CINE Y TELEVISIÓN

Roberto Rossellini

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Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

La televisión constituye en la actualidad el más potente y sugestivo de estos dos medios de comunicación, porque dispone de una audiencia mucho mayor. La televisión debería ser, por consiguiente, el medio más adecuado para promover una educación integral, es decir –según las palabras de Antonio Gramsci–, «una nueva Weltanschauung proletaria», un nuevo concepto de vida para el pueblo. Gramsci afirma:

 

«Hay que llegar a la creación de una nueva cultura integral, que tenga los carácteres masivos de la Reforma protestante y el Siglo de las Luces francés, los carácteres del clasicismo griego y el Renacimiento italiano, una cultura que, como decía Carducci, sea la síntesis de Maximilien Robespierre e Immanuel Kant, sea la síntesis de la política y la filosofía en una unidad dialéctica intrínseca a un grupo social, no ya francés o alemán, sino europeo y mundial».

 

No hace falta añadir que, en la hora presente, ninguna de estas preocupaciones se manifiesta en quienes controlan y dirigen las televisiones en todos los países del mundo. El problema de estudiar una nueva forma de educación no parece tampoco interesarles mucho; la idea de alcanzar la «cultura integral» no se les ha ocurrido todavía. Para ellos. la televisión no es más que un medio de obtener «diversión» y popularidad; lo emplean como vector de propaganda para vender ciertas mercancías, y para ganar adeptos a esta o aquella ideología, a este o aquel bando político, para dar mayor peso a este o aquel grupo de presión. Salta a la vista la rapidez con que la televisión se ha cimentado y desarrollado, antes de degradarse no menos rápidamente, hasta reducirse al vehículo publicitario de un producto o una opinión; salta a la vista la rapidez con que se ha alejado de toda verdad concreta, de toda inteligencia, de todo saber y de todo conocimiento auténtico. Pero el advenimiento de la televisión ha provocado también otros males: ha hecho triunfar, acelerarse e institucionalizar el proceso de corrupción del cine, en el preciso momento en que comenzaban a nacer, en el ámbito cinematográfico, otras preocupaciones más serias que la de la simple diversión, el entertainment.

 

La entrada en escena de la televisión desencadenó una guerra absurda entre la pequeña pantalla y el cine; una infinidad de partidarios de uno y otro medio se lanzó de pronto a enunciar teorías disparatadas sobre el lenguaje, la estética, la incidencia social o «cultural» del cine o de la televisión.

 

Nadie, o casi nadie, se tomó la molestia de adoptar la perspectiva justa: a saber, que la aparición de esta nueva técnica podía significar un extraordinario vehículo de difusión de sus productos (films, etc.) a un público cada vez más vasto.

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

Rodaje de L'età di Cosimo de' Medici (Roberto Rossellini, 1973)

 

La guerra entre la televisión y el cine tuvo consecuencias nefastas para los dos medios.

 

El cine, al principio, intentó vencer a la televisión agigantando la pantalla de las salas de exhibición, generalizando el uso del color, aumentando desmesuradamente los costes de producción (con lo cual solo ha conseguido hacer más y más difícil la incorporación de nuevos talentos creadores a unas estructuras que se anquilosaban progresivamente).

 

La televisión, por su parte, sacó buena tajada en los primeros tiempos de la atracción que despierta toda novedad; se benefició también de las nuevas condiciones de vida que surgieron coincidiendo con su aparición: los problemas del tráfico, la descentralización urbana, etc.

 

Apenas implantada, y con el objeto de acelerar su difusión, se esmeró en hacer cada vez más «populares» sus programas: los juegos, las canciones, las revistas, la comicidad más banal, fueron los vectores de su impetuosa penetración.

 

Para contrarrestar el éxito de la televisión, el cine intentó retener al público, que desertaba de las salas de proyección, por todos los medios a su alcance. Produjo entonces films cada vez más sensacionalistas y vulgares, a la vez que disfrazó sus intenciones mercantiles con una publicidad hecha de palabras pomposas: «belleza», «intelectualidad», «compromiso», «sed de libertad», etc. Pero lo único cierto es que se fue envileciendo progresivamente con el escándalo y la obscenidad.

 

 

La crisis del cine

 

El cine atraviesa actualmente una grave crisis.

 

La televisión ha echado hondas raíces en nuestra vida cotidiana. Pese a desempeñar en todas partes un papel muy semejante, su organización varía de un país a otro. En ciertos países predomina la llamada televisión comercial: Estados Unidos constituye el mejor ejemplo. La televisión norteamericana vende prácticamente todas sus horas de emisión a la publicidad. Y como consecuencia, sus programas están pensados para atraer al mayor número posible de telespectadores, pues el aumento del índice de audiencia determina un aumento proporcional de los ingresos publicitarios: así, por cada ocho o nueve minutos de programa, desfilan por la pequeña pantalla uno o dos minutos de anuncios. En otros países, como Francia o Italia, la televisión es un monopolio estatal. En dichos países, la organización televisiva se financia gracias a un canon que los propietarios de televisores están obligados a pagar (un canon similar, por lo demás, grava también a los propietarios de aparatos de radio). Las cadenas de la Radio-Television francesa o la Rai-TV italiana se embolsan así anualmente muchos miles de millones (de francos antiguos o de liras) como compensación por los servicios que proporcionarán a los telespectadores a lo largo del año sucesivo, y cuya naturaleza se deja al libre criterio de estos organismos.

 

En definitiva, el cine tiene que conquistar cada vez, película por película, a los espectadores que pagan su producción, mientras que la televisión estatal monopolista emite programas a unos espectadores ya asegurados previamente, que pagaron por adelantado: disfruta pues de un privilegio incomparable.

 

En Italia, el cine y la televisión tienen un presupuesto anual casi equivalente: trescientos mil millones de liras cada uno de los dos medios (más de mil quinientos millones de francos nuevos). No hace falta mucha imaginación para comprender las ventajas que reportaría, tanto a las dos industrias como al publico, acumular ambos presupuestos y complementarse mutuamente en vez de competir. Volveremos sobre el tema.

 

Cualquiera que tenga una idea del cine, por pequeña que sea, sabe que la aventura de producir un film sólo es posible cuando el presupuesto mínimo está cubierto (bajo cualquiera de estas fórmulas: preventa, coproducción, adelanto sobre taquilla, etc.). Pero hasta tales precauciones tampoco resultan suficientes para reducir o eliminar los riesgos. El cine busca entonces refugio en la repetición de fórmulas que conocieron ya éxito comercial; explota las modas. ¿Y cuánto tiempo son validas esas formulas? Sabemos por experiencia que, tanto en el cine como en cualquier otro campo, la moda dura «el tiempo de un suspiro».

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

Rodaje de Agostino d'Ippona (Roberto Rossellini, 1972)

 

El cine se ve condenado así al suplicio de Sísifo: es esclavo de un sistema que le obliga a empezar siempre desde cero, a asumir una y otra vez el riesgo que supone adivinar lo que tendrá éxito, a buscar lo que puede gustarle al público en el momento oportuno, y todo eso con márgenes de tiempo increíblemente breves.

 

En sus primeros tiempos, sin embargo, el cine reguló una dirección muy distinta: su gran momento coincidió con la época en que los norteamericanos convirtieron el viejo refrán inglés the goods follow the flag (los productos siguen a la bandera) en the goods follow the films (los productos siguen a los films).

 

Efectivamente, los films significaban en aquella época un vector insuperable, un medio soberano de publicidad «institucional» para una cantidad enorme de nuevos productos: del automóvil a la nevera, del aspirador a la tostadora, del ventilador al teléfono y la maquinilla eléctrica de afeitar. En una palabra, los mil y un productos que era preciso imponer a la sociedad (que aún no era sociedad de consumo, pero estaba justamente a punto de serlo). Y el cine contribuyó en buena medida a la difusión de nuevos modelos de vida, al crear otras necesidades y otras apetencias. A la vez que medio de diversión, el film ha sido el caballo de Troya de la sociedad de consumo. Mientras fueron estas las condiciones operativas del cine, la financiación no planteaba mayores problemas, porque el capital disfrutaba de unas ventajas independientes del éxito económico del film. La producción era abundante, y su misma abundancia permitía, aunque con lentitud, ensanchar las fronteras del arte cinematográfico, e intentar –aunque muy de vez en cuando– experiencias nuevas.

 

Las condiciones han cambiado hoy radicalmente. La publicidad institucional ha caído en desuso, en cuanto ya no tiene razón de ser, al haberse ya alcanzado buena parte de sus objetivos fundamentales. Desde ese punto de vista, la función del cine y de la televisión es ahora otra: no sirven ya para promover un determinado prototipo de sociedad, como los films de otro tiempo, sino que juegan el papel de «opio del pueblo» y hacen todo lo posible –no sé si por una forma de tropismo o por una iniciativa consciente– para mantener a las masas en un estado de infantilismo, movido por una suficiencia caprichosa que les da la ilusión de la libertad. Este infantilismo conviene, sin duda, a los dirigentes de nuestra sociedad: facilita la propaganda que orienta a las masas hacia la alternativa que el poder o los grupos de presión desean.

 

 

Un servicio de interés general

 

Una televisión estatal sólo se justifica si actúa realmente, según prescribe la ley, como un «servicio indispensable con carácter de interés general» y «participa en el desarrollo social y cultural del país».

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

La toma de poder por parte de Luis XIV (La prise de pouvoir par Louis XIV, Roberto Rossellini, 1966)

Para conseguir una promoción cultural al servicio del pueblo, las diversas televisiones (al menos las estatales), los órganos de control parlamentario y los sindicatos deberían poner en práctica nuevos procedimientos a fin de que los programas televisivos contribuyeran a la democratización del país. ¿Que fines habrían de proponerse y con que método? En lo relativo a los fines, recordemos lo que, cada una a su manera, han expresado las grandes corrientes modernas del pensamiento, del cristianismo al islam, de Sócrates a Karl Marx: el único fin posible es el de hacer madurar la sociedad humana. Todas estas corrientes de pensamiento comparten una base común: la fe en el hombre. El propio Mahoma ha dicho que la variedad y la multiplicidad de la inteligencia humana son la prueba de la existencia y de la generosidad de Dios. La ciencia le da hoy la razón, al demostrar la multiplicidad de la inteligencia. Es una riqueza de la que debemos sacar partido.

 

En lo relativo a los métodos, la televisión podría desarrollar una promoción cultural al alcance de todos. Por servirse de imágenes, lograría en gran medida vencer las dificultades de la enseñanza si es cierto lo que afirma Comenio: «La dificultad de aprender proviene del hecho de que las cosas no se enseñan a los alumnos por visión directa, sino mediante descripciones tediosísimas, a través de las cuales difícilmente se imprime la imagen de las cosas en el intelecto; tan débilmente penetran en la memoria que se desvanecen con facilidad o se comprenden de forma distinta a la adecuada».

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

Blaise Pascal (Roberto Rossellini, 1972)

La televisión podría proporcionar una «visión directa» de las cosas, de los hombres y de la historia a millones y millones de individuos. La historia nos enseña que los cambios sociales –inevitables, por cuanto estamos destinados a evolucionar hacia un mundo mejor– suceden a los nuevos sistemas de pensamiento. Pero los sistemas de pensamiento únicamente evolucionan cuando los hombres están en condiciones de recapitular lo que saben. Para ello, es indispensable informar a todos, poner el saber al alcance de todo el mundo; y es indispensable también que este saber sea puesto continuamente al día. En una palabra, hay que democratizar el conocimiento.

 

¿Cabe lograr que el hombre renazca en su integridad, como ha ocurrido ya dos o tres veces a lo largo de la historia? Si, con tal que todos los hombres, o una mayoría al menos, sean capaces de recapitular el mayor número posible de datos. Con este fin, es necesario que se desarrolle una información cultural dirigida a todos, susceptible de difundir todos los conocimientos y todas las ideas. Entonces, y sólo entonces, todos los hombres serán capaces de elaborar síntesis y orientar su mente de tal manera que hagan posibles nuevos desarrollos a su vez. Llegaríamos así a una participación armoniosa de todos los individuos en los asuntos sociales.

 

Esto sería lo ideal, naturalmente.

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

L'età di Cosimo de' Medici (Roberto Rossellini, 1973)

 

La práctica, por desgracia, es muy diferente. La televisión ignora estos principios y el cine aún más todavía. Efectivamente, las iniciativas del cine en materia educativa son nulas. La televisión, por el contrario, se ha impuesto algunos objetivos; pero todos sus esfuerzos docentes están calcados sobre el modelo de la escuela, incluyendo las escuelas profesionales. Existe, sin embargo, en la televisión italiana una excepción notable, la serie de telefilms titulada Sapere («Saber»). Exceptuando dicha serie, la televisión, a imagen de la escuela, no parece tener otro objetivo que el de ayudar a los alumnos a «hacer carrera» dentro de los márgenes del sistema actual. Gramsci afirmaba que la escuela tradicional es una oligarquía, ya que sus enseñanzas van dirigidas a una generación de hombres cuyo destino es el de regir el país. Añadiré, por mi parte, que estos futuros «dirigentes» son, en realidad, dóciles y sumisos, porque sus horizontes son muy limitados. La televisión, por el bien común, debería estimular aquellas formas de información y de cultura que la escuela no imparte y que servirían al desarrollo gracias a la conciencia y no a la propaganda de un sentido critico riguroso, indispensable al progreso y a la evolución de las estructuras sociales vigentes. Dicha evolución serviría a los intereses de todos, tanto de los privilegiados como de las masas desheredadas.

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

Sócrates (Socrate, Roberto Rossellini, 1971)

 

Independientemente de la necesidad de modificar sus objetivos, el factor fundamental para que la televisión y el cine sobrevivan es el de la creatividad. Si se llegara a establecer una colaboración entre las dos estructuras, las posibilidades de fomentar el espíritu de inventiva aumentarían sin duda, con la repercusión consiguiente en beneficio de las ideas. Hemos visto que en Italia (como ocurre más o menos en los demás países) el presupuesto de la televisión y el del cine son equivalentes, unos trescientos mil millones de liras, a pesar de que los telespectadores sean mucho más numerosos que los clientes habituales de las salas cinematográficas.

 

Si la televisión participase en la producción cinematográfica, compartiría los ingresos de los films, aliviando así su dependencia de la publicidad. Los trabajadores de los dos medios gozarían igualmente de una mayor garantía de empleo. Un mercado más amplio y más saneado permitiría emprender las operaciones de promoción cultural a que antes nos hemos referido y que contribuirían a formar las mentes: tendría así una «cultura integral» mayores probabilidades de convertirse en realidad. Estos métodos de promoción, una vez perfeccionados, estimularían también la implantación de nuevos medios audiovisuales (videocasettes, etc.), de los que tanto se ha hablado y en los que se ha invertido tanto dinero, en vano, hasta el momento.

 

 

 

Rodaje de Cartesius (Roberto Rossellini, 1974)

Atti degli Apostoli (Roberto Rossellini, 1966)

 

Este texto recoge parte de la intervención de Rossellini en el coloquio «L’engagement social et économique du cinema» que organizó en el Festival de Cannes el 13 y 14 de mayo de 1977. Fue publicado en: ROSSELLINI, Roberto (1977). Un esprit libre ne doit rien apprendre en clase Libraire Arthème Fayard. Paris. Traducción al castellano de José Luis Guarner en: ROSSELLINI, Roberto (1979). Un espíritu libre no debe aprender como esclavo. Escritos sobre cine y educación. Gustavo Gil. Barcelona.