo, haya demasiados críticos interesados en dedicarle la atención que merece. Aunque siempre hay un alumno que quiere hacer una tesis de doctorado sobre un tema poco conocido.

 

La razón principal para el aislamiento que observo en estos casos es, a mi juicio, que se ha conformado un paradigma del cine de festivales, un paradigma que unifica al mismo tiempo que excluye, que agrupa un par de tendencias bastante recientes en el cine contemporáneo: por un lado, prolifera la búsqueda de jóvenes talentos, cuyas películas están supervisadas por los fondos de ayuda que las coproducen. Son películas muy apoyadas en el guión, muy calculadas en su prolijidad, sus efectos y su color folklórico. Por el otro, están los nuevos maestros, los de la generación surgida en los últimos años, cada vez más cercana a ciertos formatos de las artes plásticas, con sus instalaciones, sus proyectos comisionados por museos. A esa mezcla se agregan películas para grandes premios. En Cannes puede ganar tanto un cineasta pesado y académico como Haneke como un innovador ligero e inspirado como Apichatpong Weerasethakul, aunque en el fondo no hay una gran diferencia en que gane uno u otro, ya que son parte del establishment, del glamour. Y es que cada vez hay más películas pero, paradójicamente, la invisibilidad de la gran mayoría se acentúa. Los festivales y sus parientes, las cinematecas, son cada vez más profesionales, los críticos cada vez más conocedores del cine, pero este reverbera tan solo entre los iniciados, aquellos capaces de manejar un volumen de información enorme.

 

Termino hablando de Godard y de Jonas Mekas. ¿De quién puede uno hablar cuando se tocan estos temas? Mekas siempre defendió las pequeñas formas del cine, las películas hechas para los amigos y por fuera de la historia del arte. Esas películas, decididamente, no están en los festivales y, hasta que no lo estén, el cine se perderá en la frivolidad de su enorme aparato, un aparato no solo industrial, sino también mediático y académico, que sólo los profesionales pueden decodificar y usufructuar. Las películas hechas por personas a las que canta Mekas requieren un público de personas, no de expertos. Godard, por su parte, hablaba del diálogo entre películas, de criticar una película con otra, de la posibilidad de comparar planos, fotogramas y estructuras, algo que la era digital ha puesto al alcance de todos. En tiempos de Henri Langlois, la única manera de hacerlo era pasarse el día en la Cinémathèque y, aun así, se corría el riesgo de producir impresiones más que certezas. Godard habló de comparar películas hace muchos años y nos dio las Historia(s) del cine (Histoire(s) du cinéma,Jean-Luc Godard, 1988-1998), la mayor lección de cine comparado de todos los tiempos. Pero aunque Godard puede haber fundado una disciplina académica, su objetivo nunca fue plantear preguntas que pudieran responder los alumnos en un examen, del tipo: ¿Cuántos planos tienen las películas de Fritz Lang en relación con las de Murnau? ¿Qué compara Godard, entonces? Permítanme dar un último rodeo.

 

Hace unos años, poco antes de su muerte, me encontré en Viena con el crítico y cineasta Jean-André Fieschi y le pregunté por sus años en Cahiers du cinéma, a principio de los 60. Comentamos al pasar una película sobre los Cahiers que hizo Edgardo Cozarinsky y que tiene la particularidad de haber irritado tanto a los cahieristas como a sus enemigos (a Fieschi tampoco le gustaba). En algún momento, aparece allí Fréderic Bonnaud y pronuncia una frase muy simple y concluyente: «Los Cahiers ganaron». Se la recordé a Fieschi y este me contestó: «Si los Cahiers hubiesen ganado, no estaríamos como estamos». Fieschi no se refería a la revista, ni a la crítica de cine, sino al estado del mundo en general. Ahora vuelvo a Godard. Hay en Historia(s) del cine un momento que a mi juicio es tremendamente importante. Aparece Jean-Paul Sartre hablando de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y se le escucha decir: «Ese no es nuestro camino». Historia(s) del cine es, entre otras cosas, una refutación de esa frase. O, dicho de otra manera, un modo de decir que durante cierto período de tiempo, un grupo de jóvenes críticos, luego cineastas, apoyados en el trabajo de un programador loco (Langlois), un intelectual católico (Bazin) y la obra de un puñado de cineastas europeos y americanos, entendió que la philosophie indépassable de notre temps no era el marxismo, sino el cine. Historia(s) del cine es, en mi opinión, la historia de ese momento, el único en el que, en verdad, el cine sirvió de un modo contundente, revolucionario, para mirar más allá del cine. Por lo tanto, la comparación que el cine comparado pudo hacer entonces –y la que Godard, en el fondo, siempre ha hecho– no fue entre películas, sino entre el cine y el mundo. Eso también está faltando.

 

 

 

RESUMEN

Desde su experiencia personal como director artístico del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici), entre 2001 y 2004, el autor comenta los criterios editoriales y la política de programación del festival en aquellos años, según el objetivo de construir una arquitectura, un conjunto de secciones que se complementaran, potenciaran y no adquirieran jerarquías desiguales de modo que el festival no tuviera un centro esperado y una periferia ignorada, sino una diversidad lo más compacta posible. La idea era trazar una programación de “género y vanguardia”, como modo de excluir lo que había en el medio: las películas fabricadas para festivales. Después, se comentan los cambios que desde aquellos años ha originado la tecnología digital en el acceso a las películas, y las tendencias que se han ido creando en los festivales internacionales y entre la crítica. Finalmente, el artículo se centra en las Historia(s) del cine (Histoire(s) du cinéma, 1988-1998) de Jean-Luc Godard, como máximo exponente de cine comparado, y de filosofía o pensamiento sobre la relación entre el cine y el mundo.

 

ABSTRACT

Based on his experience as artistic director of the Buenos Aires International Festival of Independent Film (BAFICI) from 2001 until 2004, Quintín reflects on the editorial criteria and programming politics of the festival during this period. These aimed at creating a series of complementary sections, that would potentiate each other and avoid unbalanced hierarchies, so that the festival didn't turn around an expected centre and an ignored periphery, but was rather organised as a diversity as compact as possible. The core idea of the festival was to showcase 'genre and avant-garde' film, as a way to exclude what was most common in this context: the films produced for the festivals. Furthermore the essay also elaborates on the changes produced by digital access to films over that period, and the ensuing transformations in international festivals and film criticism. Finally, the article focuses on Jean-Luc Godard's Histoire(s) du cinéma (1988–1998), as a perfect example of comparative cinema, and of a philosophy or thought on the relationship between cinema and the world.

 

PALABRAS CLAVE

Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici), festivales de cine, criterios de programación, espectador, cine comparado, nuevo cine argentino, tecnología digital, Júlio Bressane, Jonas Mekas, Histoire(s) du cinéma.

 

KEYWORDS

Buenos Aires International Festival of Independent Film (BAFICI), film festivals, programming criteria, spectator, comparative cinema, new Argentinian cinema, digital technology, Júlio Bressane, Jonas Mekas, Histoire(s) du cinéma.

  

 

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

AIRA, César (2011). Festival. Buenos Aires: Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici).

COZARINSKY, Edgardo (2010). Cinematógrafos. Buenos Aires: Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici).

GODARD, Jean-Luc (1998). Histoire(s) du cinéma. París. Gallimard.

GODARD, Jean-Luc (1979). Les cinémathèques et l’histoire du cinéma. BRENEZ, Nicole (Ed.), Documents (pp. 286-291), París: Éditions du Centre Georges Pompidou.

 

 

 

EDUARDO ANTÍN (QUINTÍN)

Licenciado en Matemáticas de la Universidad de Buenos Aires, donde trabajó como docente e investigador hasta 1984. Crítico de cine, en 1991 colaboró en la fundación de la revista argentina El Amante, que codirigió hasta 2004. Entre 2001 y 2004, dirigió el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici). Columnista permanente del suplemento de cultura del diario Perfil y colaborador de revistas de cine internacionales como Cahiers du cinéma, Sight and Sound y Cinema Scope. Fue también fundador y director de la Asociación de Críticos (FIPRESCI) y profesor de la Universidad del Cine. Ha escrito Luz y sombra en Cannes. Nueve años en el centro del cine contemporáneo (Uqbar, 2010, en coautoría con Flavia de la Fuente), y colaborado en libros colectivos como Movie Mutations: The Changing Face of World Cinephilia (Palgrave Macmillan, 2010), Claire Denis. Fusión fría (Festival de Cine de Gijón, 2005) o Historias extraordinarias. Nuevo cine argentino 1999-2008 (T&B Editores, 2009). Junto a Flavia de la Fuente, dirige el blog La lectora provisoria.

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