UNA NOVELA FRANCESA. RELATO SOBRE LA INFLUENCIA DE LA VANGUARDIA SOVIÉTICA EN LOS CAHIERS DU CINÉMA Y EL POSTERIOR REDESCUBRIMIENTO DE NICHOLAS RAY. ENTREVISTA CON BERNARD EISENSCHITZ

Fernando Ganzo

¿CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO?

GANZO, FERNANDO, "Una novela francesa. Relato sobre la influencia de la vanguardia soviética en los Cahiers du Cinéma y el posterior redescubrimiento de Nicholas Ray. Entrevista con Bernard Eisenschitz" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n. 2, 2013, pp. 18-28

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RESUMEN / PALABRAS CLAVE / ARTÍCULO / BIBLIOGRAFÍA / SOBRE LOS AUTORES

 

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Jean Narboni y Serge Daney, 1978

 

Formó parte de Cahiers du cinéma desde 1967 hasta inicios de 1972, es decir, en un periodo de gran agitación ideológica en la revista, con acercamientos muy intensos hacia el maoísmo y el comunismo. Después fue miembro de La Nouvelle Critique, revista muy cercana al partido comunista, desde 1970 hasta 1977. Su última experiencia fue la revista Cinéma, que dirigió entre 2001 y 2007.

 

Había trabajado antes en Cahiers du cinéma, en la época de los Cahiers amarillos, para el número especial sobre cine americano, el 150/151. Lo hice durante dos o tres meses, a finales de 1963. En esa época era Jacques Rivette quien dirigía la revista. Cuando entré a formar realmente parte de ella más adelante, el equipo ya no era el mismo. Ese regreso, más definitivo, tuvo lugar en 1967, con motivo de un viaje a Inglaterra: fui al rodaje de Accidente (Accident, 1967) de Joseph Losey. Después empecé a escribir notas sobre los estrenos del mes, cosa que nos divertía mucho, y me integré en el equipo, en particular en el momento del “affaire Langlois”.

 

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Masculino, femenino (Masculin, féminin: 15 faits précis, Jean-Luc Godard, 1966)

 

¿Podría describir cómo se vivió en ese lapso, entre 1963 y 1967, la evolución política y estética hasta que regresó a Cahiers? ¿Cómo se fue volviendo esa época más agitada y radicalizada?

 

La radicalización llega bastante tarde, en 1967. La película que la representa mejor es Masculino, femenino (Masculin, féminin: 15 faits précis,Jean-Luc Godard, 1966). Mi cultura política era familiar. La cinefilia era una forma de romper con esa tradición, aunque sabes que cuando tiras tu cultura política por la ventana, ésta terminará volviendo por la puerta. Fueron años de acumulación primitiva de películas, de cinefilia, marcados por el cine americano, con algunos momentos de rechazo hacia los “nuevos cines”. Las cosas se encabalgaban. Por un lado, podía producirse un descubrimiento de algún cineasta americano totalmente olvidable –y de hecho olvidado– al que se elogiaba de forma desmesurada, como sucedió con Don Weis en el caso de Amazonas negras (The Adventures of Hajji Baba, 1954), una película muy cuidada a nivel de color, pues estaba producida por Walter Wanger, pero que no era más que un filme de aventuras como cualquier otro. Y por otro lado descubríamos, por supuesto, las obras de la Nouvelle Vague, y más adelante los llamados “cines nacionales”, que nos apasionaban. A la vez, existía una idea de superioridad “de nacimiento”, de derecho divino en cuanto al cine americano, mientras continuábamos descubriendo cosas en otros lugares. No estoy seguro de si se puede afirmar que todo esto cristalizó en un momento determinado u otro…

 

Tal vez no cristalizar, pero si permitir intuir que algo estaba cambiando.

 

Las películas que veíamos en la Cinémathèque Française –aunque el número fuera elevado– tampoco significaban eso. Pienso en las presentaciones de las nuevas películas, en los acogedores programas de Langlois, quien mostraba la obra de los jóvenes cineastas, pero no asistíamos a auténticas revelaciones por ese lado. Langlois era reticente –y por entonces pensábamos como él– hacia una parte del “nuevo cine” y, en particular, hacia todo lo que era self conscious en el cine. En una ocasión realizó una presentación muy conocida del New American Cinema en presencia de P. Adams Sitney, quien se encargaba de llevar las películas consigo. Dijo que detestaba este cine, pero que aún así le parecía necesario mostrar estas películas. Leyendo Cahiers tambiénse puede apreciar hasta qué punto sus reacciones eran hostiles respecto al underground americano. Hubo que esperar a 1970-1971 para redescubrir estas películas, con gran retraso.

 

En aquella época solía viajar con frecuencia a Italia: realizaba investigaciones con la idea de un libro que no llegué a escribir, pero también buscaba las huellas de un talento global en la producción y una “igualdad de derecho” en las películas que pudiera parecerse a la del cine americano: Luchino Visconti al mismo nivel que los peplums de Ricardo Freda; La conquista de la Atlántida (Ercole alla conquista di Atlantide, Vittorio Cottafavi, 1961) tenía tanto derecho a existir como Viva Italia (Viva l'Italia, 1961) de Roberto Rossellini. Solía ver la obra de cineastas de ese estilo: Cottafavi, Freda, Matarazzo… La comunicación entre Francia e Italia era bastante “incómoda” en ese momento y Louis Marcorelles, director de la Semaine de la critique en el festival de Cannes, me pidió que le comunicase si veía alguna película adecuada para la sección. Entonces vi Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, Bernardo Bertolucci, 1964), que fue tanto para mí primero, como para Cahiers dos años después, cuando la película se vio en Cannes y en las salas francesas, una revelación. Por lo tanto, en Italia, uno podía encontrar lo apasionante en el cine de serie B, en el cine de género, en la comedia, en las películas históricas, en los peplums, en el cine de acción. Y al mismo tiempo estaban allí Bertolucci y Pasolini, cuyas películas me gustaron mucho desde el comienzo y a quien recomendé a Langlois cuando me pidió que buscara películas para su museo. La situación del cine en Italia era como un fundido encadenado o una sobreimpresión. Pero la radicalización llegó con los “cines nacionales”, con la politización, sobre todo en Francia. Durante unos años se rechazó el cine americano e incluso se abandonó el cine en beneficio de nuestras actividades políticas.

 

¿Eran corrientes los diálogos e intercambios con otras instituciones, como las visitas de Godard a la universidad en 1968?

 

No seguí esas visitas en absoluto. Felizmente, varios miembros de Cahiers se dirigieron a la universidad cuando no existía una enseñanza de ese tipo y basaron la suya en sus posiciones políticas de aquella época, que eran desde luego muy radicales, del tipo: «El que no esté con nosotros está contra nosotros». El diálogo era complicado y durante dos o tres años dejé de hablar con algunos miembros de la redacción. Pero las personas que trabajaban en la universidad estaban en el “lado maoísta”. Mientras tanto, en 1970, yo trabaja en Unicité, una empresa de comunicación audiovisual del Partido Comunista. Allí me dedicaba a la difusión de películas, sobre todo de filmes que formaban parte de los fondos del partido, una especie de “papelera”, pues era allí donde enviaban sus largometrajes o sus documentales de propaganda los países (presuntamente, en algunos casos) socialistas. En esos fondos uno encontraba los clásicos de los países del Este de Europa o viejas películas de la militancia francesa; películas que llegaban allí por azar, que habían sido producidas por Unicité o que encargábamos a cineastas afines ideológicamente. A partir de este archivo trabajé en una difusión militante y, al mismo tiempo, “comercial”. En 2 ó 3 años conseguí estrenar 5 ó 6 películas, algunas de ellas soviéticas, no necesariamente políticas, e incluso alguna muy “oficial”, como Premiya (Sergei Mikaelyan, 1976), un huis clos a menudo comparado con 12 hombres sin piedad (12 Angry Men, Sidney Lumet, 1957). Tratando el funcionamiento interno de una fábrica, era también una película contestataria sobre los antiguos métodos que el poder había oficializado: si bien en la URSS los sucesivos poderes tomaban al unísono la decisión de luchar contra la burocracia, ésta se reproducía de generación en generación, fingiendo siempre ser combatida, puesto que siempre era “el otro” y siempre se podía decir: «¡Abajo la burocracia!». Esta película poseía esa ambigüedad, y nosotros quisimos “utilizarla” para mostrar que las cosas aún podían moverse en la URSS.

 

¿Cómo se podría enlazar su trabajo de difusión de esas películas con el número especial de Cahiers dedicado al cine ruso de los años 20 («Russie années 20», nº 220/221)? ¿Cómo narraría la evolución de los hechos? ¿Cuál era su motivación o la evolución del pensamiento crítico de ese periodo?

 

Se vivía en una estricta continuidad. Viajé a Moscú en 1969, pero la decisión de trabajar en las vanguardias rusas y soviéticas la tomé antes. En cuanto a la evolución y la motivación, no éramos los únicos, pues existió un paso previo muy importante: a finales de 1967 Langlois organizó una gran retrospectiva sobre cine soviético interrumpida en febrero de 1968, debido al “affaire Langlois” y retomada en julio del mismo año en el Festival d’Avignon. Aquella edición estuvo muy politizada y fue agitada, con espectáculos contestatarios de todo tipo. Allí descubrimos películas hoy muy conocidas, pero en aquella época prácticamente invisibles. Langlois tituló su ciclo «Les inconnues du cinéma soviétique», llamando la atención sobre la obra de Boris Barnet. Además, desde los años 30 nunca antes se había proyectado en Occidente, si no me equivoco, La sexta parte del mundo (Shestaya chast mira, 1926), de Dziga Vertov, que por entonces se daba por perdida. También nos reveló la obra de cineastas como Yuli Raizman, animándonos por un lado a trabajar en ese cine; y por otra parte, a partir de ahí, comenzamos a buscar los escritos de Sergei M. Eisenstein. Debido a la oposición de la tendencia baziniana, estos habían caído un poco en el olvido.

 

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La sexta parte del mundo (Shestaya chast mira, 1926)

 

Conservando el impulso de ese ciclo viajé a la edición de 1969 del Festival de Moscú con el objetivo de preparar la documentación de ese número. Allí tomé también contacto con el gabinete de Eisenstein para poder emprender la publicación regular de sus escritos. Posteriormente, en 1971, Cahiers realizó un segundo volumen (nº 226-227) dedicado a Eisenstein con textos de Jean Narboni o Jacques Aumont, el único de los tres capaz de traducir al francés los escritos de Eisenstein. Tras abandonar Cahiers, continué con el proyecto en La Nouvelle Critique, con varios programas dedicados al cine soviético, uno de ellos en Avignon, retomado después por el Centre Georges Pompidou.

 

Nos interesa esa oposición entre la tendencia baziniana y la tendencia eisensteiniana del montaje, es decir: cómo digerir un montaje ideológico como el de Eisenstein en una revista cuyo padre ideológico defendía una noción del montaje aparentemente opuesta. ¿En qué medida esas programaciones y el número especial de cine soviético de los años 20 pudo cambiar la línea editorial de la revista?

 

Nunca pretendí influir en la línea editorial. Mi posición era la del historiador, no la del ideólogo. La idea de Bazin, como pensador y miembro más importante de Cahiers, nunca había sido cuestionada, del mismo modo que sucedía con Godard, Straub o Renoir. Eran puntos fijos mucho más fuertes que los «hitchcocko-hawksianos». El punto en común entre los cuatro –salvo, quizá, Bazin– es que eran figuras que siempre estaban “contra” algo. Con su sola presencia, Renoir volvía negativo todo el “cine de calidad” francés, por lo cual le odiaban. En el caso de Godard y Straub las aclaraciones son innecesarias. Pero lo importante es tener en cuenta que los herederos de Bazin llevaron al extremo la noción baziniana, en particular los “macmahonianos” y otros admiradores del cine americano –entre los cuales me encuentro en cierta medida–, desarrollando la “ideología de la transparencia”. Bazin no hablaba de ello, sino del cine como “ventana” abierta al mundo. Era la idea de un arte que ocultaba sus propias huellas, que no se notaba. Esta especie de perversión de la idea de Bazin –o su radicalización– permitía “redescubrir” la obra de cualquier cineasta americano que se hubiera conformado con filmar su guión.

 

La reacción eisensteniania que surgió contra esa idea era en realidad política. Si uno lee el diccionario de cine de Jacques Lourcelles –un libro magnífico, además de ser el súmmum de aquella ideología proveniente de Bazin–, podemos notar, como dijo Daney, que esa tendencia se traduce en un pensamiento de derechas. En absoluto creo que Lourcelles sea políticamente de derechas, sino su forma de pensamiento, pues se considera apolítico, aunque esto es algo común en la gente de derechas. Lourcelles es alguien con una cierta generosidad que fue muy crítico con “la lista negra”. En uno de sus últimos textos, en el número 3 de Trafic, Daney lo explica muy bien (DANEY, 1995: 5-25) . El arte estaba “atrapado” en un movimiento político, histórico, del cual no se podía deshacer. No es sólo un reflejo pasivo, sino también un instrumento: las películas son la imagen de una realidad, pero pueden contribuir a cambiarla. Siendo algo utópico, podía “funcionar” tendencialmente. La reacción contra la ideología de la transparencia buscaba sacudir políticamente el pensamiento cinematográfico. Puede que el montaje de Eisenstein no permitiera comprender la Revolución de Octubre, o que el de Vertov ayudara a entender mejor la situación, pero esa dirección estaba justificada en cuanto a que permitía asimilar mejor lo que veía y su propio sueño; hacer cine a partir de ese sueño. Si bien esta idea no se formuló de forma precisa en la época, en Cahiers, más radicalmente, cuando ya me había marchado, se realizó una taxonomía bastante absurda entre las películas que reflejaban pasivamente la realidad, las que incluso haciéndolo pasivamente la reflejaban de forma admirable (las de John Ford) y aquellas otras que intervenían sobre ella (Brecht o Eisenstein, supongo). Se trató de un doble editorial escrito por Jean Narboni y Jean-Louis Comolli, publicado en los números 216 y 217, bajo el título «Cinéma/idéologie/critique».

 

¿Y cuáles fueron los puntos más influyentes en ese redescubrimiento? En la época se hablaba del montaje de Eisenstein contra el montaje de Pudovkin.

 

Fueron Eisenstein y Vertov. Honestamente, creo que, en la época, en Cahiers no se vieron las películas de Pudovkin. Se convirtió en una especie de cajón de desechos, se le ponía como el ejemplo de aquel que no había comprendido qué era el montaje. Pero creo que no vieron sus películas. Vieron un poco a Kulechov, que no era un gran cineasta, pero no a Pudovkin. Así que la discusión era falsa desde el principio.

 

Es fácil seguir las huellas de esa voluntad de sacudir ideológicamente la teoría del montaje y llegar a su materialización formal en el cine de Godard, por ejemplo en Dos o tres cosas que yo sé de ella (2 ou 3 choses que je sais d'elle, Jean-Luc Godard, 1967), que es una película muy eisensteiniana.

 

Sí. Pero es muy difícil. Nunca he comprendido, ni siquiera tras haber pasado seis meses leyendo los escritos de Godard y sus biografías, cómo captó tantas cosas del cine que eran contradictorias, que estaban lejos de ser obvias. Cómo conocía, en el momento de empezar a hacer cine, tantas cosas sobre la ventana abierta al mundo de Bazin y el montaje de Eisenstein, al mismo tiempo. Cómo era capaz de captar todas las ecuaciones del cine, por citar la frase de Scott Fitzgerald al inicio deEl último magnate(The Last Tycoon, 1941), si la adaptamos a la idea del “autor” en Francia. Es el delirio de interpretación poética sistemático, por ejemplo, de la crítica de Amarga victoria (Bitter Victory, Nicholas Ray, 1956). ¿Cómo pudo darse cuenta tan pronto de que los dos grandes montadores del cine eran Eisenstein y Resnais o de hasta qué punto era Jean Rouch fundamental para el cine? Es muy extraño que alguien vaya tan por delante de su época y de su grupo, algo que también sucedía con Jacques Rivette. Rohmer, entendiéndolo, había elegido otra forma de hacer cine. Y Truffaut –las generalizaciones no llevan a nada–, cuantas más películas rodaba, mejor comprendía el mecanismo del cine clásico americano y más profundizaba en su culminación y en su némesis: Hitchcock. Si hubiera elegido a Ford y Renoir habría sido diferente, pero escogió a Hitchcock, heredero de Kulechov, con su puritanismo angloamericano.

 

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Amarga victoria (Bitter Victory, Nicolas Ray, 1956)

 

¿Qué relación tuvo con Godard durante la elaboración de Histoire(s) du cinéma (1989)?

 

El cine soviético fue clave en todo esto. En 1993 escribí en Trafic un artículo, «Journal de Moscu». Allí se había celebrado la primera retrospectiva dedicada a Boris Barnet, donde pude ver algunos filmes considerados perdidos o prohibidos. En ese momento, Godard se encontraba preparando Les Enfants jouent à la Russie (1993) y leyó mi texto, donde afirmo que en el cine ruso no existió el contracampo hasta la llegada del deshielo, tras comenzar a ver cine americano. Antes de ello no poseían ni la teoría ni la práctica del contracampo, argumento que interesó a Godard, invitándome a hablar de ello en su película junto con André S. Labarthe.

 

Durante la elaboración de Histoire(s) du cinéma su único interlocutor fue Daney. Yo llegué estando la serie terminada, o al menos los dos primeros capítulos, ya determinantes respecto a lo que estaba por venir. Me los mostró y hablamos, pues siempre estuvimos de acuerdo en muchas cosas, pero mi mayor proximidad con el proyecto llegó en el momento en el que Gaumont quiso comercializar la película y pidió a Godard un inventario preciso de los fragmentos utilizados. Godard respondió que jamás haría algo parecido, pero que tal vez podría hacerlo yo, así que junto con mi compañera, que es documentalista, nos encargamos durante cuatro meses seguidos y dos separados de realizar un inventario de las imágenes, tratando de reconocer todas las películas que allí aparecían. Marie se ocupó de la parte pictórica. No fue muy complejo, sólo me costó reconocer dos o tres imágenes. Posteriormente viajé a Rolle para entregarle el inventario y plantearle algunas de mis dudas. Nos vimos pocas veces, haciendo un run through por Histoire(s) du cinéma, comentando cada imagen. Sacábamos las casetes o las grabaciones. En algunos casos yo trabajaba como un detective, pues Godard podía conservar un recorte del catálogo de una exposición como único documento, por ejemplo, de manera que debíamos seguir ciertos indicios improbables. También había fragmentos de cine porno que Godard identificaba por países, y así quedaron catalogados: “porno alemán”, “porno ruso”. Con Daney, en cambio, habló tanto del proyecto que incluso llegó a incluirle en un episodio. Creo que le mostró el inicio y que a partir de ahí comenzaron las conversaciones, quedando en la película una ínfima parte. En cuanto a mí, al principio me sentía demasiado intimidado como para ser un verdadero interlocutor. Apenas nos habíamos cruzado en la época de Cahiers, como sí le sucedió a Narboni, quien siempre habló con él con frecuencia e incluso actuó en Dos o tres cosas que yo sé de ella. El Godard ideólogo de los años en torno a 1968 me asustaba. Jean-Pierre Gorin o Romain Goupil, sus compañeros de entonces, me parecían muy arrogantes y machistas, al contrario de Jean-Henri Roger, con quien realizó British Sounds (Jean-Luc Godard, Jean-Henri Roger, Groupe Dziga Vertov, 1969) y Pravda (Jean-Luc Godard, Jean-Henri Roger, Paul Burron, Groupe Dziga Vertov, 1969). Roger, siendo un poco arrogante, carecía del ego de los otros. Le conocí como estudiante en la escuela de cine con Noël Burch y Jean-André Fieschi. Filmó en mi escalera una escena de una de sus películas en la que creo que Adolpho Arrietta se encargaba de la fotografía.

 

También tuve relación con Godard en 1995, Marco Müller le invitó a proyectar Histoire(s) du cinéma en Locarno, a propósito del centenario del cine. Éste aceptó de palabra, pero no cumplió lo prometido: ni se editó el libro, ni se realizó la exposición. Sólo participó en una de las tres mesas redondas previstas. Era como si la mala voluntad de Godard respondiera a la idea de que el dinero que el gobierno suizo concedía al festival se le debía en tanto que suizo de nacionalidad. En esa época nos vimos en varias ocasiones, pues yo era el encargado de elegir a los diferentes interlocutores de las mesas redondas.

 

Volviendo a esa sacudida ideológica del montaje, al peso que tuvo el redescubrimiento de las vanguardias rusas en la evolución crítica de Cahiers, ¿qué quedó del cine americano después de todo eso? Tras ese rechazo inicial del New American Cinema, tras ese giro soviético y el descubrimiento de los nuevos cines, ¿cambió la mirada sobre el cine clásico en la crítica posterior?

 

En ocasiones puedo hablar de “nosotros” para referirme a La Nouvelle Critique o Cahiers, pero no puedo hablar de forma colectiva en este caso. El centro de la cuestión es Nicholas Ray. En 1976 abandoné Unicité y la militancia activa. Seguía trabajando realizando subtítulos y eso me permitía ver las nuevas películas. Y llegaron las de Wim Wenders, uno de los más representativos de la época, por quien siento mucho aprecio y con quien he aprendido especialmente sobre música, aunque no sea demasiado fanático de su cine. En el periodo de politización le vimos como el eco de esa cinefilia que no había reflexionado sobre lo que era. Wenders comenzaba a reflexionar, pero de otra manera. Por mi parte, no podía ir más lejos en el plano político. Tenía un conocimiento profundo del cine, pero debía volver a todo aquello que no había entendido antes: el cine americano, pero de otra forma, intentando comprender las películas en tanto que francés, sin atender al contexto industrial o al prestigio de un cineasta en el momento en el que estrenaba su película. Conocía tanto la técnica como la reacción violenta de los americanos ante nuestro modo de ver su cine. Éramos aquellos a los que les gustaba Jerry Lewis.

 

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Relámpago sobre el agua (Lightning over water, Wim Wenders, 1980)

 

En aquella época llegó Nick’s Movie, luego llamada Relámpago sobre el agua (Lightning over water, Wim Wenders, 1980). Mi mejor amigo, Pierre Cottrell, figura clave en la construcción del filme, conocía bien a Wenders, a su operador, Martin Schäfer, al equipo americano y a Pascale Dauman, aún por entonces distribuidora y la primera en difundir hacia 1972 el cine underground americano. Tras realizar un primer programa sobre el New American Cinema a partir de la obra de cinco cineastas, estrenó La Région Centrale (Michael Snow, 1971). No llegué a ver Chelsea Girls (Andy Warhol, 1966) en la célebre sesión de la Cinémathèque Française, pero sí lo hice en Londres y, aún así, por comparación, la película de Snow me pareció y me parece el mayor impacto de aquella época, pues estaba fuera de todo aquello a lo que estábamos acostumbrados. Antes de esas proyecciones underground organizadas por Dauman, no nos interesaba ese cine americano “autoconsciente”. Quienes se ocupaban de él, como Guy Fihman o Claudine Eyzikman, por ejemplo, buscaban sobre todo un reconocimiento a nivel institucional. En Cahiers nos apasionábamos por el “lado” Sylvina Boissonnas, por las películas de Philippe Garrel o Patrick Deval, que eran los cineastas más interesantes del Grupo Zanzibar. ¿Por qué nos excitaban estos filmes y no los del New American Cinema?

 

En cuanto a la Cinémathèque, Langlois programaba tres sesiones por noche, una en cada sala. Había proyectado por ejemplo los seriales de Louis Feuillade de seis películas de una hora de una sola vez. La sesión comenzaba a las 18h.30 y concluía a las 00h.30, con una pequeña pausa cada dos horas. Sin intertítulos vimos Fantomas (1913) o Los vampiros (Les Vampires, 1915), siguiendo únicamente las imágenes, algo esencial para Rivette. Entre otras sesiones largas, también destacaría la proyección de cuatro horas y media de Jaguar (1954-1967) de Jean Rouch, mostrando la película sin concluir y comentándola en directo. Como decía Adriano Aprà en su festival Il cinema e il suo oltre, Langlois, siendo un hombre de su época, tenía la capacidad de inventar un cine que iba más allá del cine.

 

Volvamos a Nicholas Ray. Cuando Cottrell, que también trabajaba realizando subtítulos y con quien hablaba con frecuencia, me comentó que Wenders estaba empezando a preparar un filme con Ray, pensé que sería la ocasión perfecta para ir por primera vez a Estados Unidos y observar. Visité el rodaje durante una semana. Después, poco a poco, fui manteniendo el contacto con su mujer, Susan Ray, quien me habló de la posibilidad de escribir una biografía sobre él, algo que inicialmente no me interesó demasiado. Ella consideraba a Nick como un héroe, algo normal por su parte, pero ésa no era mi actitud. El género de la biografía aún no existía en el cine, lo único que conocía era Citizen Hearst (W. A. Swanberg, 1961), una referencia para mí, pues estaba trabajada a partir de los documentos; era un libro hermoso que me enseñó mucho sobre América. Comencé a sentir el deseo de escribir la biografía de Ray cuando me di cuenta de que era una forma de rendir cuentas con el cine americano, con nuestra forma de escribir sobre él. Me preguntaba si lo hubiéramos tratado del mismo modo en caso de haber sabido cómo se realizaba, pues allí nos decían que de ser así nunca habríamos tomado en serio a Ray o Jerry Lewis. Puesto que Ray había “herido” a muchas personas que aún no habían fallecido y yo no quería molestarles, decidí afrontar el proyecto no desde el punto de vista biográfico, sino desde el método de trabajo de los cineastas. La biografía formaba parte de esos cineastas que pasaron de realizar un cine impersonal, como Howard Hawks, a un cine que incluía una sensibilidad puramente autobiográfica: es complicado dejar de lado lo biográfico cuando se escribe sobre el cine de Ray, por ejemplo. Mostrando cómo se hacían las películas, la idea era demostrar que los americanos se equivocaban, así como conciliar lo que mi generación apreciaba del cine americano (Ray representaba para nosotros una posibilidad importante) y lo que rechazaba del mismo (Ray fue excluido de ese cine y concluyó su carrera con un filme absolutamente demencial y experimental, We Can’t Go Home Again [1976], a mi modo de ver ligada a todas sus obras, obligándonos a revisar todo su cine anterior como un compromiso).

 

Anatole Dauman, productor de Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955) o Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais, entre otras, preparaba entonces una película con Elia Kazan sobre su vínculo con Turquía, algo relacionado, por tanto, con América, América (America America, Elia Kazan, 1963). Conocí a Kazan en la calle, estando con Glauber Rocha, pues venía a menudo a París. Aún sabiendo lo que había hecho en el cine, era alguien cálido y curioso, así que fue mi primer entrevistado. Durante los siguientes cinco o seis años, con el dinero que ganaba con los subtítulos, viajé a Estados Unidos para continuar realizando entrevistas en aquel periodo-bisagra de la historia del cine. Cuando comencé a escribir, en 1979, surgieron las primeras grabaciones en vídeo y el VHS, lo cual suponía poder volver a ver las películas. Pero hacia el final de mi trabajo hubo muchas películas que no pude ver de nuevo. En esa época debías viajar mucho para poder hacerlo. Por otra parte, los Major Studios pensaron que era más interesante a nivel fiscal ceder los archivos oficiales y personales a las bibliotecas universitarias americanas. En Los Ángeles, en la biblioteca de la universidad, uno podía acceder a los archivos de la RKO, donde Ray hizo al menos la mitad de sus películas. Labarthe también realizó sus investigaciones sobre Orson Welles allí. Observando las diferentes versiones de los guiones o los archivos de producción podía trabajar según los criterios americanos. Con el tiempo fui acumulando VHS y pude volver a ver las películas. Por eso titulé el libro Roman américain, y no «Nicholas Ray». Para mí era una forma de volver, de manera objetiva, al cine americano tal y como lo habíamos visto nosotros. Para mí fue un viaje personal, pero también sació mi curiosidad sobre la historia no cinematográfica, algo poco frecuente en la gente que escribe sobre cine: en Cahiers me consideraban el miembro más interesado por la historia, lo cual era natural en el marxismo. Y la historia americana es apasionante –no necesariamente la de la crisis o las listas negras, sino también el resto–. El libro fue para mí como una sacudida y, al terminarlo, sentí que había clausurado algo. No era un libro estructurado desde el punto de vista académico –no consulté determinados documentos, no entrevisté a determinadas personas–, sino que me dejé llevar por la fatiga y la necesidad de concluirlo, pues me llevó 10 años de escritura.

 

¿Cómo fue revisitar desde otra perspectiva el cine americano, tal y como lo habían visto ustedes, al mismo tiempo que se recibía la sacudida de La Région Centrale?

 

En la obra de Ray había un lado subversivo que tal vez intuí pero que no vi con nitidez al comenzar el libro. Era el lado utópico señalado por el propio Ray en Relámpago sobre el agua: soñaba con otro cine que pudiera concentrarlo todo en una imagen y que pudiera decir todo por medio de la imagen; con una imagen más fuerte que toda la historia de la literatura o de la música, en la que estuviera todo Dostoievski y todo Conrad. Eso era lo que intentaba hacer y lo que no hizo. Fue el intento lo que descubrieron los cineastas de la generación anterior, como Rivette, Godard o Truffaut: algo que se siente en Los amantes de la noche (They Live by Night, Nicholas Ray, 1948) o en Amarga victoria; estas películas son otra forma de hacer cine, por eso su carrera quedó interrumpida. Mi investigación concedió el cien por cien de la razón a Cahiers, a su tradición. Ray avanzaba sobrepasando las reglas de Hollywood. Era como la anécdota de Fritz Lang y los “test tube babies”: Ray presentaba películas en una universidad junto con Fritz Lang y, tras empezar a hablar, Lang le interrumpió para decirle que lo que sucedía en el mundo era horrible, que la próxima generación sólo realizaría “test tube babies”. Pensaba que incluso se extirparía de la humanidad el placer sexual. Ray le respondió: «But maybe that will be the ultimate kick: breaking the tube». En eso consistía: sentir que estabas en la regla y, al mismo tiempo, tratar de romperla. Rivette me dijo que lo interesante del libro era que ellos no podrían haber imaginado que Ray era un loco visionario como Abel Gance.

 

¿Y qué quedaba entonces en el cine francés? Me refiero a la idea de Eustache de que el cine francés había perdido “la chispa”.

 

Eustache sabía, creo que lo dice en una nota de Jean-André Fieschi en Cahiers, que ciertas experiencias llegan a su límite, que cuando alcanzamos una determinada edad, asumimos que no volveremos a vivir los grandes impactos del pasado, sean estos un filme de Pasolini o de Snow. Para mí, como para Eustache, que al final de su vida sólo veía las películas que grababa en televisión, la experiencia del cine acabó en un cierto momento. Trabajaba en varios proyectos muy hermosos, no todos publicados, pero no conseguía pensar en el cine como algo a materializar. Sin embargo, sentía mucho placer al volver a ver ciertas películas y al encontrar en ellas las pocas cosas que realmente le importaban. Para mí es también complicado valorar qué fue el cine francés entonces, pues nunca me gustó demasiado. En forma de boutade, Daney afirmaba que el cine francés no era bueno, sino quienes pensaban el cine en Francia, los críticos: Jean Epstein, Roger Leenhardt, Bazin… Puedo estar de acuerdo y momentáneamente pensar todo lo contrario. Es evidente que esto es falso, pues junto con el de Hollywood, el cine ruso –entre las aberraciones de la dictadura–, el cine italiano –en periodos muy reducidos– y el japonés, el cine francés se encuentra entre los cinco más “libres” de la historia. Además, es el único que alcanzó esa libertad fuera de los estudios y de los grandes productores. Dicho esto: me gustan ciertos cineastas, no el “cine francés”.

 

Pero el hecho de recuperar un cine más radical permitió al “cine francés” ver que había otras formas posibles, y en ese sentido me gustaría hablar de la importancia de la figura de Glauber Rocha, que iba más allá de las formas del cine joven que se habían defendido, y que estaban un tanto codificadas.

 

Había burbujas de cultura y él unía varias. Una burbuja europea, una brasileña y una masa de instintos. Con Rocha, en algún momento, tuve que tomar distancias. Me enseñó Claro (1975), pero jamás fui capaz de darle mi opinión. No tengo ninguna opinión sobre esa película, yo ya no estaba allí. Lo extraordinario es que era alguien que al mismo tiempo concentraba el tropicalismo, conocía a Eisenstein tan bien como nosotros o era capaz de decir qué era lo que le separaba fundamentalmente de Pasolini.

 

¿Cuáles han sido los cambios formales decisivos, similares a su experiencia con Ray, en cineastas que, para usted, han podido renovar todo?

 

No sé si hoy podríamos encontrar cosas así. Quizá estarían en lo que llaman la “no-ficción”. ¿Se debe a que el mundo cambia? ¿A que el cine cambia? ¿A que la atención cambia? Creo que Rouch ha sido más fundamental que Rossellini, desde ese punto de vista.

 

Traducción de Fernando Ganzo.
 

 

 

RESUMEN

Conversación con el crítico e historiador Bernard Eisenschitz en torno a la influencia del cine soviético de vanguardia de los años 20 en la revista Cahiers du cinéma a finales de los años 60 y principios de los 70, más concretamente en el agitado periodo en que él formó parte de la revista (1967-1972). Repercusión del redescubrimiento (en el que Eisenschitz fue figura clave con sus viajes a Moscú a finales de los 60) de ese cine en la línea ideológica de la revista: el impacto, en particular de Eisenstein y sus escritos, en una redacción cuyo padre ideológico, André Bazin, privilegió siempre la no-manipulación mediante la edición. Se traza también una paralela con la llegada de los “nuevos cines” en aquellos años. Las consecuencias políticas de tales redescubrimientos son lógicamente un punto importante en un periodo de radicalización crítica del que Eisenschitz hace su recorrido particular, que llega hasta una revisión tardía del cine americano y la figura de Nicholas Ray.

 

ABSTRACT

Conversation with the critic and historian Bernard Eisenschitz about the influence of 1920s avant-garde Soviet cinema in the magazine Cahiers du cinéma in the late 1960s and early 70s and specifically during the turbulent period in which he was part of the magazine (1967–72). Repercussion of the rediscovery of that cinema (in which Eisenschitz played a key role thanks to his travels to Moscow in the late 1960s) for the ideological line of the magazine: the impact, specifically, of Eisenstein and his writings, in an editorial team whose ideological father, André Bazin, was always against the manipulation through editing. The article also traces a parallel with the arrival of the ‘New Cinemas’ during that period. The political consequences of such rediscoveries are logically an important point in th period of critical radicalisation of which Eisenschitz narrates his own itinerary, which finally leads to a late revision of American cinema and Nicholas Ray.

 

PALABRAS CLAVE

Crítica, montaje, Cahiers du cinéma, Sergei M. Eisenstein, André Bazin, Jean-Luc Godard, vanguardia, cine soviético, Dziga Vertov, Nicholas Ray.

 

KEYWORDS

Criticism, montage, Cahiers du cinéma, Sergei M. Eisenstein, André Bazin, Jean-Luc Godard, avant-garde, Soviet cinema, Dziga Vertov, Nicholas Ray.

  

 

 

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BERNARD EISENSCHITZ

Bernard Eisenschitz es historiador y crítico de cine y traductor de películas y libros. Es el autor de Humphrey Bogart (1967), Ernst Lubitsch (1969), Douglas Fairbansks (1969), Les restaurations de la Cinémathèque française (1986), Roman américain. Les Vies de Nicholas Ray (1990), Man Hunt de Fritz Lang (1992), Frank Tashlin (1994), Chris Marker (1996), Le Ciéma allemand (1999), Gels et Dégels, Une autre histoire du cinéma soviétique, 1926-1968 (2000), Points de départ : entretien avec Robert Kramer (2001) y Fritz Lang au travail (2011). De 2001 a 2007 dirigió la revista Cinéma (trece números), que editó 10 DVDs con filmes difíciles de encontrar en aquel momento. Colaboró largamente con la revista Cahiers du cinéma, de la que formó parte del consejo de redacción. Ha realizado varios cortometrajes y documentales, como Pick Up (1968), Primtemps 58 (1974), Les Messages de Fritz Lang (2001) y Chaplin Today : Monsieur Verdoux (2003). Como actor, ha aparecido ocasionalmente en Out 1 (1971), de Jacques Rivette , La Maman et la putain (1973), de Jean Eustache, Les Enfants jouent à la Russie (1993) de Jean-Luc Godard, Le Prestige de la mort (2006) de Luc Moullet, L’Idiot (2008) de Pierre Léon o Les Favoris de la lune (1985) y Chantrapas (2010) de Otar Iosseliani. También ha trabajado en la restauración de L’Atalante (1934) de Jean Vigo.

 

FERNANDO GANZO

Doctorando en Ciencias Sociales y de la Información por la Universidad del País Vasco, donde ha impartido clases de cine dentro del departamento de Pintura de la facultad de Bellas Artes como parte de su programa de becas. Redactor jefe de So Film España, miembro del consejo de redacción de la revista Lumière y colaborador de Trafic, ha participado en grupos de investigación externos a la facultad vasca, tales como Cine y Democracia, de la fundación Bakeaz. También obtuvo un Máster en Historia y Estética del Cine por la Universidad de Valladolid. Ha programado sesiones de cine de vanguardia en la Filmoteca de Cantabria. Entre sus proyectos de investigación, Alain Resnais, Sam Peckinpah, o el aislamiento del personaje a través de la puesta en escena, entre otros.