LOS ARCHIVOS RUSOS Y EL SÍNDROME DE ROY BATTY. SOBRE LOS TRES CRITERIOS DE PROGRAMACIÓN DE 'VER SIN VERTOV'

Carlos Muguiro

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MUGUIRO, CARLOS, "Los archivos rusos y el síndrome de Roy Batty. Sobre los tres criterios de programación de 'Ver sin Vertov'" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n.1, 2012, pp. 50-54

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De izquierda a derecha: El undécimo año (Odinnadcatyj, Dziga Vertov, 1928) y La sexta parte del mundo (Sestaja čast' mira, Dziga Vertov, 1926)

 

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Con motivo del 50 aniversario de la muerte de Dziga Vertov, el Giornate del Cinema Muto de Pordenone (Italia) programó en su edición de 2004 la más completa y exhaustiva retrospectiva sobre el cineasta soviético realizada hasta ese momento. Arropado por la publicación del volumen de textos vertovianos Lines of Resistance, editado por Yuri Tsivian, el programa presentaba literalmente todo el hombre con la cámara, sin duda, uno de los grandes procesos de cartografización del cine soviético abordados tras el fin de la URSS.

 

La misma efeméride justificó el programa Ver sin Vertov, que comisarié para La Casa Encendida y que pudo verse en Madrid entre el 9 de octubre de 2005 y el 5 de enero de 2006. Este ciclo, sin embargo, no incluía ninguna película del director homenajeado en Pordenone. Miraba desde el promontorio de 1954, pero no para reconstruir retrospectivamente el legado del cineasta, sino para valorar su ausencia en los caminos que se abrieron en el cine soviético a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. El vacío de Vertov, tan elocuente que aparecía reflejado expresamente en la formulación de la retrospectiva, evidenciaba la orfandad desde la que, entiendo, siempre se programa: al enarbolar la paradoja de ver sin ver el ciclo reivindicaba la opción de programar desde la desorientación, la ceguera y el silencio, además del placer de vagar o perderse por un territorio cinematográfico todavía no parcelado u ordenado sistemáticamente por la historia. Trataba de poner en evidencia, por tanto, que no se programa desde el conocimiento, sino para conocer. En su dimensión más honesta, podríamos decir, cada ciclo revela el rastreo que por su árbol genealógico-cinematográfico ha seguido el programador.

 

Aplicando cierta metodología negativa, el ciclo asumía también, como argumento crítico, la enigmática hipótesis de la no-influencia de Vertov,  tal y como había sido formulada por Patricia Zimmerman en 1990. Recordémosla brevemente: tras la experiencia del Robert Flaherty Film Seminar, celebrado en Riga bajo el título El legado de Vertov y Flaherty en el documental soviético y americano, Zimmerman reparaba en la contradictoria ausencia de Vertov en la tradición documental soviética de la segunda mitad de siglo XX, particularmente en el tiempo de la Perestroika. A propósito de los académicos y cineastas con los que había compartido el encuentro, escribía: “Los soviéticos invocaban continuamente la tradición de Flaherty como uno de los motores del nuevo documental de la URSS. (…) Hemos descubierto que nuestros colegas soviéticos están influenciados por Robert Flaherty, mientras que nosotros, americanos, estamos fascinados por Dziga Vertov” (ZIMMERMAN, 1992: 5). Más allá de las necesarias matizaciones que merecerían las palabras de Zimmerman, la mera hipótesis de la no-influencia como componente explicito y catalogable, con densidad y valor estético reconocible y reiterado en el tiempo, es decir, como signo encarnado visiblemente en la ausencia, latía como una inquietud o misterio fascinante entre las razones de Ver sin Vertov.

 

 

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Creo que fue a Naum Klejman, director del Museo de Cine de Moscú, a quien primero escuché la necesidad de aplicar una metodología negativa en la reconstrucción del cine ruso del siglo XX. El espectador que se adentrase en las galerías de los archivos rusos, venía a decir, debería contemplar en el mismo plano de igualdad y análisis tanto las películas que se hicieron como las que nunca llegaron a realizarse por motivos diversos, fundamentalmente ideológicos. Debería atender tanto lo que las películas decían como lo que callaban. Y tener siempre en mente los filmes que nunca fueron sacados de las latas, además de las primeras versiones de otros que, aun habiendo sido remontados, también se guardaban impecables, a la espera de que quizá cambiase el contexto y en ese vaivén político se modificaran también los criterios censores. Como explicó el director general del archivo cinematográfico de Rusia, Gosfilmofond, Vladimir Dmitriev, “aunque resulte paradójico, la mayor parte de los films prohibidos en la URSS no fueron destruidos. Ni siquiera aquellos que habían sido duramente criticados. (…) Funcionaba un fenómeno interesante, ligado a nuestra psicología nacional, y quizá también al carácter particular de nuestros cineastas. Todos eran conscientes de que la situación podía cambiar un día. Así que por si acaso, había que guardarlo todo” (EISENSCHITZ, 2000: 188).

 

Klejman fue, nada casualmente, uno de los responsables del primer proyecto que, a mi modo de ver, se atrevió a proponer de manera expresa un recorrido por el cine ruso-soviético a partir de la ausencia. Aunque sin llevar su propuesta al paroxismo fantasmagórico de hacer una programación de películas sin proyecciones1, el Festival de Locarno del año 2000, dirigido en ese momento por Marco Müller, propuso reconstruir el territorio de lo no-dicho, de lo censurado, de lo callado, de lo mutilado en el cine ruso-soviético entre 1926 y 1968. La retrospectiva que resultó de tal empeño, Lignes d’ombre: Une autre historire du cinéma soviétique, comisariada por Bernard Eisenschitz,  no sólo descubría a cineastas poco habituales del canon, como Vladimir Vengerov o Mikhail Schveitser -que aparecían como los primeros pupilos de Eisenstein en el VGIK-, sino que aplicaba una mirada nueva incluso sobre aquellos que ocupaban indiscutiblemente el panteón soviético. Frente a los lugares comunes que habían solidificado una imagen del cine ruso-soviético más o menos categorizada y ordenada en etapas histórico-políticas, Lignes d’ombre descolgaba los trampantojos y telones pintados de la historiografía tradicional y descubría que tras la maquinaria escenográfica se abría la inmensidad de un horizonte inabarcable.

 

 

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Cualquier espectador que hubiera seguido metódicamente la retrospectiva de Locarno habría llegado fácilmente a dos conclusiones. La primera que, también en el cine, tomando prestadas las palabras de NikoláiBerdiayev, «el ruso desconocía el gozo de la forma» (BERDIAEV 1990: 65). Con la nueva redefinición de fronteras asumida por Lignes d’ombre, el cine ruso parecía desbordarse más allá de los límites controlables del conocimiento, componiéndose como una verdadera atopía cinematográfica. En última instancia, la geografía imaginal del territorio cinematográfico, expansivo e indefinible, sólo podía encontrar parangón en el territorio real, es decir, en el sinfín mítico del espacio ruso: informe prostor cinematográfico, espacio sin horizonte. Regresar de ese no-lugar, representado simbólicamente por los archivos Gosfilmofond, la colección de películas más grande del mundo, con más de 60.000 títulos, generaba -genera hoy- cierta clase de desazón agónica que podríamos llamar síndrome de Roy Batty, en recuerdo del replicante de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), verdadero espectador del asombro que traía la noticia de haber visto “cosas que vosotros no creeríais”. Y moría justamente evocando el listado de sus incompartibles visiones: “He visto rayos-c brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser”.  Sin duda, el síndrome de Roy Batty amenaza desde el corazón de Gosfilmofond a cualquiera que se adentre en sus galerías.

 

La segunda de las conclusiones de Lignes d’ombre se derivaba de la mencionada inmensidad atópica: cada sesión del ciclo ponía en evidencia la dimensión espacio-geográfica consustancial no ya al acto de hacer, sino a la experiencia de ver películas. Quizá por la imposibilidad de habitarlo realmente, por la infinitud real del prostor cinematográfico ruso, cada proyección definía un lugar, procuraba cierta clase de refugio, de territorio frágil rescatado del sinfín: durante el tiempo que duraba la proyección, cada sesión hacía real el espacio del espectador, poseía el poder de concretar un hogar, como cada uno de los promontorios desde los que el nómada se detiene a mirar y, por unos instantes, funda un lugar. Probablemente sólo desde la absoluta atopía del cine ruso podía quedar en evidencia de manera tan rotunda la experiencia topográfica que significaba cada proyección. Junto al método negativo de Klejman, ésta fue la segunda pauta de programación que encontré en Lignes d’ombre. Abundaré en este asunto a continuación.

 

 

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En su reciente ensayo titulado Zona, Geoff Dyer propone una lectura meta-cinematográfica de Stalker (1979, Andréi Tarkovski) que abunda en la paradoja geográfica del cine ruso que hemos definido en las líneas precedentes. Dyer invita a ver la película de Tarkovski como la historia de un viaje hacia una habitación oscura, lugar de la promesa, en donde la visión está indisolublemente unida a un lugar concreto. En el corazón de ese laberinto enfangado, la experiencia de la visión está asociada al sitio desde donde se produce la contemplación, al suelo donde se detienen los pies: la Zona es, en este contexto, el lugar de la visión. De la misma manera que los primeros espectadores de la Cinémathèque Française de la calle Messine atravesaban los pasillos, sorteando los objetos cinematográficos allí acumulados por Langlois, hasta llegar a la pequeña sala de proyección, abierta como una concavidad natural en el corazón del edificio, así también se adentran los tres personajes de Stalker hacia la Zona de Tarkovski, no para dominarla como viejos colonos o conquistadores sino para merecérsela, como nuevos creyentes.

 

Probablemente, esta estrecha vinculación entre lugar y visión nos resulta a día de hoy un tanto exótica o directamente anacrónica. En la conformación de este universo panóptico que habitamos, al mismo tiempo que todo se ha hecho, no ya visible, sino globalmente localizable -he escuchado en alguna ocasión que ya no es importante ver las películas sino saber dónde están en la red-, la experiencia del espectador, sin embargo, ha ido progresivamente desubicándose, convirtiéndose en una actividad no vinculada necesariamente a un lugar privilegiado. Ahora bien, el cine, arte del presente, tal y como escribió Serge Daney (l’art du présent), es también el arte de hacer presente, o mejor, de hacerse presente, de ser presencia. En esto le damos la razón a Dyer: pocos films como Stalker son capaces de establecer tan claramente el vínculo entre la experiencia de la visión y el lugar desde el que se presencia –y se hace presente- la imagen. Frente al cine como experiencia absolutamente deslocalizada, tal y como se vive a través del no-lugar de internet, la labor del stalker consiste en volver a ubicarlo, es decir, en hacer que suceda en un lugar, que acontezca en una habitación oscura, porque en tal ejercicio topográfico se fundamente la memoria que construye el film como tránsito personal y colectivo. “Un film como Stalker – afirma Dyer, recordando el primer encuentro con la obra de Tarkvoski-, siempre sucede en un lugar y en un tiempo precisos. Para mí, aquellos pequeños cines de París donde vi por primera vez tanto cine artístico y que hicieron que el cine se convirtiera en un lugar de peregrinación” (JELLY-SCHAPIRO, 2012: 3).

 

A partir de las palabras de Dyer, me resulta fácil imaginar a Müller, Eisenschitz y Klejman adentrándose en la zona del cine ruso, en busca de aquellas imágenes invisibles que “nadie creería”. Eisenschitz el Escritor, Klejman el Filósofo y Müller, cómo no, el autentico Stalker.

 

 

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Junto a la estética negativa y a la necesidad contemporánea de volver a ubicar físicamente la mirada del espectador (la película como acontecer), la tercera guía de Ver sin Vertov respondía a la necesidad que, en ocasiones, el cine genera de sí mismo. La describiré brevemente para terminar.

 

Cuando Dziga Vertov enunció su teoría de los intervalos, tal y como aparece en el texto Nosotros: Variante de un manifiesto, publicado en 1919,  no sólo estaba avanzando una forma de pensar el montaje a partir de la distancia entre dos planos o del movimiento que se agitaba entre dos imágenes. Estaba también señalando el lugar en el que iba a morir. Dziga Vertov falleció el 12 de febrero de 1954: 37 años después de la Revolución de Octubre; 37 antes del fin de la Unión Soviética en 1991. Murió en el intervalo: digamos, en el espacio entre dos imágenes, en el quiebro preciso en el que el cine se piensa a sí mismo. Justo un año antes, con la muerte de Stalin, comenzaron a darse en la URSS las condiciones para la gran regeneración cinematográfica del Deshielo, en la que convivieron, en apenas una década, cineastas soviéticos de cuatro generaciones distintas. En ese contexto, la muerte de Vertov también marcaba un corte de montaje. Desde la distancia de 2004, cincuenta años después, su necrológica hacía las veces de nervio del negativo que separaba dos planos perfectamente simétricos e invertidos de la historia, un efecto de extrañamiento especular,  tal y como Pelechian, asumiendo los presupuestos del montaje vertoviano, haría en sus películas.

 

Hay enigmas que plantean las propias películas que sólo pueden resolverse a través del cine. Cuestiones que, en ocasiones, quedan sugeridas en contraplanos ausentes, en miradas perdidas, en promesas expresas o encuentros nunca completados. En muchas ocasiones, el dilema tiene que ver con el relato de la historia que ellas mismas sugieren a partir de la memoria iconográfica que, quizá sin saberlo, guardan en su interior. En este caso, programar no es un ejercicio de puesta en escena, es decir, de continuidad o articulación entre imágenes, sino de mise en abîme, de relato abismático y desorientador que lleva a otras películas, quizá insospechadas, pero también a otras formas visuales o culturales, anteriores al Babel cinematográfico. En este sentido, el intervalo de Vertov, encarnado hasta un punto paradójico en la biografía del cineasta, era demasiado caprichoso como para no asumirlo, también, como un modelo para armar películas, para programarlas. Resultaba una invitación a surcar el espacio del cine soviético a partir del plano que no estaba pero que estaba siendo invocado.

 

 

 

 

NOTAS A PIE DE PÁGINA

1 / En el cine ruso hay notables ejemplos de películas que no existen (por lo tanto de películas invisibles) que, sin embargo, han tenido una presencia cuasi fantasmagórica, mayor incluso que otros clásicos que se proyectan periódica y metódicamente. Pongo un ejemplo. En 2012 hemos conmemorado el 75 aniversario de una película fundamental que, sin embargo, sólo vieron su director y sus censores. Una película que, por las conclusiones a las que llegan los investigadores, nunca llegaremos a ver nadie más. Me refiero a La pradera de Bezhin / Bezhin Meadow (Bezhin Lug. Sergei Eisenstein, 1937).  La película fue duramente criticada por las autoridades soviéticas, particularmente por Boris Shumyatsky, jefe del GUFK (dirección de la industria cinematográfica soviética), que consideraba que no estaba fundamentada en la lucha de clases sino en la batalla entre las fuerzas elementales de la naturaleza, en el enfrentamiento entre “el Bien y el Mal”. El film no se estrenó y el negativo y las copias quedaron destruidos durante la II Guerra Mundial. Siguiendo este modelo, no es descabellado, ni siquiera difícil, imaginar una gran retrospectiva de cine sin películas que proyectar.

 

 

 

RESUMEN

Coincidiendo con el 50 aniversario de la muerte de Dziga Vertov, La Casa Encendida de Madrid programó entre 2005 y 2006 una exhaustiva retrospectiva sobre el cine de no-ficción en Rusia y la URSS, desde el fallecimiento del cineasta hasta la actualidad, titulada Ver sin Vertov. Tal y como argumenta su comisario, los criterios de programación de dicho ciclo fueron fundamentalmente tres. Primero, la aplicación de una metodología negativa sobre la historia del cine ruso-soviético, tal y como había sido argumentada por Naum Kleijman y puesta en práctica por Lignes d’ombre en el festival de Locarno de 2000. Segundo, la necesidad de ubicar físicamente la experiencia del espectador, otorgando a la proyección la dimensión de película-acontecer. Y tercero, la selección de películas tomando como pauta o argumento de programación las demandas o paradojas que generaban las propias obras. En el caso concreto de este ciclo, la muerte de Vertov -37 años después de la Revolución de Octubre, 37 años antes del fin de la URSS- invitaba a hacer una lectura biográfico-histórica de la teoría de los intervalos de Dziga Vertov y a programar, por tanto, como un ejercicio de montaje.

 

ABSTRACT

On the occasion of the 50th anniversary of the death of Dziga Vertov, in 2005–06 La Casa Encendida in Madrid programmed “Ver sin Vertov”, a retrospective season on non-fiction film in Russia and the USSR since Vertov's death until the present time. In this essay the film programmer reflects on the three programming criteria for that season. Firstly, he was interested in applying an negative methodology on the history of Russian and Soviet cinema, as it had previously been suggested by Naum Kleijman and used in the programme “Lignes d’ombre” that took place at the Locarno Festival in 2000. Secondly, the programme aimed to reflect the need to physically locate the experience of the spectator, conceicing of the screening as a film-event. And thirdly, the programme seeked to foreground the questions and paradoxes presented by the works themselves, taking them as models or arguments for the programme itself. Taking as a point of departure the particular circumstances of Vertov's death – 37 years after the October Revolution; 37 years before the fall of the USSR in 1991 – this programme performed a historical and biographical reading of Dziga Vertov's Theory of the Cinematographic Interval, and was an invitation to understand programming as an exercise in montage.

 

PALABRAS CLAVE

Dziga Vertov, Rusia, Unión Soviética, no-ficción, metodología negativa, película-acontecer, lugar, espacio.

 

KEYWORDS

Dziga Vertov, Russia, Soviet Union, non-fiction, negative methodology, film-event, place, space.

  

 

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

BERDIAEV, Nikolai (1990). Subda Rossii. Moscow. Sovetskii pisaltel.

DYER, Geoff (2012). Zona. New York. Panteón Books.

EISENSCHITZ, Bernard (2000). La conservation comme acte d’histoire. Entretien avec Vladimir Dmitriev, directeur adjoint de Gosfilmofond. En B. EISENSCHITZ (ed.), Lignes d’ombre. Une autre historie du cinéma soviétique (1926-1968), p. 188.  Milano, Mazzota.

JELLY-SCHAPIRO, Joshua (2012). Stalking the Stalker: Geoff Dyer on Tarkovsky. Sight & Sound, September. (www.bfi.org.uk/news/stalking-stalker-geoff-dyer-tarkovsky). Revisado en noviembre de 2012.

ZIMMERMAN, Patricia (1992). The Legacy of Vertov and Flaherty. En  Journal of Film and Video, nº 44, primavera/verano, p.5.

 

 

 

CARLOS MUGUIRO

Profesor-investigador del Departamento de Estudios Eslavos del Instituto Universitario de Cultura de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, donde actualmente realiza la tesis doctoral sobre el paisaje en el arte y cine rusos. Profesor de Estética del cine en la Universidad de Navarra. Como comisario, programó la retrospectiva Ver sin Vertov en La Casa Encendida de Madrid entre 2005 y 2006, ciclo que pretendía reconstruir la tradición del cine documental ruso-soviético de la segunda mitad del siglo XX. En este ámbito, fue comisario de la primera retrospectiva de Alexánder Sokurov en España (Festival de Creación Audiovisual de Navarra, 1999), de la obra completa de Irina Evteeva (Zinebi, 2010) y del programa El silencio en el cine documental post-soviético (Punto de Vista IFF, 2008).  Fundador del Festival Punto de Vista, del que fue su director artístico durante cinco años, hasta 2009. Ha participado en diversas publicaciones colectivas, como Una diagonale baltica. Ciquant’anni di produzione documentaria in Letonia, Lituania ed Estonia, y editado los libros Ver sin Vertov. Cincuenta años de no ficción en Rusia y la URSS (1955-2005); El cine de los mil años, Una aproximación al cine documental japonés; Ermanno Olmi, Seis encuentros y otros instantes; y The Man Without the Movie Camera: the cinema of Alan Berliner.

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