SANS SOLEIL / SIN SOL

Chris Marker

OBERTURA / ACTO 1 / ACTO 2 / ACTO 3 / ACTO 4

 

Sin Sol (Sans Soleil, Chris Marker, 1983)

 

OBERTURA

 

La primera imagen de la que me habló fue la de tres niños en un camino, en Islandia, en 1965. Me decía que para él era la imagen de la felicidad, y también que había intentado en numerosas ocasiones asociarla con otras imágenes, pero que nunca había funcionado. Me escribió: “...un día la pondré sola al comienzo de una película, con un largo comienzo negro. Si no se ve la felicidad en esta imagen, al menos se verá la oscuridad”.

 

 

ACTO 1

 

Me escribió: “Regreso de Hokkaido, la isla del norte. Los japoneses ricos y estresados cogen el avión, los otros cogen el ferry. La espera, la inmovilidad, el sueño interrumpido. Todo eso, curiosamente, me devuelve a una guerra pasada o futura: trenes nocturnos, fin de la alarma, refugios atómicos... Pequeños fragmentos de la guerra intercalados en la vida cotidiana”. Él amaba la fragilidad de esos instantes suspendidos, esos recuerdos que no habían servido para nada más que para dejar, justamente, recuerdos. Escribió: “después de algunas vueltas por el mundo, sólo me interesa todavía la banalidad. La he perseguido durante este viaje con la obstinación de un cazador de recompensas.

 

Al alba estaremos en Tokio”.

 

Me escribió desde África. Contraponía el tiempo africano al tiempo europeo, pero también al tiempo asiático. Decía que en el siglo diecinueve la humanidad había arreglado sus cuentas con el espacio, y que la apuesta del siglo veinte era la cohabitación de los tiempos.

 

“A propósito, ¿sabes que hay emús en la Isla de Francia”.

 

Me escribió que en las afueras de Tokio hay un templo consagrado a los gatos. Me gustaría saber decirte la simplicidad, la falta de afectación de esa pareja que vino a depositar al cementerio de los gatos una lata de madera cubierta de caracteres. Así, su gata Tora estará protegida. No, no estaba muerta, solamente desaparecida, pero el día de su muerte nadie sabrá cómo rezar por ella, cómo interceder para que la muerte le llame por su verdadero nombre. Era preciso que vinieran aquí los dos, bajo la lluvia, para cumplir el rito que iba a reparar, en el punto descosido, el tejido del tiempo.

 

Me escribió: “Me he pasado la vida preguntándome sobre la función del recuerdo, que no es lo contrario del olvido, sino más bien su reverso. No recordamos, reescribimos la memoria como se reescribe la historia. ¿Cómo acordarse de la sed?”

 

No le gustaba regodearse con el espectáculo de la miseria, pero en todo lo que quería mostrar de Japón estaban también los excluidos del sistema. “Todo un mundo de vagabundos, de lumpen, de desclasados, de coreanos. Demasiado destruidos por la droga, se emborrachan con cerveza, con leche fermentada. Esta mañana, en Namidabashi, a veinte minutos del esplendor del centro, un tipo se vengaba de la sociedad dirigiendo la circulación en el cruce. El lujo para ellos sería una de esas grandes botellas de sake que se derrama sobre las tumbas el día de los muertos.

 

He pagado mi ronda en el bar de Namidabashi: este tipo de lugar permite la igualdad de la mirada, bajo la cual todo hombre vale lo mismo que otro, y lo sabe.”

 

Me habló del muelle de embarque de la Isla de Fogo, en Cabo Verde. “Desde hace cuánto tiempo están aquí, esperando el barco, pacientes como las piedras, pero dispuestos a saltar. Es un pueblo de transeúntes, de navegadores, de trotamundos. Se han creado a fuerza de mestizajes sobre esas rocas que servían a los portugueses de frontera entre dos colonias. Pueblo de nada, pueblo vacío, pueblo vertical. Francamente, ¿se ha inventado algo más estúpido que decir a la gente, como se enseña en las escuelas de cine, que no miren a la cámara?”

 

Me escribió: “El Sahel no es sólo lo que se muestra cuando es ya demasiado tarde. Es una tierra donde la sequía se mete como el agua en un barco que naufraga. Los animales resucitados durante el carnaval de Bissau se hallarán petrificados cuando una nueva sequía haya trasformado la sabana en desierto. Es el estado de supervivencia que los países ricos han olvidado, con una sola excepción –lo has adivinado- el Japón... Mi perpetuo cambio de rumbo no es una búsqueda de contrastes, es un viaje a los dos polos extremos de la supervivencia”.

 

Me habló de Sei Shônagon, una dama de honor de la princesa Sadako, a principios del siglo once, durante el período de Heian. “¿Nunca sabemos dónde se cuece la historia? Los gobernantes gobernaban, se enfrentaban con estrategias complejas. La verdad no era más que un espacio de intrigas y un juego de inteligencia. Y ese pequeño grupo de ociosos ha dejado en la sensibilidad japonesa una huella más profunda que todas las imprecaciones de la clase política, aprendiendo a obtener de la contemplación de las cosas tenues una especie de confort melancólico. Shônagon tenía la manía de las listas: listas de cosas elegantes, cosas tristes e, incluso, de cosas que no merecía la pena hacer. Un día tuvo la idea de escribir la lista que hacen latir más rápido al corazón. No es un mal criterio, me doy cuenta cuando filmo. Celebro el milagro económico, pero lo que tengo ganas de mostrarte son las fiestas de los barrios”.

 

Me escribió: “Regreso por el camino de Chiba... pienso en la lista de Shônagon, en todas esas cosas que bastaría nombrar para que se acelere el corazón. Solamente nombrar. En nuestro país, un sol no acaba de ser un sol si no destella, una fuente no es una fuente si no es transparente. Aquí, poner adjetivos sería tan de poca educación como dejar a los regalos sus etiquetas con el precio. La poesía japonesa no califica. Hay una manera de decir barco, roca, rocío, rana, cuervo, granizo, garza, crisantemo, que lo contiene todo. La prensa habla estos días de la historia de ese hombre de Nagoya: la mujer que amaba murió el año pasado y él se refugió en su trabajo, a la japonesa, como un loco. Incluso, según parece, hizo un descubrimiento importante en electrónica. Y, después, en el mes de mayo, se suicidó: se dice que no había podido soportar escuchar la palabra primavera.”

 

Me describió sus reencuentros con Tokio. “Como un gato que ha vuelto de vacaciones metido en su cesta y se dedica a inspeccionar sus rincones familiares”. Corría a ver si todo estaba en su sitio, la lechuza de Ginza, la locomotora de Shimbashi, el templo de Renard sobre los grandes almacenes Mitsukoshi, que encontraba invadido por chicas y cantantes de rock. Le informaban que las muchachas eran ahora quienes subían y bajaban a las estrellas, y que los productores temblaban delante de ellas. Le contaban que una mujer desfigurada se quitaba la máscara delante de los transeúntes, y les arañaba si no la encontraban hermosa. Todo le interesaba. Él, que no habría levantado la vista ante un gol de Platini, se apasionaba con la clasificación de Chiyonofuji en el último torneo de sumo. Preguntaba las últimas noticias de la familia imperial, del Príncipe heredero, del gángster mas veterano de Tokio, que aparecía con frecuencia en la televisión para enseñar la bondad a los niños. Esas alegrías simples de la vuelta al país, al hogar, a la casa familiar que él desconocía podían procurárselas doce millones de habitantes anónimos.

 

Me escribió: “Tokio es una ciudad recorrida por trenes, cosida por tendidos eléctricos, que muestra sus venas. Se dice que la tele vuelve a sus habitantes analfabetos. Pero yo no he visto nunca a tanta gente leer en la calle. Quizá no leen más que en la calle, o bien simulan que leen, esos jóvenes... Me presento a Kinokunya, en la librería de Shinjuku. El genio gráfico que ha permitido a los japoneses inventar el cinemascope diez siglos antes que el cine compensa un poco la triste suerte de las heroínas de los cómics, víctimas de guionistas sin corazón y de una censura castradora. A veces, las heroínas se escapan, y se las encuentra por las paredes. Toda la ciudad es un cómic, es el planeta Manga. Cómo no reconocer esta imaginería que va del barroco plastificado al estalinismo obsceno, esos rostros gigantes que pesan sobre la mirada, pues los voyeurs de imágenes son vistos a su vez por imágenes más grandes que ellos.

 

Al llegar la noche, la megalópolis se disgrega en pueblos. Con sus cementerios tradicionales a la sombra de los bancos, sus estaciones y sus templos, cada barrio de Tokio se convierte en una pequeña aldea bucólica que se esconde entre las patas de los rascacielos”.

 

El pequeño bar de Shimjuku le recordaba a esa flauta india cuyo sonido no es audible más que para quien la toca. Habría podido exclamar, como en un film de Godard –o un libro de Shakespeare- , pero ¿de dónde viene esta música? Más tarde, me contaba que había cenado en el restaurante de Nishi–Nippori, donde el señor Yamada practicaba el difícil arte de la action cooking. Me decía que si se observaba bien los gestos de Yamada, y su manera de mezclar los ingredientes, se podía meditar provechosamente sobre las nociones fundamentales comunes a la pintura, filosofía y artes marciales. Pretendía que el señor Yamada era depositario de la esencia del estilo –y aun más porque su oficio era humilde– y que por tanto era él quien debía poner la palabra fin, con su pincel invisible, a esta primera jornada en Tokio.

 

“Me he pasado el día delante de la tele, la caja de sorpresas. He estado en Nara, en compañía de los ciervos sagrados, he hecho una foto sin saber que en el siglo diecisiete Basho había escrito:

 

El sauce contempla al revés

la imagen de la garza .

 

El anuncio publicitario también tiene un aire de haiku para un ojo habituado en ese ámbito a las infamias occidentales. No comprender el idioma aporta un cierto placer. Por un momento he tenido la impresión, un poco alucinatoria de entender el japonés, como M. Fenouillard, pero era una emisión cultural de la NHK sobre Nerval.

 

8 h. 40, Camboya. De Rousseau a los Khemers rojos –¿coincidencia o sentido de la historia?– En Apocalypse Now, Brando pronunciaba allí en el fondo algunas frases definitivas e incomunicables: el horror tiene un nombre y un rostro...Hay que hacer del horror un aliado...

 

Para exorcizar el horror que tiene un nombre y un rostro, hay que darle otro nombre y otro rostro. Las películas de miedo japonesas tienen la belleza simulada de algunos cadáveres. A veces, uno se queda aturdido por tanta crueldad, y busca su origen en esa larga intimidad de los pueblos de Asia con el sufrimiento, que exige incluso que el dolor sea adornado. Y después llega la recompensa: sobre la ruina de los monstruos, la elevación de Natsume Masako. La belleza absoluta tiene también un nombre y un rostro.

 

Pero cuanto más se ve la televisión japonesa más se tiene la sensación de ser visto por ella.

 

Los informativos de televisión son un testimonio incluso de que la función mágica del ojo está en el centro de todas las cosas. Estamos en tiempos de elecciones: los candidatos vencedores pintan de negro el ojo, que quedó vacío, de Daruma, el espíritu benefactor. Los candidatos vencidos llevan dignamente y con despecho su Daruma tuerto.

 

Las imágenes de Europa son las más indescifrables. Veo la imagen de una película cuyo sonido vendrá más tarde: para Polonia, necesité seis meses. Sin embargo, ninguna dificultad con los terremotos locales, pero hay que decir que el de la noche pasada me ayudó a definir el problema. La poesía nace de la inseguridad: judíos errantes, japoneses temblorosos. Viven en una alfombra que la Naturaleza caprichosa puede estirar en cualquier momento bajo sus pies. Se han acostumbrado a vivir en un mundo de apariencias frágiles, fugaces, revocables: trenes que vuelan de planeta en planeta, samuráis que luchan en un pasado inmutable: esto se llama la inestabilidad de las cosas.

 

He visto toda la programación, hasta las emisiones de la noche, esas que llaman para adultos. La misma hipocresía que en los cómics, pero es una hipocresía codificada. La censura no es la mutilación del espectáculo; es el espectáculo. El código es el mensaje. Designa lo absoluto escondiéndolo: es lo que siempre han hecho las religiones”.

 

Este año, un nuevo rostro ha aparecido entre los grandes rostros se anuncian en las calles de Tokio: el del Papa. Tesoros que jamás habían salido del Vaticano, fueron expuestos en el séptimo piso de los grandes almacenes Sogo. Me escribió: “ la curiosidad, desde luego, es como un gran destello de espionaje industrial en el ojo –me los puedo imaginar inventando cada dos años una versión menos costosa y más exquisita del catolicismo–. Pero esa curiosidad es también la fascinación que se dedica a lo sagrado, incluso al de los extranjeros.          

 

¿Para cuándo la exposición de imágenes sagradas japonesas en el tercer piso de la Samaritaine, como se ve en Josankei, en la Isla de Hokkaido? En este espacio –que es a la vez un museo, una capilla y un sex-shop– lo primero que se hace es sonreír. Como siempre, admiramos en Japón que los tabiques sean tan delgados entre estos espacios como para que se pueda, al mismo tiempo, contemplar una escultura, comprar una muñeca hinchable y ofrecer, a la diosa de la fecundidad, la moneda con la que siempre se la representa. La franqueza de estas representaciones haría incomprensible las imágenes de la televisión, si ésta no dijera al mismo tiempo que el sexo no es visible más que si está separado del cuerpo. Quisiéramos creer en un mundo anterior al pecado, inaccesible a las complicaciones de un puritanismo cuyo simulacro ha sido impuesto por la ocupación americana, donde las gentes que se juntan riendo alrededor de la fuente del deseo que la mujer roza con un gesto amistoso participan de la misma inocencia cósmica. La otra parte del museo, con sus parejas de animales disecados, sería el paraíso terrestre como siempre lo habíamos soñado. O quizás no es tan seguro. La inocencia animal es posiblemente una astucia para esquivar la censura, puede ser también el espejo de una reconciliación imposible, incluso sin pecado original. Ese paraíso terrestre puede ser un paraíso perdido. Bajo el brillante esplendor de los plácidos animales de Josankei, yo veo el desgarro básico de la sociedad japonesa, el que separa las mujeres de los hombres. En la vida, no parece manifestarse más que de dos maneras: el crimen sanguinario y una discreta melancolía, próxima a la de Shônagon, que el japonés expresa con una sola palabra, por otra parte intraducible.... Ese sometimiento del hombre al animal, contra el que fustigaban los padres de la Iglesia se convierte aquí en el desafío de los animales a la impresión dolorosa de las cosas,a una melancolía cuya cualidad no te puedo expresar más que copiando estas líneas de Samura Koichi: ¿quién ha dicho que el tiempo vence a todas las heridas? Mejor sería decir que el tiempo vence a todas las cosas, excepto a las heridas. Con el tiempo, la herida de la separación pierde sus contornos reales. Con el tiempo, el cuerpo deseado ya no lo será más, y si el cuerpo deseado ha dejado de ser para el otro, lo que queda es una herida sin cuerpo”.

 

Me escribió que el secreto japonés, esa impresión dolorosa de las cosas de la que hablaba Lévi-Strauss, supone la facultad de comunicarse con las cosas, de entrar en ellas, de ser ellas por un instante. Era lógico que a su vez ellas fuesen, como nosotros, perecederas e inmortales. Me escribió: “el animismo es una noción familiar en África, menos frecuente en Japón. ¿cómo llamar a esa creencia difusa según la cual cualquier fragmento de la Creación tiene su correlato invisible? Cuando se construye una oficina o un rascacielos, se comienza por apaciguar al dios propietario de ese terreno con una ceremonia. Hay una ceremonia para los pinceles, para los ábacos e incluso para los alfileres oxidados. Hay también una para el reposo del alma de las muñecas rotas. Se acumulan las muñecas en el templo de Kiyomizu, consagrado a Kannon, la diosa de la compasión, nuestro Kwan-Yin, y se las quema en público.

 

He observado a los participantes. Pienso que los que asistían a la partida de los kamikazes tenían la misma cara”.

 

Me escribió que sobre las imágenes de Guinea-Bissau habría que poner una música de Cabo Verde. Sería nuestra contribución a la unidad soñada por Amílcar Cabral.

 

“¿Por qué un país tan pequeño y tan pobre interesaba al resto del mundo? Hicieron lo que pudieron. Se liberaron, expulsaron a los portugueses, traumatizaron al ejército portugués hasta el punto de desencadenar en él el movimiento que derrocó la dictadura, e hicieron creer por un momento en una nueva revolución en Europa...¿Quién se acuerda de todo esto? La historia arroja sus botellas vacías por la ventana.

 

Esta mañana he estado en el muelle de Pidjiguti, donde todo comenzó en 1959, cuando cayeron los primeros muertos de la lucha. Tan difícil es reconocer África a través de esa niebla plúmbea como reconocer la batalla en esa actividad un tanto lúgubre de los cargadores tropicales. Se ha atribuido a todos los líderes del tercer mundo la misma réplica en ese día después a la independencia: “ahora comienzan los verdaderos problemas”. Cabral no tuvo tiempo de pronunciarla, le asesinaron antes, pero los problemas comenzaron y continúan, y continuarán. Problemas poco excitantes para el romanticismo revolucionario: trabajar, producir, distribuir, sobrellevar el agotamiento tras la guerra, las tentaciones del poder y los privilegios... Pero ¿y qué? La historia no es amarga más que para quienes la esperan azucarada.

 

Mi problema personal era algo más concreto: cómo filmar a las mujeres de Bissau. Aparentemente, la función mágica del ojo jugaba aquí en contra de mí. Es en los mercados de Bissau y Cabo Verde donde he encontrado la igualdad de la mirada. Esta procesión de rostros tan próximas al ritual de la seducción: yo la veo –ella me ha visto– sabe que yo la veo– me ofrece su mirada, pero justo en el ángulo en donde todavía es posible simular que no se dirige a mí –y para terminar, la verdadera mirada, de frente, que ha durado cuatro centésimas de segundo, el tiempo de una imagen.

 

Todas las mujeres guardan un resto de invulnerabilidad, y el trabajo de los hombres siempre ha sido intentar que ellas se den cuenta lo más tarde posible de esto. Los hombres africanos están tan dotados como los demás para este ejercicio, pero mirando bien a las mujeres africanas yo no apostaría por ellos”.

 

 

ACTO 2

 

Me contó la historia del perro Hachiko: un perro que esperaba todos los días a su dueño en la estación. El dueño murió, pero el perro no lo sabía y continuó esperándole toda su vida. Las gentes, emocionadas, le llevan comida. Después de su muerte, le hicieron una estatua, delante de la cual se siguen depositando sushis y galletas de arroz, para que el alma fiel de Hachiko nunca pase hambre.

 

Tokio está repleta de pequeñas leyendas y de animales mediadores. El león de Mitsukoshi hace guardia en los dominios del señor Okada, gran amante de la pintura francesa, el hombre que alquiló el castillo de Versalles para celebrar el centenario de sus grandes almacenes. Allá vi, en el departamento de ordenadores, a los jóvenes japoneses trabajar los músculos del cerebro como los jóvenes atenienses en la palestra. Tienen una guerra que ganar. Los libros de la historia del futuro quizá pondrán la batalla de los circuitos integrados en el mismo plano que Salamina o Azincourt. A riesgo de honrar al desafortunado adversario cediéndole otros terrenos. La moda masculina de esta temporada está bajo el signo de John Kennedy”.

 

Como una vieja tortuga satisfecha situada en un rincón del campo, todos los días observaba al señor Akao, el presidente del partido patriótico japonés predicar desde lo alto de su balcón contra el complot comunista internacional. Me escribió: “los coches de la extrema derecha, con sus banderas y sus megáfonos, forman parte del paisaje de Tokio, el señor Akao es su punto central. Creo que tendrá su estatua, como el perro Hachiko, en ese cruce del cual solo se aparta para ir a profetizar a los campos de batalla. Estuvo en Narita en los años sesenta. Los campesinos luchaban contra la instalación del aeropuerto en sus tierras, y el señor Akao denunciaba la mano de Moscú detrás de todo lo que se movía... Yurakucho es el espacio político de Tokio, donde en otro tiempo vi a un bonzo rezar por la paz en Vietnam. Hoy, jóvenes activistas de derecha protestan contra la adhesión de las islas del norte por los rusos. A veces, se dicen a sí mismos que las relaciones comerciales del Japón con el abominable ocupante del norte son mil veces mejores que con el aliado americano, que apela sin cesar a la agresión económica... Nada es sencillo.

 

En la otra acera, la izquierda toma la palabra. El opositor católico coreano Kim Dae Yung, secuestrado en Tokio en el 73 por la gestapo surcoreana, está pendiente de una condena de muerte. Un grupo ha comenzado una huelga de hambre, y militantes muy jóvenes intentan recoger firmas en su apoyo.

 

He regresado a Narita para el aniversario de una víctima de la lucha. Una manifestación irreal, con la impresión de estar interpretándose Brigadoon, de despertarme diez años después entre los mismos actores, con las mismas langostas azules de la policía, los mismos adolescentes con casco, los mismos eslóganes, las mismas banderolas, el mismo objetivo: luchar contra el aeropuerto. Sólo una cosa se ha añadido: el aeropuerto, precisamente. Pero con su pista única y las alambradas que lo rodean, parece más asediado que victorioso.

 

Mi compañero Hayao Yamaneko ha encontrado una solución: si las imágenes del presente no cambian, cambiemos las imágenes del pasado. Me ha enseñado las barricadas de los sesenta tratadas por un sintetizador. Dice, con la convicción de los fanáticos, que son imágenes menos mentirosas que aquellas que veo en la televisión. Al menos se presentan como lo que son, imágenes, y no como la forma transportable y compacta de una realidad ya inaccesible.

 

Hayao denomina al mundo de su máquina “la Zona”, en homenaje a Tarkovsky.

 

De Narita me envió un fragmento intacto, como un holograma roto. Era la imagen de la generación de los sesenta. Si querer sin ilusión es todavía querer, puedo decir que la he amado. A veces, me irritaba. No compartía la utopía de unir en la misma lucha a los que se sublevan contra la miseria y a los que se sublevan contra la riqueza, pero esa generación lanzó el grito primordial que otras voces mejor preparadas no se atrevieron a dar. En Narita reencontré a campesinos que se habían conocido en la lucha. Al concretarse, fracasó. Pero al mismo tiempo, todo lo que habían ganado en su apertura al mundo, en el conocimiento de sí mismos, solamente se lo podía haber aportado la lucha.

 

En cuanto a los estudiantes, los hay que acabaron masacrándose entre ellos en la montañas, en nombre de la pureza revolucionaria. Otros estudiaron tan exhaustivamente el capitalismo para combatirlo que hoy en día forman sus mejores equipos de ejecutivos. El Movimiento ha tenido, como en todas partes, sus histriones y sus arribistas, incluyendo también a los arribistas del martirio, pero ha apartado a todo los que decían, con el Che Guevara, que temblarían de indignación cada vez que una injusticia se cometiese en el mundo. Querían dar un sentido político a su generosidad, y su generosidad habrá tenido una vida más larga que su política. Por eso nunca dejaré que se diga que los veinte años no son la mejor edad de la vida.

 

La juventud que se junta todos los fines de semana en Shinyuku sabe que no está sobre una rampa de lanzamiento hacia una nueva vida: ella misma es la vida, para consumirla rápidamente, como las grosellas. Es un secreto muy simple, los viejos intentan ocultarlo y los jóvenes lo desconocen. La muchacha de diez años que ha tirado a su compañera desde lo alto del piso trece, después de haberle atado las manos, porque había hablado mal de su clase, no había descubierto ese secreto. Los padres que reclaman líneas telefónicas especiales para prevenir los suicidios de niños, se dan cuenta, un poco tarde, de que lo habían escondido muy bien. El rock es un lenguaje internacional para propagar el secreto. En Tokio, hay otro muy particular.

 

Para los Takenoko, veinte años es la edad de la jubilación. Son bebés marcianos. Todos los domingos voy a verlos bailar al parque de Yoyogi. Intentan hacerse notar, pero disimulan que les gusta sentirse observados. Viven en un tiempo paralelo, tras el cristal invisible de un acuario que los separa de la gente, a la que atraen. Y yo puedo pasar una tarde entera contemplando a la pequeña Takenoko, que aprende, sin duda por primera vez, las costumbres de su planeta.

 

Aparte de eso, tienen placas de identificación. Funcionan a golpe de silbato, la mafia les explota y, con la excepción de un solo grupo compuesto de chicas, es siempre un chico el que manda”.

 

Un día me escribió: “Descripción de un sueño... Cada vez más a menudo el decorado de mis sueños son los grandes almacenes de Tokio, las galerías subterráneas que los prolongan y que duplican la ciudad. Un rostro aparece y desaparece. Una huella se encuentra y se pierde. Todas las imágenes del sueño están tan en su sitio que al día siguiente, cuando me despierto, me doy cuenta que sigo buscando en el laberinto subterráneo la presencia oculta de la noche anterior. Bastaría quizá con descolgar uno de esos teléfonos que circulan por todas partes para escuchar una voz familiar, o un corazón que late, como al final de Los visitantes de la noche o el de Sei Shônagon, por ejemplo. Todas las galerías conducen a estaciones, las mismas compañías poseen los grandes almacenes y las líneas ferroviarias, que llevan su nombre. Keio, Odakyu, nombres de puertos. El tren, repleto de dormilones, une todos los fragmentos del sueño, y hace una sola película, la película absoluta. Los tickets de la máquina expedidora se trasforman en entradas para ella”.

 

Me habló de la luz de enero sobre las escaleras de las estaciones. Me decía que esa ciudad debía descifrarse como una partitura. Uno podía perderse en las masas orquestales y en las acumulaciones de detalles, y eso daba una imagen vulgar de Tokio: superpoblada, megalómana, inhumana. Creía percibir ciclos más tenues, ritmos, pequeños grupos de rostros atrapados al pasar, tan diferentes y precisos como las teclas de un instrumento. Y algunas veces la comparación musical coincidía con la realidad a secas. La escalera Sony, en Ginza, era ella misma un instrumento musical: cada peldaño, una nota. Todo ello encajaba como las voces de una fuga un tanto complicada, pero bastaba con tomar una y no abandonarla: por ejemplo, la de las pantallas de televisión. Dibujaban un itinerario que a veces se volvía a cerrar en bucles inesperados. Era temporada de sumo, y los que seguían los combates en las salas más chic de Ginza eran justamente los más pobres de Tokio, tan pobres que no tenían televisor. Allí se concentraban los pobres de Namidabashi, con los que había bebido sake en un amanecer soleado, ¿hacía ya cuántas temporadas?

 

Me escribió: “Hasta en el fondo de los mercadillos de composiciones electrónicas donde los extravagantes hacen virguerías hay –en la partitura de Tokio– un pentagrama particular cuya inexistencia en Europa me condena a un exilio sonoro: es la música de los juegos de vídeo. Están instalados en las mesas, se puede beber y comer sin parar de jugar. Están abiertos en la calle: se puede jugar de memoria con sólo escucharles.

 

He visto nacer todos esos juegos en Japón. Luego los visto en el mundo entero, con una pequeña variante: al principio, era un juego conocido, una especie de batería antiecológica en la que se trataba de apalear, en cuanto asomaban, a criaturas que aún no se decir si son coipos o crías de foco. Ahora, he aquí la variante japonesa: en lugar de los animales, cabezas humanas identificadas por una etiqueta. En la cima, el presidente director general. Delante de él, el vicepresidente y los subdirectores. En primera línea, los jefes de sección y los jefes de personal. El hombre que filmé, y que machacaba la jerarquía con una energía tan envidiable, me confesó que el juego para él no era alegórico en absoluto. Pensaba muy concretamente en sus superiores. Sin duda por eso la marioneta del jefe de personal, tan continuamente maltratada, está ahora fuera de servicio, y ha sido necesario reemplazarla por una cría de foca.

 

Hayao Yamaneko inventa juegos de video con su máquina. Para complacerme ha incluido mis animales familiares, el gato y la lechuza.

 

Pretende que la memoria electrónica es la única que puede tratar el sentimiento, la memoria y la imaginación. El Arsenio Lupin de Mizoguchi, por ejemplo, o los nombres menos imaginarios burakumin. ¿Cómo pretender representar una categoría de japonés que no existe? Sí, allá están, yo los he visto en Osaka vivir al día y dormir en el suelo. Fueron encomendados, desde la Edad Media, a las tareas más ingratas y más indignas, pero desde la era Meiji nadie los conoce oficialmente por su verdadero nombre, los etas. Es una palabra tabú, impronunciable. Son las no-personas. ¿Cómo mostrarlos sino bajo la forma de las no-imágenes?

 

Los juegos de video son la primera fase del plan de asistencia de las máquinas a la especie humana, el único plan que le ofrece a la inteligencia un porvenir. Por el momento, la indispensable filosofía de nuestro tiempo está contenida en el Pacman. No sabía que, sacrificando todas mis monedas de 100 yenes a éste, iba a conquistar el mundo. Quizá porque es la metáfora gráfica más perfecta de la condición humana. Representa, en su justa dosis, las relaciones de fuerza entre el individuo y su entorno, y nos anuncia sobriamente que, si hay algún honor en librar el mayor número de asaltos victoriosos, a fin de cuentas eso siempre termina mal”.                          

 

Le gustó que los mismos crisantemos se utilizaran para los entierros de los hombres y los animales. Me describió la ceremonia en memoria de los animales muertos durante el año en el zoo de Ueno. “Dos años seguidos dedicando ese día de luto a la muerte de un panda, más irreparable, según los periódicos contemporáneos, que la del primer ministro. El año pasado, la gente lloraba de verdad. Ahora ya han aceptado que la muerte se llevará un panda todos los años, tal y como hacen los dragones de los cuentos con las jovencitas. Oí esta frase: “El tabique que separa la vida de la muerte no nos parece tan grueso como a un occidental”. Lo que he leído más a menudo en los ojos de los que iban a morir era la sorpresa. Lo que ahora leo en los ojos de los niños japoneses es la curiosidad. Como si intentaran, para comprender la muerte de un animal, ver a través del tabique”.

 

 

ACTO 3

 

“Vengo de un país donde la muerte no es un tabique que hay que atravesar sino un camino a seguir. El gran ancestro del archipiélago de las Bijagos nos ha descrito el itinerario de los muertos y cómo se desplazan de isla en isla siguiendo un riguroso protocolo hasta la última playa, donde esperarán el barco hacia el otro mundo. Si alguien se los encuentra, sobre todo no hay que identificarlos.

 

Las Bijagos forman parte de Guinea-Bissau. En un antiguo documento, Amílcar Cabral se despedía de los suyos. Tenía razón, no los volvería a ver. Luiz Cabral hizo el mismo gesto quince años después en la piragua en la que iba. En esa época, Guinea se convirtió en nación. Luiz era el presidente. Todos los que se acuerdan de la guerra se acuerdan de él. Era el hermano de Amílcar, nacido igual que él de una mezcla de sangre guineana y caboverdiana y miembro fundador de un partido fuera de lo común, el PAIGC que, uniendo dos países colonizados en un solo movimiento de lucha quería prefigurar la federación de los dos estados. He oído historias de viejos guerrilleros que lucharon en condiciones tan inhumanas que compadecían a los soldados portugueses por haber tenido que sufrir lo mismo que sufrían ellos. Eso sí lo oí junto a muchas otras cosas, y da vergüenza haber utilizado tan a la ligera, aunque fuera una sola vez o inconscientemente, la palabra “guerrilla” para designar cierto modo de hacer películas. Una palabra que estaba relacionada con muchos debates teóricos y con terribles derrotas sobre el terreno. Amílcar Cabral es el único que condujo una guerrilla a la victoria, y no sólo en términos militares. Conocía a su pueblo, lo estudió durante mucho tiempo. Quería que una región liberada fuera la precursora de una sociedad diferente. Los países socialistas envían armas a los combatientes. Las socialdemocracias llenan las tiendas del pueblo. Y que la extrema izquierda perdone a la historia pero si la guerrilla es como un pez en el agua en parte es gracias a Suecia. Amílcar no tiene miedo de lo ambiguo y conoce las trampas. Escribió: “Se dirá que estamos delante de un gran río de olas y de tormentas, con gente que intenta cruzarlo y se ahoga, pero no tienen otra salida, tienen que cruzarlo…”.

 

Ahora la escena se transporta a Casaca, el 17 de febrero de 1980, pero para entenderla bien hay que avanzar en el tiempo. Dentro de un año Luiz Cabral, el presidente, estará en prisión, y el hombre a quien acaba de condecorar y que está llorando, el comandante Nino, habrá tomado el poder. El partido habrá explotado, guineanos y caboverdianos lucharán por la herencia de Amílcar. Aprenderemos que tras esa fiesta de entrega de grados que, para los visitantes, perpetúa la fraternidad de la lucha, se escondía todo el resentimiento del día después de la victoria, y que las lágrimas de Nino no representaban la emoción del viejo guerrillero, sino el orgullo herido del héroe al que no se considera más distinguido que al resto. Y tras cada rostro, una memoria. Y donde nos quieren hacer creer que se ha forjado una memoria colectiva, hay millones de memorias humanas que pasean su fisura personal dentro de la gran fisura de la historia. A su vez, en el Portugal sublevado por la división de Bissau, Miguel Torga, que luchó toda su vida contra la dictadura, escribió “Cada protagonista sólo se representa a él mismo. En vez de una modificación del panorama social, sólo busca, en el acto revolucionario, la sublimación de su propia imagen”. Es así como, generalmente, caen los revolucionarios, y de un modo tan previsible que hay que creer en una especie de amnesia del futuro que la historia distribuye, por misericordia o intencionadamente, a aquellos a los que recluta. Amílcar, asesinado por los miembros de su propio partido, las legiones liberadas, bajo dominio de pequeños tiranos sanguinarios, que su vez serán liquidados por un poder central cuya estabilidad todo el mundo celebrará hasta el golpe de estado. Es así como avanza la historia, tapando la memoria como se tapan las orejas. Luiz, exiliado en Cuba, y Nino descubriendo a su vez complots contra él, podrán citarse recíprocamente a comparecer ante ella. La historia no entiende nada. Sólo tiene un aliado, aquel del que habla Brando en Apocalypse now, el horror, que tiene un nombre y un rostro.

 

Os escribo todo esto desde otro mundo, un mundo de apariencias. En cierto modo, los dos mundos se comunican. La memoria es para uno lo que la historia es para el otro. Una imposibilidad. Las leyendas nacen de la necesidad de descifrar lo indescifrable. Las memorias tienen que conformarse con su delirio, con su deriva. Un instante parado se quemaría igual que una película delante del proyector. La locura protege, igual que la fiebre. Envidio a Hayao y su Zona. Juega con los símbolos de su memoria, los atrapa y los decora como insectos que echan a volar en el tiempo y a los que puede contemplar desde el exterior del tiempo, la única eternidad que nos queda. Observo sus máquinas, pienso en un mundo donde cada memoria cree su propia leyenda”.

 

Me escribió que sólo una película habla de la memoria imposible, de la memoria loca, una película de Hitchcock: “Vértigo”. En la espiral de los títulos de crédito vio al tiempo cubrir un campo que se hacía más amplio a medida que se alejaba, un ciclón cuyo momento presente contiene, inmóvil, el ojo. En San Francisco hizo el peregrinaje a todos los sitios del rodaje. La floristería Podestá Baldocchi, desde donde James Stewart espiaba a Kim Novak. Él era el cazador, ella la presa, ¿o era al revés? Las baldosas no habían cambiado. Recorrió en coche todas las colinas de San Francisco por las que James Stewart, Scottie, siguió a Kim Novak, Madeleine. Parece ser una cuestión de vigilancia, de enigma, de asesinato, pero en verdad es una cuestión de poder y de libertad, de melancolía y de vértigo, tan cuidadosamente codificados en el interior de la espiral que nos podemos equivocar y no descubrir que ese vértigo del espacio es en realidad el vértigo del tiempo. Siguió todas las pistas hasta el cementerio de la Misión Dolores donde Madeleine rezaba ante la tumba de una mujer muerta desde hacía tiempo y que seguramente no conocía. Siguió a Madeleine, igual que hizo Scottie, hasta el museo de la Legión de Honor frente al retrato de una mujer muerta que seguramente no conocía. Y en el retrato, como en la cabellera de Madeleine, la espiral del Tiempo.

 

El pequeño hotel victoriano en donde Madeleine desapareció también había desaparecido. El hormigón lo había reemplazado, en la esquina de Hedí y Gough. En cambio, el corte de la secuoya aún estaba en el parque. Allí Madeleine señaló la corta distancia entre dos de las líneas concéntricas que miden la edad del árbol y dijo “Aquí nací y aquí morí”. Se acordó de otra película donde se citaba este mismo pasaje. La secuoya era la del Jardín des Plantes, en París, y la mano apuntaba a un punto fuera del árbol, en el exterior del Tiempo.

 

El ojo del caballo pintado de San Juan Bautista se parecía al de Madeleine. Hitchcock no había inventado nada, todo estaba allí. Corrió bajo los arcos del pasillo de la Misión igual que Madeleine corrió hacia su muerte, ¿pero era ésta la suya? Desde esa torre falsa, que es la única cosa que Hitchcock añadió, imaginaba a Scottie “volviéndose loco de amor” por la posibilidad de vivir con la memoria si no era falseándola, inventando una doble de Madeleine en otra dimensión del Tiempo, una Zona sólo para él, desde donde podría descifrar la indescifrable historia que había comenzado en el Golden Gate al sacar a Madeleine de la bahía de San Francisco cuando la salvó de la muerte antes de volver a empujarla a ella ¿o era al revés?

 

“En San Francisco hice el peregrinaje de una película que había visto 19 veces. En Islandia puse la primera piedra de una película imaginaria. Allí, aquel verano, encontré a tres niños en una carretera y un volcán que salía del mar. Otro golpe del Gran Arquitecto. Antes de ir a la luna, los astronautas americanos se entrenaron en este rincón de la tierra que se le parece. Allí, en seguida vi un decorado de ciencia-ficción, el paisaje de otro planeta, o quizá no, quizá lo sea del nuestro para alguien de un planeta muy lejano. Lo imagino avanzando por esta tierra volcánica que se pega a la suela de los zapatos con la pesadez de un buzo. De golpe, tropieza, y el siguiente paso lo da un año después por un pequeño sendero cerca de la frontera holandesa, a lo largo de una reserva de aves acuáticas.

 

He aquí un punto de partida. ¿Por qué este salto en el tiempo, esta conexión de recuerdos? Justamente él no lo puede entender. No viene de otro planeta, viene de nuestro futuro. 4001, la era en que el cerebro humano alcanza su grado máximo de empleo. Todo funciona a la perfección, todo lo que dejamos dormir, incluida la memoria. Consecuencia lógica, una memoria total es una memoria anestesiada. Después de muchas historias de hombres que perdieron la memoria, aquí hay una de un hombre que ha perdido el olvido y que, por una rareza de su naturaleza, en lugar de estar orgulloso y despreciar la humanidad del pasado y sus tinieblas, es atrapado por ella por curiosidad y luego por compasión. En el mundo del que viene, evocar un recuerdo, emocionarse ante un retrato, temblar al escuchar música, no pueden ser más que signos de una prehistoria larga y dolorosa. Él quiere entender. Siente que estas imperfecciones del Tiempo son una injusticia, y frente a esta injusticia reacciona como el Che, como los jóvenes de los ´60, con indignación. Es un tercermundista del tiempo; la idea de que la desgracia haya existido en el pasado de su planeta es para él tan insoportable como lo es para ellos la existencia de la miseria en su presente.

 

Naturalmente fracasará, la desgracia que descubre le es tan inaccesible como imaginable es la miseria de un país pobre para los niños de un país rico. Ha escogido renunciar a sus privilegios, pero no puede hacer nada contra el privilegio de haber escogido. Su único viático es lo que le ha lanzado a esta absurda búsqueda, un ciclo de melodías de Mussorgski. Aún se cantan en el siglo 40. Han perdido el sentido, pero es allí donde por primera vez ha percibido la presencia de eso que no comprende, que tiene que ver con la desgracia y la memoria, que tiene que intentar comprender a cualquier precio y hacia la cual, con la pesadez de un buzo, se ha puesto en marcha.

 

Seguramente nunca haré esta película. Sin embargo reúno los decorados, invento los diálogos, preparo mis criaturas favoritas, incluso le pongo un título, justamente el de las melodías de Mussorgski: “Sin Sol”.

 

El 15 de mayo de 1845, a las siete de la mañana el regimiento de infantería americana asalta una colina de Okinawa rebautizada como Dick Hill. Supongo que creyeron estar conquistando tierras japonesas y que no sabían nada sobre la civilización Ryukyu. Yo tampoco sabía nada de ella, sólo que los rostros de las mujeres del mercado de Itoman me hablaban más de Gauguin que de Utamaro. Durante siglos de etérea sumisión, el tiempo no había pasado en el archipiélago y luego llegó la ruptura. ¿Es una propiedad de las islas depositar en las mujeres su memoria? Aprendí que igual que en Bijagos el saber mágico se transmite a través de las mujeres; cada comunidad tiene una sacerdotisa, la noro, que preside todos los rituales, excepto los entierros. Los japoneses defendieron la posición paso a paso, al final del día las dos semisecciones reformadas de la compañía L, sólo habían avanzado hasta media colina. Una colina parecida a ésta, por la que yo seguía a un grupo de aldeanos que iba a la ceremonia de purificación. La noro se comunica con los dioses del mar, de la lluvia, de la tierra, del fuego, les habla como a familiares a los que no les ha ido nada mal. Todos se inclinan ante la diosa-hermana reflejo, en el absoluto, de una relación privilegiada entre el hermano y la hermana. Incluso después de la muerta, la hermana predomina espiritualmente. Al alba los americanos se retiraron. Aún se necesitó más de un mes de lucha para que la isla se rindiera y cayera en el mundo moderno. 27 años de ocupación americana, el restablecimiento de una discutida soberanía japonesa a dos kilómetros de las boleras y las estaciones de servicio, la noro continúa dialogando con los dioses. Después de ella, el diálogo terminará. Los hermanos ya no sabrán que su hermana muerta cuida de ellos.

 

Al final de esta ceremonia, sabía que estaba asistiendo al final de algo. Las culturas mágicas que desaparecen dejan huellas en las que les suceden. Esta no dejará ninguna. La ruptura de la historia fue demasiado violenta. Me encontré esta ruptura en la cima de la colina, como también la encontré en el fondo de la fosa donde en 1945 200 chicas se habían suicidado con granadas para no caer vivas en manos de los norteamericanos. La gente se hace fotos delante de la fosa. Enfrente se venden mecheros de recuerdo, con forma de granada.

 

En la máquina de Hayao la guerra se parece a letras que se queman y que se destruyen en un ribete de fuego. El nombre del código de Pearl Harbour era “Tora, tora, tora”, el nombre de la gata por la que rezaba la pareja de Go To Ku Ji. Así, todo empezó con el nombre de una gata pronunciado tres veces.

 

A lo largo de Okinawa, los kamikazes se lanzaban contra la flota americana. Se convertirían en leyenda. Se prestaban más a ello que las secciones especiales que exponían a sus prisioneros al hielo de Manchiria y luego al agua caliente par medir a qué velocidad se desprendía la carne del hueso. Hizo falta leer sus últimas cartas para saber que no todos los kamikazes eran voluntarios o samuráis fanáticos. Antes de beberse su última copa de sake, Ryoji Uebara escribió: “Siempre he pensado que Japón tenía que ser libre para ser eterno. Puede parecer estúpido decir esto hoy en día, bajo un régimen totalitario. Nosotros, los pilotos kamikaze, somos las máquinas, no tenemos nada que decir, sólo pedir a los compatriotas que hagan de Japón el país de nuestros sueños. En el avión soy una máquina, un pedazo de hierro imantado que aterrizará en el portaaviones. Pero en tierra soy un ser humano, con sentimientos y pasiones. Perdonadme estos pensamientos desordenados. Os dejo una imagen bastante melancólica, pero en el fondo soy feliz. Lo digo sinceramente. Disculpadme””.

 

 

ACTO 4

 

Cada vez que volvía de África, hacía escala en la isla de Sal, una roca de sal en medio del Atlántico. Atravesando el pueblo de Santa María y su cementerio de tumbas pintadas, basta con andar un poco para encontrar el desierto.

 

Me escribió: “He entendido las visiones. De repente, te encuentras en el desierto y en la noche. Todo lo que no sea él no existe. No queremos creernos las imágenes que se nos ofrecen.

 

¿Os he contado que había emús en Île de France? Este nombre, Île de France, suena raro en la isla de Sal. Mi memoria superpone dos torres, la del castillo en ruinas de Montepilloy, que sirvió de refugio a Juana de Arco, y la del faro en el extremo sur de la isla de Sal, uno de los últimos faros que funciona con petróleo.

 

La presencia de un faro en el Sahel crea el efecto de un collage hasta que ves el mar junto a la orilla de arena y sal. Las tripulaciones de los aviones de larga distancia hacen su rotación en Sal, lo que aporta a esta frontera del vacío un toque de balneario que hace al resto aún más irreal y alimentan a los perros vagabundos que viven en la playa.

 

Esta noche he encontrado muy alterados a mis perros. Jugaban con el mar como nunca antes lo habían hecho. Más tarde, al escuchar radio Hong Kong lo entendí todo. Era el primer día del nuevo año lunar, y por primera vez después de sesenta años, el signo del Perro se cruzaba con el del Agua.

 

Allí, a 18.000 km, una sombra permanece inmóvil entre largas sombras movedizas que la luz de enero pasea por el suelo de Tokio, es la sombra del bonzo de Asakusa.

 

El año del Perro también empieza en Japón. Los templos están llenos de visitantes que vienen a tirar su moneda y a rezar a la japonesa: una plegaria que se desliza por la vida sin interrumpirla.

 

Perdido en el fin del mundo, en mi isla de Sal, en compañía de mis jactanciosos perros, me acuerdo de ese mes de enero en Tokio, o más bien de las imágenes que filmé en enero en Tokio. Ahora, sustituyen a mi memoria, son mi memoria. Me pregunto como recuerda las cosas la gente que no filma, que no hace fotos, que no graba en video. ¿Cómo hizo la humanidad para recordar? Ya lo sé, escribió la Biblia. La nueva Biblia será la eterna cinta magnética de un Tiempo que tendrá que leerse continuamente, sólo para saber que ha existido.

 

Mientras esperamos el año 4001 y su memoria total, los oráculos que sacamos de sus cajas hexagonales en Año Nuevo nos podrían prometer: un poco más de poder sobre esta memoria, que va de refugio en refugio, como Juana de Arco, que un anuncio en onda corta de la radio de Hong Kong se reciba en una isla de Cabo Verde y se proyecte hacia Tokio, y que el recuerdo de un color concreto en la calle rebote en otro país, en otra distancia, en otra música y no se acabe nunca.

 

Al final del camino de la memoria, los ideogramas de Île de France son tan enigmáticos como los kanji de Tokio, bajo la milagrosa luz del Año Nuevo. Es el invierno indio. Como si el aire fuera el primer elemento que sale purificado de las innumerables ceremonias en las que los japoneses se lavan de un año para entrar en otro. Sólo tienen un mes para cumplir con todas las obligaciones que conlleva la cortesía hacia el Tiempo. La más interesante es, sin lugar a dudas, la adquisición del pájaro Uso en el templo de Tenjin, que según la tradición se come todas tus mentiras del año venidero y, según otra tradición, las transforma en verdades.

 

Pero lo que colorea la calle de enero y de golpe la hace diferente es la aparición de los kimonos. En la calle, en las tiendas, en los despachos, incluso en la bolsa el día de su apertura, las chicas salen con sus kimonos de invierno con cuello de piel. En ese momento del año los otros japonenses pueden inventar televisores extraplanos, suicidarse con tronzadores o conquistar dos tercios del mercado mundial de semiconductores, bien por ellos; sólo las vemos a ellas.

 

El 15 de enero es el día de los 20 años, una celebración obligada en la vida de toda joven japonesa. Los ayuntamientos distribuyen pequeñas bolsas llenas de regalos, agendas y recomendaciones sobre cómo ser una buena ciudadana, una buena madre, una buena esposa. Ese día, todas las chicas de 20 años pueden llamar gratis a su familia a cualquier lugar de Japón. Trabajo, familia, patria: la antecámara de la edad adulta. El mundo de los takenoko y los cantantes de rock se aleja como un cohete. Los oradores explican lo que la sociedad espera de ellas. ¿Cuánto tiempo tardarán en olvidar el secreto?

 

Luego, cuando han terminado todas las celebraciones, sólo queda recoger los adornos y accesorios de la fiesta y quemarlos celebrando otra fiesta.

 

Es el dondo-yaki, una bendición sintoísta sobre sus restos que da derecho a la inmortalidad, como las muñecas Ueno. Es el último estado, antes de la desaparición de la impresión dolorosa de las cosas. Daruma, el espíritu tuerto, preside en lo alto de la hoguera. El abandono y el sufrimiento tienen que ser una fiesta y el adiós a todo lo que hemos perdido, roto y usado, se tiene que ennoblecer con una ceremonia. En Japón podría cumplirse el deseo de M. de Montherlant de que el divorcio sea un sacramento. El único momento desconcertante en este ritual habrá sido el círculo de niños que golpeaban el suelo con sus pértigas. Sólo tengo una explicación para ello, aunque para mí podría ser un oficio íntimo cazar topos.

 

Y a ellos se sumaron mis tres niños de Islandia. Retomé el plano entero añadiendo este final un poco desenfocado, este cuadro tembloroso por la fuerza del viento que soplaba en el acantilado. Todo lo que había cortado para hacerlo más nítido y que explicaba mejor que el resto lo que veía en ese instante, por qué lo tenía al alcance de la mano, al alcance del zoom, hasta su último 1/24 de segundo. La ciudad de Heimaey se extendía a nuestros pies y cinco años después, cuando Haroun Tazieff me envió lo que había filmado en el mismo lugar, sólo me faltó el nombre para saber que la naturaleza hace sus propias dondo-yakis. El volcán de la isla se había despertado. Miré esas imágenes y fue como si el año 65 se recubriera de cenizas.

 

Sólo había que esperar y el planeta, por sí sólo, pondría en escena el trabajo del Tiempo. Volví a ver lo que fue mi ventana, vi emerger tejados y balcones conocidos, las huellas de los paseos que daba todos los días por la ciudad hasta llegar al acantilado, donde me encontré a los niños. El gato con calcetines blancos que Haroun filmó para mí había encontrado su lugar, y pensé que de todas las plegarias al Tiempo que habían marcado el viaje la más justa era la de la señora de Go To Ku Ji, que simplemente decía a su gata Tora “Querida gata, estés donde estés, que tu alma pueda encontrar la paz”.

 

Además, a su vez, el viaje entró en la Zona. Hayao me mostró mis imágenes, ya afectadas por el liquen del Tiempo, liberadas de la mentira que había prolongado la existencia de esos instantes engullidos por la Espiral.

 

Cuando llegó la primavera, cuando los cuervos subieron medio tono su graznido para anunciarla, cogí el tren verde de la Yamanote Line y bajé en la estación de Tokio, al lado de la oficina central de correos. Aunque la calle estuviera vacía, me detuve ante el semáforo en rojo, a la japonesa, para dejar paso a los espíritus de los coches destrozados. Aunque no esperaba ninguna carta, me detuve frente al portillo de correos, ya que hay que honrar a los espíritus de las cartas rotas, y en la ventanilla del correo aéreo para saludar a los espíritus de las cartas que no se enviaron.

 

Medí la insoportable vanidad de Occidente que no deja de privilegiar al ser por encima del no ser, lo dicho por encima de lo no dicho. Anduve por los pequeños tenderetes de los vendedores de ropa y, a lo lejos, por los altavoces oí la voz del señor Akao, que había subido medio tono.

 

Finalmente bajé al sótano donde mi compañero el maniático se apresuraba ante sus grafitis electrónicos. En el fondo su lenguaje me llega pues se dirige a esa parte de nosotros que se empeña en dibujar perfiles en las paredes de las prisiones. Una tiza para repasar los contornos de lo que no es, o ya no es, o aún no es. Una escritura con la cual cada uno compondrá su propia lista de cosas que hacen latir el corazón, para regalarlas o para borrarlas. En ese momento, la poesía será hecha por todos, y habrá emús en la Zona”.

 

Me escribe desde Japón, me escribe desde África. Me escribe que puede fijar la mirada de la mujer del mercado de Praia, que solo duraba el tiempo de una imagen.

 

¿Habrá algún día una última carta?

 

A partir de las traducciones de Mercedes Álvarez y Arturo Redín, y de Silvina Costa. El texto original, en francés, fue publicado en la revista “Trafic”, nº6, 1993.

 

 

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