FUENTES DE JUVENTUD. RECUERDOS DE UN FUTURO PASADO DE LA FICCIÓN TELEVISIVA

Fran Benavente y Glòria Salvadó

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RESUMEN / PALABRAS CLAVE / ARTÍCULO / NOTAS / BIBLIOGRAFÍA / SOBRE LOS AUTORES 

Olvidamos con facilidad que en la televisión, como en otros campos de la cultura, Europa marcó la pauta de la modernización. Hoy, tras celebrar una nueva edad de oro de la ficción televisiva (fundamentalmente americana), hablar de relatos complejos y elevar nuestras copas para celebrar el asalto al poder del “autor” televisivo, podríamos preguntarnos, quizás: ¿Qué es el autor en televisión? O, más bien, ¿Quién es el autor en televisión? Hay un movimiento que señala un cambio de armas en la ficción televisiva contemporánea desde el productor ejecutivo hacia el escritor productor o el showrunner. Sin embargo esta línea se inscribe en una historia institucional, la de la ficción televisiva en el marco de la lógica del entretenimiento.

 

Pero hay otra historia, que sucedió fundamentalmente en Europa, con otra respuesta para esa pregunta. Esa historia es la de los restos de mundos televisivos pasados, bellas utopías sin descendencia aparente que señalaron un futuro posible, y quizás mejor, para la televisión. En esa historia la respuesta a la pregunta sobre el autor es: el autor televisivo es un cineasta. En esa historia la ficción televisiva es una invención del cine; o, como mínimo, una consecuencia. El cineasta como autor televisivo ve un espacio de experimentación posible y ensaya un modo de adaptación de su escritura sobre la base de las potencias específicas del medio pero sin renunciar a la sustancia significativa de su trazo. Vislumbra un proyecto sólido, único, pero problemático para el medio y no siempre fácil para sus espectadores. Por ello suele ser utópico, porque se trunca o no deja descendencia ni huella en su entorno, por más que las semillas de su influencia puedan ser perdurables.

 

Historia casi sagrada, con sus apóstoles, conversos e iluminados, con sus momentos reveladores. Uno de ellos, muy conocido, sucede en octubre de 1958, cuando la utopía televisiva de los cineastas se hace visible en una publicación (France Observateur) en la que un grupo de periodistas, entre los que se encuentra André Bazin, entrevista a Jean Renoir y Roberto Rossellini; uno a punto de embarcarse en la aventura televisiva, el otro ya inmerso en ella, en el preludio de lo que años después será su gran obra para la televisión (ROSSELLINI y RENOIR, 1958).

 

Bazin, Renoir, Rossellini en 1958. A nadie se le escapa que aquí se reúnen los “patrones” de la modernidad cinematográfica para discutir sobre la televisión, y sus posibilidades, a la salida del cine, y todo ello en perfecta sincronía con el nacimiento de esa modernidad cinematográfica que han incubado, precedido. Cine y televisión, una pareja entonces joven que, sin embargo, ya se parecía. Y no hay que olvidar que la revista Cahiers du Cinéma fue, desde sus inicios y durante algunos años, una Revue du cinéma et du télécinéma.

 

Para Bazin, Renoir y Rossellini ese “telecine” era la posibilidad de un nuevo origen, un recomenzar lleno de posibilidades con el añadido de realizar el sueño del cine popular: llegar a una audiencia masiva.

 

 

Lo viejo y lo nuevo: Renoir, la televisión y el teatro

 

En 1958 Renoir está preparando su incursión televisiva al final de una década que había visto su renacimiento en las aguas indias de El río (The River, 1951) y que proseguía en el teatro del mundo con un peligro de enroscamiento manierista en, sin embargo, bellas películas como Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956). Frente a ello, la televisión ofrecía la posibilidad de retorno a la tensión inmediata, el temblor del directo, el filo de lo irrepetible. Lo que interesa aquí de verdad no es tanto que Renoir pase a la televisión sino que lo hace para levantar un programa fílmico enteramente construido sobre específicos televisivos, potencias diferenciales que señalan un tipo de ficción diversa, nueva, apasionante.

 

Algunos de esos específicos entroncan con viejos sueños de Renoir, como el del trabajo en continuidad de la escena, sin cortes que perturben el trabajo del actor. Renoir ya había experimentado antes con diversas cámaras, pero el dispositivo multicámara del plató televisivo le permite augurar una forma transparente (sin renuncia al montaje) pero limpia de interrupciones. Renoir ve en la televisión un modo de trabajar sobre un cine de la escena y no del plano.

 

«Ahora voy a intentar llevar más lejos mis antiguas creencias y hacer que la cámara sólo tenga un derecho: el de registrar únicamente lo que ocurre, nada más. Para esto, evidentemente, hacen falta varias cámaras, porque la cámara no puede estar por todas partes. Yo no quiero que el movimiento de los actores esté determinado por la cámara. Quiero que el movimiento de la cámara esté determinado por el actor. Así pues, se trata de hacer de reportero» (RENOIR en ROSSELLINI, 2000: 152).

 

Por otra parte, Renoir lee el principio trascendental de la televisión en la inmediatez del directo; aquello que la diferencia del cine. En 1958 ya existían magnetoscopios para la grabación de vídeo pero el directo continuaba siendo la forma dominante, también en la producción de “dramáticos”. El directo suponía emisiones únicas y, por tanto, gestos irrepetibles. Sobre estos principios se construye el programa estético de Renoir: directo, continuidad, escena. La piedra de toque debía ser El Testamento del Doctor Cordelier (Le Testament du docteur Cordelier, RTF, 1961), una adaptación francesa de la historia del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

 

«Yo querría rodar esta película y la televisión me aporta algo apreciable en el sentido de televisión directa. Evidentemente, no será una emisión en directo, puesto que estará preparada sobre filme, pero me gustaría rodarla como si fuese una emisión en directo. Me gustaría filmar sólo una vez y que los actores se imaginen que cada vez que se les filma el público registra directamente sus diálogos y sus gestos. Los actores, como los técnicos, sabrán que sólo se rueda una vez y que, salga bien o mal, no volveremos a empezar.

Además, sólo podemos rodar una vez para no despertar la atención de los transeúntes, que deben seguir siendo transeúntes. Se trata de rodar episodios de esta película en calles en las que la gente no sepa que se está filmando. Por esto, si tengo que volver a rodar, ya no vale. Así pues, esta necesidad debe convencer a los actores y a los técnicos de que cada movimiento es definitivo y queda registrado para siempre. Me gustaría romper con la producción cinematográfica y levantar con pequeñas piedras un gran muro, con mucha paciencia» (RENOIR en ROSSELLINI, 2000: 149-150). 

 

Al inicio del film, en un prólogo de aspecto “documental”, Renoir irrumpe en los estudios televisivos, donde es recibido por la montadora Renée Lichtig. Una toma de posesión de los espacios televisivos como espacio escénico que evidencia una afirmación del mundo como representación para buscar, entre las brechas y en la fricción con lo real –los cuerpos de los actores, lo inmediato– instantes de verdad. Ahí se afianza Renoir, ya en un doble juego, entre la posición a ras de escenario (decorado televisivo), lugar de los personajes, y mirada superior. Este eje de posiciones, entre el dominio de la puesta en escena y la contigüidad de lo real, será retomado en la primera aparición de Opale, cuando amenace a una niña ante los ojos del notario, maître Joly.

 

Jean Renoir en Experiment in Evil (Le Testament du docteur Cordelier, RTF, 1961)

 

Del mismo modo, en la primera secuencia, la del prólogo, se introduce la relevancia de la dialéctica entre interior (del plató) y exterior (exteriores naturales), que reescribe en el eje centrífugo/centrípeto el vector vertical/horizontal. Es una cuestión pregnante en el relevo potencial que ofrece la televisión para el cine en la época. Marcel L’Herbier, entonces un viejo cineasta que había recalado en los platós de televisión, pensaba que la televisión permitía articular una alquimia entre lo teatral y lo cinematográfico (L’HERBIER, 1954). Lo teatral en el sentido de la continuidad y peso del trabajo actoral en un espacio escénico; y, a su vez, la prolongación cinematográfica de este espacio escénico en secuencias rodadas en exteriores, en 16 milímetros, a diferencia de los interiores filmados en multicámara. Renoir parte de este principio para enlazar el prólogo con el inicio de la historia. Desde el mundo de la representación, el decorado, se produce la abertura al exterior. Esta clase de fricciones son las que sostienen y ensalzan el proyecto de El Testamento del Doctor Cordelier en relación a un programa de ficción posible para la televisión.

 

 

En realidad se trata de hacer chocar lo artificial y lo natural para vislumbrar lo real. Este principio se conjuga también en las escenas exteriores y en relación con el trabajo de los actores. La alquimia entre teatro y cine operada en la televisión como espacio de encuentro, funciona también entre el dominio de composición del personaje por parte de los actores –venidos del teatro, que trabajan una gestualidad y una caracterización muy en esa línea, desde el interior hacia afuera– y su puesta en una situación de inmediatez de registro y, en el caso de los exteriores, de realidad más o menos azarosa, con la necesidad de improvisar en su encuentro con el mundo. Estas secuencias debían rodarse en una sola toma, llevando el teatro a la calle y tomando el mundo como escenario y a los transeúntes como figurantes. Se trata, de nuevo, de ver qué ocurre en la fricción entre mecanismos.

 

Entre la superficie y la profundidad se produce la última de las dialécticas, en este caso específica de la historia. Si de lo que se trata es de ver como una interioridad oculta y reprimida –Opale– quiebra el velo de una superficie –Cordelier–, Renoir trabajará sobre el gesto animal, histérico, brusco (y burlesco) que trastorna la delicada superficie del amaneramiento burgués. Es amplio y variado el registro interpretativo de esta obra. Ese trabajo de superficie y profundidad encuentra su eco en la escena de la primera aparición de Opale, cuando es perseguido sobre la superficie del muro, en secuencia rodada en continuidad, para desaparecer por la puerta de la casa de Cordelier hacia un interior ignoto.

 

Experiment in Evil (Le Testament du docteur Cordelier, RTF, 1961)

 

El Testamento del Doctor Cordelier es un film más que notable, sincrónico y hermano de las preocupaciones de la Nouvelle Vague. Como aventura televisiva, sin embargo, no es más que un éxito relativo puesto que no pudo responder al “radical” proyecto originario. Àngel Quintana ha explicado los detalles de la historia: el plan inicial era filmar en video directo, en tiempo real, una hora y media, precedida de tres semanas de ensayo con los actores y dos días en ensayos técnicos (QUINTANA, 1995). Los problemas de maquillaje y el trabajo en exteriores hizo que la idea se abandonara por un film preparado sobre película, rodado en cine con vocación de directo. Los días de ensayo y de filmación se multiplicaron. La televisión fue fuente de financiación y propició un sistema de trabajo en los ensayos que pretendía reconciliar también la lógica teatral y la cinematográfica, una especie de creación colectiva, y una lógica de ensayos generales telefilmados.

 

De modo que Renoir, con un programa extremo para el futuro de sus ficciones como ficciones televisivas, no consigue la realización plena de la utopía pero en el camino deja un bello ejemplar de ficción catódica para la historia. Ahora bien, los problemas que emergen en Cordelier serán los que exploten en el siguiente trabajo de Renoir para la televisión –La comida en la hierba (Le Déjeuner sur l’herbe, 1959)– y que, a la postre, le harán abandonar la televisión como utopía, desencantado, solamente para volver al final de su carrera por pura necesidad de financiación con El pequeño teatro de Jean Renoir (Le Pétit Théâtre de Jean Renoir, RAI-ORTF, 1969).

 

 

Serge Daney dijo que la televisión, desde su nacimiento, se encontró entre dos vocaciones simultáneas: la apertura al exterior, la ventana al mundo del directo; y el encierro y separación del mundo en el plató (SABOURAUD y TOUBIANA, 1988). En la ficción se impuso el poder centrípeto del dramático, su lógica teatral filmada. En cambio, Renoir vio claro que la belleza estaba en partir de ese artificio para abrir todas sus brechas hacia un afuera, hacia el otro, hacia la verdad. Y, en ese trance, ofrecer una imagen del mundo (a partir de la pregunta por la técnica y la deshumanización).

 

Desde Renoir podemos declinar esta idea del cineasta que incursiona en la televisión, por voluntad o por necesidad, se enfrenta al medio, e intenta profundizar en sus especificidades para generar un trabajo de adaptación del propio estilo que resulta provechoso, que señala un momento pregnante de la historia de la ficción televisiva (con frecuencia poco conocido). Por ejemplo, un cineasta como Ingmar Bergman considera la televisión como una prolongación de un teatro de cámara filmado y alargado durante horas. Su verdadero proyecto televisivo consiste en detectar en la ficción televisiva la posibilidad de acentuar el aspecto de intimidad heredado del teatro e incidir sobre él en la larga duración de la historia que permite el medio, desde la serialización. De este modo nacerá Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, TV2 Sverige, 1972), estudio sobre la descomposición de una pareja, muy en la línea Bergman, pero que alcanza cotas de emoción despejada y de libertad deslumbrante a partir de las restricciones impuestas por el medio y el subrayado de la idea de teatralización: largos bloques escénicos en interiores, cuerpo y rostro de los actores como centro del relato, primacía de la palabra, concentración dramática y grandes elipsis, etc. Con esos mimbres, Bergman conseguirá una de las obras mayores de su filmografía y un gran éxito de público en Suecia, con intervención directa en temas sociales tratados como el aborto, el adulterio…

 

Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, TV2 Sverige, 1972)

 

El lenguaje de la experiencia: Pialat, el folletín y la novela realista.

 

Encontramos otro punto brillante de la historia de la ficción televisiva francesa hacia 1970, poco después del 68 y en pleno apogeo de otro movimiento cinematográfico, la denominada post-nouvelle vague que correrá en paralelo y en estrecha relación con las cosas que suceden en la televisión. Nos ocupamos ahora del paso fulgurante de Maurice Pialat por el medio. Si Bergman había trabajado a partir de extremar el acento teatral de la ficción televisiva, Pialat optará por explorar los paralelos entre la televisión y cierta tradición de la novela realista.

 

Yves Laumet, que en aquella época ejercía de consejero artístico para coproducciones en Antenne 2, el segundo canal de la televisión pública francesa, había visto L’enfance nue (1969), el debut de Maurice Pialat, severa y afilada reflexión sobre una infancia no reconciliada y la necesidad de amor, que había supuesto el debut de un cineasta singular, no adscribible a ninguna escuela en particular. Pialat tenía otros proyectos pero Laumet piensa que es la persona indicada para plasmar el guión para un “folletín” escrito por Renée Wheeler y que gira entorno a la vida de la familia de un guardabosques francés que acoge, durante la primera guerra mundial, a niños cuyos padres han ido a luchar al frente.

 

 

Laumet presenta el proyecto de Le Maison des bois (ORTF, 1971) a Pialat y éste lo acepta. Pascal Merigeau ha abundado en sus razones (MÉRIGEAU, 2003). La económica no es la más importante sino, más bien, una doble posibilidad que el formato televisivo ofrece: la larga duración y, de nuevo, la posibilidad de llegar a un público amplio. Hay que recordar que Pialat siempre aspiró a ser un cineasta popular –no un director para iniciados– y ésta era la oportunidad de asegurar una obra en ese sentido.

 

Tenemos aquí una utopía un poco particular puesto que más bien nos encontramos ante un paso puntual. Pialat jamás volverá a trabajar en televisión pero, sin embargo, su incursión quedará como una obra maestra desconocida (hasta hace relativamente poco) y como uno de los trabajos preferidos por el cineasta. Un caso relevante, y decididamente trascendente, en la historia de la televisión hecha por los cineastas.

 

Como se ha dicho, para Pialat se trata de aprovechar las ventajas que ofrece el medio –específicamente la extensión– para trabajar sobre una forma flaubertiana de realismo, disolviendo la historia en el aire de la cotidianidad, acercando el ritmo de los acontecimientos al discurrir de la vida y trabajando la difusión en un ambiente aparentemente tranquilo de los ecos y las huellas de una tragedia que sucede en el fondo, la Historia, los hechos de la Primera Guerra Mundial. Se trata de ver las vidas y los detalles dibujados sobre ese conflicto, y ver también las costumbres y la vida en el campo, la imagen de una Francia que se transforma lentamente y se pierde. La historia de una maduración, de una muerte y de un cambio.

 

Pialat reescribe por completo el guión con la ayuda de Arlette Langman, y ve en la historia de estos niños acogidos durante la Primera Guerra Mundial, una proyección de su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial. De los seis capítulos inicialmente previstos, la serie pasará a siete, cosa que denota la importancia del tiempo y la respiración que permite. Sumado a la panoplia coral de personajes característica del folletín, Pialat puede componer un retrato comunitario tomándose tiempo para detenerse en gestos, acciones y rostros cotidianos; para abandonar la línea central y perderse en los vericuetos de la historia; para seguir el pulso calmoso de la vida atravesada, de repente, por los dardos del melodrama. Este es el sistema Pialat en La Maison des bois, demorarse en el discurrir y la vida cotidiana para mejor romperla en accesos puntuales, y terribles, de drama. Esa forma de observación de una vida ligera sobre fondo dramático toma su forma en un cine liviano, en el que la materia filmada pasa por delante de cualquier lógica formal. Pialat dispone planos largos, indistintamente fijos o en movimiento, atravesados por correcciones y que permiten, incluso, el uso del zoom. Todo muy lejos de la gravedad de L’enfance nue.

 

Maurice Pialat en La Maison des Bois (ORTF, 1971)

 

El primer hecho cargado dramáticamente de la serie, la muerte de la marquesa (la mujer del terrateniente del lugar), irrumpe en boca de un mensajero que viene a traer la noticia al profesor de la escuela (el mismo Pialat). La noticia aparece tras una larga secuencia de clase en que el maestro Pialat hace recitar a los niños mientras estos viven la tensión y el nerviosismo combinado de la pregunta en clase y de la escena filmada. Pialat, como es habitual, busca la sorpresa, el detalle natural inesperado y, para ello, dirige la escena desde dentro. Poco después, en el funeral de la marquesa en la iglesia, Pialat escoge privilegiar la anécdota de los niños, que ejercen de monaguillo, en su relación con el viejo sacristán y cómo todos ellos beben a hurtadillas el vino de la ceremonia. Es una escena jubilosa, que asienta una experiencia de infancia, provincial, sin importancia para la historia pero decisiva para la memoria de las vidas. Es una escena filmada en largos planos descuidados, atento a los rostros luminosos y a los gestos tentativos. En un momento, el sacristán pierde su sombrero y cae sobre el vino, que se derrama. Parece uno de los accidentes que Pialat incorpora a sus ficciones. En todo caso, esta escena intrascendente de larga duración, filmada de forma inadvertida y casi descuidada en su naturalidad, contrasta con la rigidez del travelling que entra por corte y que camina, en medio del pasillo de la nave de la iglesia y de la simetría del cuadro, al encuentro del féretro de la marquesa.

 

 

La Maison des Bois (ORTF, 1971)

 

Pialat trabaja el realismo flaubertiano (aunque prefiera a Dickens, del cual hay algo en la pintura de estos niños que viven sus pequeñas felicidades en medio de una vida de desgracias) en el sentido de una composición de realidad cotidiana vista de forma prismática, como conglomerado de fragmentos dispersos, y fijados de forma casi fotográfica, enlazando detalles para dibujar una aproximación al plano general de la Historia y de la vida. No importa tanto el dibujo psicológico como el trazado de las sensaciones y las experiencias, sus enlaces. Ese realismo flaubertiano tiene su correspondencia en algo así como la evolución del realismo pictórico de un Courbet al trazo impresionista, momento pictórico del que, como sabemos, es sincrónica la narrativa del escritor.

 

La Maison des Bois (ORTF, 1971)

 

La escena que podría resumir finalmente todo esto sería el larguísimo fragmento del tercer capítulo que corresponde a una fuga del relato y a una fuga de los personajes para ensayar ese motivo tan claramente identificable de “La comida sobre la hierba”. Efectivamente, la familia del guardabosques dedica el domingo a un picnic junto al lago, un instante de felicidad a punto de desvanecerse. Allí comen, descansan, hablan de banalidades, los chicos juegan, van en barca, la hija del guardabosques habla de amor y Albert, el hijo natural, anuncia que se alista en el ejército. El tramo del capítulo invoca, como toda la serie, el espíritu de Renoir, degusta la forma y el sabor de un universo a punto de romperse, fija las vivencias banales, los momentos en suspenso, que quedarán adheridos a la piel de la memoria de las personas cualesquiera de una Francia que nunca más volverá a verse de esta manera. El goce de lo cotidiano y la conexión sensible con el mundo. La fascinación por el discurrir ordinario, y sus placeres, vistos como islote de felicidad.

 

La Maison des Bois (ORTF, 1971)

 

El descubrimiento de la muerte y del desencanto será el movimiento resultado de la disolución de este paraíso a punto de convertirse en perdido. La cadena se leerá como la muerte de Albert, el hijo, el retorno a París de Hervé, el niño protagonista, para reencontrar al padre y a una “nueva” madre y, finalmente, la muerte de Maman Jeanne, la mujer del guardabosques, la “gran madre” del bosque y de los niños. Este es el aprendizaje y el clímax del drama que Pialat presenta como final de todo aquello largamente vivido en los capítulos anteriores.

 

Maurice Pialat encuentra así un forma televisiva para el folletín que lo realza y lo exprime en su posible apertura al mundo y sus ritmos secretos, a la exploración de rostros y pequeñas acciones y formas. Una forma de reconectar la televisión popular con una fórmula novelesca, pero no volcada en las peripecias inverosímiles y librescas, sino en la pluralidad descriptiva de detalles de la vida cotidiana. Nada tiene que ver eso con lo marginal o lo experimental. Pialat trabaja con actores populares, en una época, un contexto y un paisaje reconocible para los franceses. Conecta, incluso, con la escuela de Buttes Chaumont (la escuela tradicional de dramáticos de la televisión francesa) y con la tradición literaria del cine francés anterior a la Nouvelle Vague. Es exigente, eso sí, y respeta el medio y a sus espectadores. Por eso su “serie” tiene la belleza, la amplitud y el aspecto de las grandes obras.

 

 

Televisión en el aire: David Lynch y el directo

 

Del lado americano, también encontramos ejemplos. David Lynch es el paradigma más conocido de lo que puede hacer un cineasta en la ficción televisiva cuando se hace una buena lectura de sus limitaciones en relación al cine («en el cine se puede interpretar una sinfonía pero en la televisión se está limitado a un chirrido», dirá) y, en cambio, se trabaja sobre sus ventajas específicas («única ventaja, el chirrido puede ser continuo» LYNCH en RODLEY, 2005).

 

Más allá de Twin Peaks (David Lynch y Mark Frost, ABC, 1990-1991), Lynch todavía quiso seguir explorando el medio en busca de nuevos retos y fronteras. Desde la asociación con Mark Frost, encaró el encargo de la ABC para concebir una nueva serie. El gesto fuerte consiste aquí en tratar de abundar en otro específico televisivo y, de forma más concreta, en tomar la televisión y lo televisivo como objeto de experimentación cómica. El resultado es una comedia de situación extraña, imposible y largamente avanzada a su tiempo. De On the air (David Lynch y Mark Frost, ABC, 1992) apenas se llegaron a emitir tres capítulos y solo se grabaron cuatro más. Su capítulo piloto merece figurar entre las más reseñables reinvenciones del burlesco en la historia reciente.

 

De modo que David Lynch opera en este caso la ficción televisiva desde la propia referencia televisiva y los paradigmas identificados, desde sus orígenes, con la “televisualidad”. Desde el mismo título, el proyecto sitúa el foco sobre la idea de directo (“On the air”) que fue la idea catalizadora del específico televisivo en los primeros tiempos. Hay aquí un juego complejo de referencias y de retornos a los orígenes. La serie toma como escenario una emisora televisiva en los años cincuenta. La ZBC (Zoblotnick Broadcast Company) pone en marcha una emisión de variedades en directo con la que Lester Guy, una estrella de cine venida a menos, pretende revitalizar su carrera. Se trata entonces de volver a la década preferida por Lynch y proseguir con su trabajo de profundización y resquebrajamiento del tejido imaginario elaborado en esos años de inocencia y superficialidad.

 

El proyecto se resume en el genérico inicial. La intención de Lynch es clara, hacer explotar, desde sus orígenes, el flujo naturalizado de la emisión televisiva, romper su continuidad, mostrar los agujeros que señalan la inconsistencia de esa superficie imaginaria e imaginada, indagar cómo esa pantalla de felicidad deja ver, entre sus brechas, la emergencia del absurdo que la constituye. Se trata de una operación de crítica satírica que se dota de las herramientas de la comedia burlesca, con todo su despliegue de histerismos gestuales, violencias corporales y su trabajo de reducción improductiva y anárquica del lenguaje. Eso significa no sólo tomar a contrapelo el dispositivo televisivo, sino romper todas las reglas de la comedia de situación construida sobre el intercambio encadenado de diálogos ingeniosos. Se ve de qué modo el cine, el cineasta, revoluciona una forma tradicional de la ficción televisiva a base de sacudir los principios de la propia televisión (tomados en el momento de su génesis) y hacerlos entrar en un circuito complejo con el cine.

 

 

On the air (David Lynch and Mark Frost, ABC, 1992)

 

On the Air puede entenderse como una imagen de la realidad (una imagen de la sociedad americana) minada a partir de la quiebra de sus fundamentos: continuidad, sencillez, inocencia. Es la televisión y sus significantes, lo que constituye su espacio, lo que va a ser desarticulado, saturado, destruido.

 

A esta desarticulación del espacio (o de la imagen del espacio), de raíz claramente burlesca, le corresponde el uso de lenguaje. Como se ha dicho, la serie basa su idea del diálogo en el equívoco, la dificultad de comunicación y la ausencia de fluidez. La clave la detenta la persona de Gotchck, el sobrino centroeuropeo de Zoblotnick que se encuentra al cargo del programa. Las dificultades con el inglés del personaje, un pobre diablo enchufado, generan un cortocircuito irresoluble y cómico en la cadena de transmisión de las réplicas. El ejemplo de ruptura del encadenamiento de diálogos y su reducción al absurdo aparece claramente cuando Gotchck y Ruth, la ayudante de producción, encuentran al productor del programa y a Betty, la estrella femenina que acompañará a Lester Guy en el nuevo The Lester Guy Show. El diálogo se hace imposible y absurdo, como un juego defectuoso del teléfono en el que siempre se traduce mal. Por otra parte el inglés de Gotchck roza en su incomprensible guturalidad, la pura interjección. Lynch además ensaya un tempo de intercambio de réplicas abrupto, nada fluido, como si a cada una hubiera un salto o interrupción. Esta idea de brecha y ruptura del flujo naturalizado de la emisión se propaga por todas partes y no resulta nada sencilla de digerir para el espectador común.

 

Lester Guy, actor decadente, se comporta como una estrella en el nuevo marco de la televisión y considera imbéciles a todos aquellos que le rodean. En la lógica de inversión característica del burlesco, el que se revelará como imbécil y ridículo será, sobre todo, el propio Lester Guy. En cierto modo, es una versión trasplantada del personaje que el mismo actor, Ian Buchanan, interpretaba en Twin Peaks. También lo es el personaje que intepreta Miguel Ferrer, el ejecutivo Bud Budwaller. En la irrupción de Budwaller y en su arenga a los empleados se reproduce el cortocircuito de la palabra, constantemente interrumpida por los inadvertidos efectos de sonido activados por error por Blinky, el técnico de sonido ciego. Esta cadena de interrupciones cómicas y de sobresaltos sonoros, que rompen el discurso, anticipa el papel relevante que la asincronía sonora (y por tanto el trabajo sobre el sonido) va a jugar en la descomposición del mundo televisivo.

 

 

On the air (David Lynch and Mark Frost, ABC, 1992)

 

Así planteadas las cosas el capítulo piloto encuentra su estructura natural en la dicotomía ensayo / directo, escenificación / retransmisión. Vemos el ensayo del programa inicial de The Lester Guy Show desde la distancia escenificada, desde la pantalla o el plano frontal más o menos alejado, y todo fluye con naturalidad en su inocencia original. Una ficción romántica tópica patrocinada por un alimento para perros, sostenida por el tejido de músicas y efectos sonoros. Frente a esta escenificación de la imagen televisiva en su construcción original se impondrá una retransmisión accidentada, saboteada hasta el absurdo, la nada y el vacío.

 

Al principio viene la rebelión del espacio, en la mejor tradición cómica. Este será uno de los principios aplicados por Lynch, la progresiva discordancia del decorado y los cuerpos que lo habitan se extenderá a una asincronía y una diferencia generalizadas, que encontrará su detonante principal en la falta de coherencia entre sonido e imagen. Así va la cosa, ante el desastre inicial, Gotchck pierde el control y se generan los nervios. El gag del teléfono rojo, con Zoblotnick, al otro lado del aparato, simbolizado por una lengua de fuego refulgente, apunta a la exageración del cartoon destructivo, tradición a la que Lynch apela con gusto.

 

En la confusión del momento, Budwaller acciona un botón rojo de alerta. Ese botón provocará un movimiento de la consola de efectos sonoros que Blinky no puede advertir. El ligero movimiento de la consola será suficiente para desplazar cualquier efecto y, por lo tanto, para romper con la sincronía del mundo de las imágenes y la banda sonora que lo sostiene. A partir de ahí el principio rector será el del exceso y la saturación. Donde en el ensayo sólo había superficie observada desde la distancia, en el directo el paso al interior de la escena revela todas sus inconexiones y desconexiones, desencajes cómicos indescriptibles que destruyen cualquier sentido y la lanzan, en una cadena de accidentes, golpes y caídas –siempre conducidos por efectos sonoros disparatados– que muestran la inconsistencia de un mundo resquebrajado y totalmente invertido.

 

 

On the air (David Lynch and Mark Frost, ABC, 1992)

 

Finalmente, la escena, enloquecida, se satura de todos los elementos visuales y, sobre todo, de todos los efectos superpuestos y activados en plena desesperación por Blinky. Es la regla del anarquismo marxista (de los hermanos) reinterpretada por Lynch desde el sonido. Agotar la escena por exceso, inquietarla, dejar que el ruido se muestre como textura insoportable de la imagen.

 

Este riguroso trabajo burlesco sobre la desconexión de fondo y figura, superficie y profundidad, imagen y sonido, acabará convirtiendo un programa de variedades cualquiera en un éxito singular. Ésta será la premisa de la serie que se irá desarrollando en demás capítulos. De todos modos, era previsible que esta visión absurda de los fundamentos de la televisión no iba a encontrar un público. Digamos que no podía encontrarlo todavía en una década en la que apenas Seinfeld (Larry David y Jerry Seinfeld, NBC, 1989-1998) se abría camino.

 

Las consecuencias del trabajo de Lynch en la conjugación del tiempo y el montaje para construir un humor basado en el absurdo, la incomodidad y la falta de encadenamiento o de entendimiento entre los personajes y las imágenes, el cuerpo y la situación televisiva, se saldan mucho después. La serie cómica más avanzada de la contemporaneidad, Louie (Louis C. K., FX, 2010-), articula en una tríada de capítulos de la tercera temporada la resurgencia de esta supervivencia, agita la herencia postergada trayendo a colación, como no podía ser de otro modo, el cuerpo creador de David Lynch.

 

En un arco temático que va del capítulo 10 al 12 de la serie, Louie entra en la carrera para sustituir a David Letterman al frente del Late Show de la NBC. Su contrincante será, nada menos, que Jerry Seinfeld (recordemos, el co-artífice de aquella sitcom revolucionaria, que triunfó de forma sincrónica al fracaso de On the air). Louie enfrenta con disgusto y falta de sintonía su entrada en el mundo del gran negocio televisivo. Desacostumbrado, será enviado por la cadena a realizar un entrenamiento con un coach particular, Jack Dull, interpretado por Lynch. Éste aparece en dos escenas del capítulo 11, ambas momentos estelares de la televisión contemporánea.

 

 

Louie (Louis C. K., FX, 2010-)

 

En la primera, Louie llega al despacho de Dull, que es sordo como el personaje que interpreta Lynch en Twin Peaks (y guarda una pistola en el cajón). El meollo del primer encuentro es, sin embargo, la cuestión del tiempo. Lynch hace leer a Louie un chiste anacrónico sobre Nixon mientras lo cronometra. El desplazamiento de la broma, el chiste sin gracia, la demora en el tiempo, la falta de fluidez y rapidez, la insinuación del vacío como centro, señalan los nuevos puntos de interés de la escena cómica vistos desde la transmisión del maestro al discípulo. Este coaching no viene de Twin Peaks, sino de On the Air. El dato se confirma en la segunda escena en que se encuentran Dull y Louie. Se trata de una prueba de cámara en la que Louie debe interpretar la bienvenida del Late Night en un plató vacío, y decir un chiste, también anacrónico, dirigiéndose a un público inexistente. Louie, incómodo por el absurdo de la situación y la falta de adecuación al espacio, es víctima de la interrupción y la falta de fluidez. Dull-Lynch irrumpe en el plató e interpreta la escena mientras Louie lo mira desde la cámara. Lo que sucede es un efecto cómico derivado de lo absurdo de la escena vista desde dentro, con Dull saludando sobre el vacío, y lo que Louie ve (y oye, como el espectador), alucinado, a través de cámara: la misma escena pero mezclada con música y aplausos de unos espectadores “imposibles”. Es la dialéctica entre el vacío esencial del medio y el entretenimiento fluido que emerge en la pantalla. En esa brecha, que On the Air hurgaba a fondo, vive Louie en su aventura como posible sustituto de Letterman. Para recordarnos la naturaleza de ese terreno abierto en la sitcom aparece el cuerpo del cineasta que empezó a plantearlo muchos años antes, el del mentor-maestro David Lynch.

 

 

Louie (Louis C. K., FX, 2010-)

 

 

Esbozos para el oído: Orson Welles, de la radio a la televisión.

 

Hemos recorrido diferentes proyectos específicos elaborados para la televisión por cineastas trabajando en la órbita de alguna de sus fuentes de origen: teatro en Renoir o Bergman, novela realista en Pialat, televisualidad en Lynch. Podemos completar esta aproximación con otro cineasta que se acercó a la televisión con una idea clara de cómo explorarla de manera específica también desde una de sus fuentes de origen.

 

Orson Welles se interesó por ella como prolongación y amplificador del poder de la radio, otro de los medios de masas en los que ya había triunfado. Con esta premisa, Welles irrumpió en la televisión de forma revolucionaria. Su revolución tomaría cuerpo, sobre todo, en el desarrollo de una forma de ensayo audiovisual como pieza de reflexión y pensamiento fundada en el montaje, la mezcla de ficción y documental y la inscripción de la voz reflexiva en el tejido de la pieza. Trabajando desde el retrato (Portrait of Gina [ABC, 1958]) o el cuaderno de viaje (Around the world with Orson Welles [ITV, 1955], Orson’s Bags [CBS, 1968]), se trataba de mostrar el pensamiento de Welles en movimiento, haciéndose, sobre un determinado tema o lugar (por frívolo que fuera), elaborando un relato a partir de construir la verdad desde el poder de lo falso. Todo este laboratorio televisivo conducirá a ese film faro de la modernidad que es Fraude (F for Fake, 1973), verdaderamente influenciado por el trabajo de Welles para la televisión.

 

La relación de Welles con la televisión se inicia en su etapa europea, tras el fracaso de Macbeth (1948) y antes de su retorno a EEUU, en 1956. Será en Londres donde, auspiciado por la BBC, Welles encontrará los primeros espacios para investigar en su idea de televisión. El resultado serán seis emisiones tituladas Orson Welles Sketch Book (BBC, 1955), de apenas quince minutos cada una. Es un dispositivo simple, Orson Welles, sentado en una silla, va esbozando dibujos en un cuaderno mientras explica historias de diversa índole al espectador. Se trata de concebir la televisión como un dispositivo conversacional parecido a la radio, en el que el narrador aprovecha la intimidad del medio para hablar al oído, en toda confianza, a sus interlocutores, y esbozar imágenes vagas (conscientes de la pobreza visual del medio frente al cine) para elaborar un relato de experiencias que remite a la figura del narrador ancestral, del brujo, del mago.

 

 

Orson Welles Sketchbook (BBC, 1955)

 

El objetivo es densificar el encantamiento de la ficción a partir de los poderes de la voz y de la palabra, y hacerlo (esta es la gran semilla que planta Welles) desde la forma esbozada, interrumpida. Significativamente, la primera historia que explica gira en torno a una experiencia propia –Welles siempre habla de sí mismo– en la que está explicando una historia a un grupo de amigos en un restaurante de Los Ángeles. La historia es interesante pero el cineasta no recuerda el final o no sabe cómo acabarla. En las puertas del desastre del relato un terremoto aparece como deus ex machina y salva al narrador. Las ideas del relato fascinante pero inconcluso, el relato que se vale por sí mismo, y que gira sobre la propia idea de relatar, señala el mascarón de entrada de Welles en la televisión.

 

No extraña que él sea el narrador y que su figura omnímoda ejerza de intermediario perfecto, voz absoluta, entre espectador y experiencia narrada. Welles se dirige a la cámara, mira a los ojos del espectador, lo interpela. Esta forma dialogada –o monologada, poco importa– de la televisión revierte en formas de lo que a veces se denomina “paleotelevisión” (del mismo modo que se habla de cine primitivo) que a la postre fundan proyectos estrictamente revolucionarios que abren nuevas vías, por ejemplo, para el cine. Aquí el proyecto de Alexander Kluge, basado en la conversación y el montaje con esbozos y fragmentos de imágenes no está, en realidad, tan lejos.

 

La pequeña forma fragmentaria, cuaderno de notas, esbozo ensayístico, se irá perfilando en Around the World with Orson Welles, la serie de viajes que inició inmediatamente después para la ITV. Pero nos interesa detenernos, para acabar, en el modo en que Welles concibe su única pieza estrictamente de ficción para la televisión: The Fountain of Youth (NBC, 1958)1. La pieza es un dramático de media hora de emisión encargado por la productora Desilu como piloto para un posible programa antológico hecho de adaptaciones de relatos breves. Sin embargo, la formalización singular de esta pieza hizo que la serie nunca se llegara producir y que el piloto fuera emitido, años después, en el marco del Palmolive Colgate Theatre, uno de los muchos espacios antológicos de adaptación televisiva de dramas teatrales o de obras literarias del momento.

 

Lo que plantea Welles en The Fountain of Youth es una destilación en el terreno de ficción de sus ideas sobre la televisión. Toma el control y el centro del relato, despliega escenarios despojados, retro-proyecciones y mezcla los diálogos con fotografías narradas e ilustraciones. Ensaya cambios de set en cámara e investiga sobre la forma sonora y las voces del relato para construir una reflexión sobre la vanidad de las apariencias, el miedo al envejecimiento y el paso del tiempo.

  

La emisión narra la historia de un científico que se enamora y pretende desposar a Caroline Coates, una joven actriz sin talento, vanidosa y banal, pero de gran belleza física y bastante más joven que él. El científico, Humphrey Baxter, debe marchar a Europa durante algunos años para investigar. A la vuelta, se entera de que la joven actriz está a punto de casarse con una estrella del tenis. Baxter hace difundir, entonces, que ha sintetizado un suero de la eterna juventud. El científico ofrece el suero a la pareja como regalo de boda pero sólo hay una dosis, que no pueden compartir. El suero, que es falso, actuará como revelador de la vanidad de los presuntos enamorados.

 

Entre las cosas que conviene destacar en el “programa” de ficción televisiva de Welles figura la omnipresencia del autor. Como hacía en sus ficciones radiofónicas, Welles habla en primera persona del singular, narra, irrumpe en el relato e, incluso, dice los diálogos de los personajes. Es el gran imaginador y, en realidad, el personaje principal, de esta cadena de vanidades y falsedades. Pero la afirmación de la voz y la presencia reinciden en recursos ya explorados en la radio y que reaparecerán en sus ensayos cinematográficos.

 

 

Orson Welles en The Fountain of Youth (NBC, 1958)

 

Welles maneja los personajes a su antojo y encuentra su primera figura delegada en Baxter, el científico que también monta una trama para manipular a los personajes a voluntad. Welles señala, interpreta, marca transiciones y, por supuesto, se dirige directamente al espectador. El relato y sus modos de construcción son otra vez el centro del relato (valga la redundancia) y la televisión, como radio con imágenes, refuerza la función de encantamiento de lo narrado, relato para el oído. En este sentido Welles asume la pobreza de la imagen, construida desde el apunte o la evocación (recordemos el concepto de “esbozo”): transparencias, decorados simples, pocos objetos significativos, centralidad de la palabra y densidad de determinados sonidos. En este sentido la presencia de micrófonos o el enorme fonógrafo del laboratorio de Baxter confirman que la imagen se ofrece al oído, o que habla para el ojo. Igualmente, el sonido del tic-tac de un reloj durante la escena del encuentro de los tres protagonistas define la textura temporal que constituye el fondo del relato. El programa estético de Welles pasa por reforzar el aspecto oral e incidir en la textura sonora.

  

En el nivel de la imagen, a la fascinación del narrador y lo narrado como trama de velos para encubrir la angustia temporal, le corresponde el ámbito del mago y la magia, la ilusión de la vida eterna y la imagen en el espejo. Así, el reflejo, lo especular, pero también lo transparente, lo evanescente, lo disuelto, lo cambiante, son los modos de imagen frágil que corresponden a este tejido sonoro poderoso.

 

Welles potencia, aquí del lado de la ficción, como potenciará en sus ensayos televisivos o cinematográficos, otra figura importante de la televisión: el hombre parlante que interpela al espectador de forma frontal y directa. Esta figura, naturalizada por la televisión, será importante también en el cine moderno. Para Welles, como se ha visto, funda la posibilidad de cualquier trabajo para televisión: la confrontación directa con la audiencia.

 

 

Futuro pasado

 

Hemos recorrido algunas experiencias que refuerzan la idea de una ficción televisiva, de una televisión, impulsada por los cineastas. Ha sido así a lo largo de la historia. Los específicos de la duración, la repetición, la serialidad; más otras coordenadas afines a la televisión como la simultaneidad, la intimidad o el alcance popular del medio, han convertido a la televisión en un territorio de infinitas posibilidades a explorar a partir de asumir una cierta pobreza de la imagen.

 

Hoy, cuando la televisión, en buena parte, ha optado por enriquecer su imagen para vencer al cine con sus propias armas, conviene recordar que el futuro televisivo pasó alguna vez por obras singulares y extraordinarias que elaboraron un programa estético para la ficción televisiva como lugar de prolongación o de renovación de las posibilidades del cine desde las fuentes que alimentaron el medio, buscando una especificidad, un articulación diferente, un modo de escribir el mundo que utilizara otras herramientas y transportara las experiencias de otra manera. El futuro no se escribió de esa manera, pero las obras que quedaron fueron caminos posibles cuyos senderos permanecen inagotados.

 

 

 

 

 

NOTAS

1 / Somos conscientes de la imprecisión de esta afirmación puesto que los fragmentos de trabajo de ficción para la televisión se pueden tomar por muchas partes. Por otra parte, una película como Una historia inmortal (Une histoire immortelle, Orson Welles, ORTF, 1968) puede considerarse un trabajo de ficción televisiva. Sin embargo, en su plan y metodología, al margen de la fuente de financiación, no se aprecia diferencia entre una concepción para el cine (donde habitualmente se ha visto la película) y la televisión.

 

 

 

RESUMEN

El presente artículo recorre diferentes proyectos específicos elaborados para la televisión por cineastas trabajando en la órbita de alguna de sus fuentes de origen: teatro en Renoir, novela realista en Pialat, televisualidad en Lynch, y oralidad en Welles. Los específicos de la duración, la repetición o la serialidad, más otras coordenadas afines a la televisión como la simultaneidad, la intimidad y el alcance popular del medio, han convertido a la televisión en un territorio de infinitas posibilidades a explorar a partir de asumir una cierta pobreza de la imagen, esbozada ya en los trabajos televisivos de esos cuatro cineastas.

 

ABSTRACT

This article explores different specific projects for television by filmmakers who work in connection with previous founding forms of TV as a hybrid medium: theater in Jean Renoir, realist novel in Maurice Pialat, televisuality in David Lynch, and verbal discourse in Orson Welles. Thus the specificities of duration, repetition and seriality, plus other televisual traits such as simultaneity, intimacy and popular appeal, turn TV into a realm of infinite possibilities based on a certain “poorness” of its images, which can be hinted in the television projects of such filmmakers.

 

PALABRAS CLAVE

Cine, televisión, teatro, novela, radio, directo, medios, Renoir, Rossellini, Bergman, Pialat, Lynch, Welles.

 

KEYWORDS

Cinema, television, theatre, novel, radio, live, media, Renoir, Rossellini, Bergman, Pialat, Lynch, Welles.

  

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

L’HERBIER, Marcel (1954). “Téle-Shaw” en Cahiers du Cinéma nº 31.

QUINTANA, Àngel (1995). “La televisión como instrumento para un cine de la escena” en Nosferatu nº 17-18.

MÉRIGEAU, Pascal (2003). Maurice Pialat, l’imprécateur. Paris. Grasset.

RENOIR, Jean y ROSSELLINI, Roberto (1958). “Cinéma et televisión” en France Observateur, nº 442.

RODLEY, Chris (2005). Lynch on Lynch. Londres. Faber & Faber.

ROSSELLINI, Roberto (2000). El cine revelado. Barcelona. Paidós.

SABOURAUD, Frédéric y TOUBIANA, Serge (1988). “Zappeur et cinéfile. Entretien avec Serge Daney” en Cahiers du Cinéma nº 406.

 

 

 

FRAN BENAVENTE

Profesor agregado y director de los estudios de Comunicación Audiovisual en la Universitat Pompeu Fabra, Fran Benavente imparte asignaturas sobre historia de los géneros cinematográficos y análisis de la ficción televisiva. Crítico cinematográfico y de televisión, es miembro del consejo de redacción de la revista Caimán / Cuadernos de Cine y colaborador del Cultura/s de La Vanguardia. Ha escrito numerosos artículos académicos y divulgativos, y colaborado en una notable cantidad de libros sobre cine y ficción serial.

GLÒRIA SALVADÓ

Glòria Salvadó es profesora agregada de los estudios de Comunicación Audiovisual en la Universitat Pompeu Fabra, donde imparte docencia en narrativa audiovisual, cine y televisión. Asimismo, es docente de la Universitat Oberta de Catalunya. Crítica cinematográfica y televisiva, colabora en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia y en la revista Caimán / Cuadernos de cine. Ha escrito numerosos artículos académicos y divulgativos, y publicado en una notable cantidad de libros sobre cine y ficción serial.