CONVERSACIÓN CON JACKIE RAYNAL

Pierre Léon (con la colaboración de Fernando Ganzo)

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LÉON, PIERRE (con la colaboración de FERNANDO GANZO), "Conversación con Jackie Raynal" en: Cinema Comparat/ive Cinema, n. 2, 2013, pp. 29-42

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RESUMEN / PALABRAS CLAVE / ARTÍCULO / NOTAS / BIBLIOGRAFÍA / SOBRE EL AUTOR

 

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Deux fois (Jackie Raynal, 1968)

Pierre Léon: Hablemos de cómo percibiste, si es que fue así, el cambio progresivo del cine, antes incluso de que comenzaras a trabajar en él, en la década de los sesenta.

Jackie Raynal: Al principio, sólo veía películas en la Cinémathèque Française. Empecé a ir siendo bastante joven. Desde los 7 años iba al cine con regularidad, lo cual me diferenciaba del público en general. Mi sensación era parecida a la de contemplar un tesoro: en esa época, era increíble el elevado número de posibilidades entre las que podía elegir un espectador. Por entonces, cuando veía las películas, solía fijarme en detalles relacionados con el cambio de las costumbres sociales en el cine: por qué las mujeres mayores continuaban pintándose los labios, por qué vestían de ese modo. Me gustaban especialmente las películas de gángsters. Sin embargo, mentiría si dijera que en los 60 era consciente de ese tipo de transformación del cine.

Al comienzo, me dediqué a la fotografía. Luego hice alguna película. Poco después, comencé a trabajar como montadora con Éric Rohmer. Pero esto era impensable para mí en aquellos primeros años en los que empecé a frecuentar la Cinémathèque Française. Llegabas allí, y Henris Langlois podía avisar de que aquella tarde no había llegado la película programada, de modo que elegía mostrar otra, pero lo importante es que siempre se trataba de un filme genial. Esto es lo que suponía para mí un cambio fundamental, puesto que poder escuchar a Langlois, contar con su presencia allí, generaba forzosamente un movimiento. Y es que Langlois llegaba a seleccionar incluso a sus clientes. Cuando las personas entraban en la sede de la Cinémathèque, se encontraban con una gran escalera que llevaba a la sala principal. Y, en otro lugar, cerca del despacho de Langlois, había una segunda sala, más pequeña. Allí, frente a la escalera, él hacía la repartición: pedía a algunos espectadores que subieran y, al resto, les acompañaba a la sala pequeña. Era como el gran cocinero Jamin, que servía en función del rostro del cliente. Además, Langlois podía llevar a cabo ese tipo de rituales porque decidía su programación durante la propia semana.

 

¿Pero si percibí en aquel tiempo una radicalización general? ¡Dios mío, no! Yo era muy bonita y me callaba la boca. Sabía que podía ir a la cama de quien quisiera y que podía escogerle. Resulta que escogí a un gran operador de cine que era como un oso, y así es como entré al cine. Así que en ningún sentido puedo decir que derribase ninguna puerta. Ahora me doy cuenta de que sí, pero entré donde entré por amor.

P. L.: ¿Y un día te dijeron «ven a montar una película»?

J. R.: Como sabía vestirme bien y comportarme en sociedad (porque al fin y acabo la intelligentsia del cine era una sociedad, era gente con dinero, todavía funcionaban los estudios) me propusieron ser figurante en Amor y BH-33 (Le Tracassin ou Les plaisirs de la ville, Alex Joffé, 1961), protagonizada por Bourvil. El asistente de Joffé se fijó en mí. Me preguntó si me interesaba el montaje, si quería comenzar a trabajar en el cine. Pero yo ni siquiera sabía lo que era el montaje. Cuando vi la moviola, pensé en las máquinas de coser con las que de pequeña me fabricaba mis propios vestidos copiando patrones de Marie Claire o Elle –nunca me interesaron los de las revistas comunistas que leía mi padre–. Por eso no me asustó trabajar manualmente con la banda de película. Para mí era como mezclar tejidos.

Pero no pensaba en hacer películas. No me plateaba qué hacer más adelante. No tenía pretensiones. Hay que tener en cuenta que el dinero desbordaba. Con 18 años me ofrecieron un MG descapotable. Algo impensable hoy. Quiero decir con esto que vivíamos en el momento, no pensábamos si queríamos hacer películas ni cómo las haríamos.

P. L.: De todos modos, volviendo a la cuestión de la radicalización de la época, estoy convencido de que uno no es consciente de ello cuando la “está viviendo”. Formas parte de ese periodo, trabajas. Y, cuando se hace esto dentro de un grupo, como era su caso, todo es muy informal. Sólo a posteriori nos damos cuenta de lo que fue. Por tanto, unos años después, ¿fuiste consciente de que el trabajo del Grupo Zanzibar quedó como el testimonio de un cambio del punto de vista respecto al cine, o sobre la forma de hacer cine?

J. R.: Es importante hablar del trabajo en equipo puesto que, con la llegada del digital, es algo difícil de comprender. Nosotros éramos un grupo de artesanos. Trabajábamos los procesos de prueba y error. Como montadora, por ejemplo, necesitaba de la ayuda de los soundmans, es decir, de alguien que se encargaba de registrar una serie de sonidos a incluir en la fase de montaje. También necesitaba trabajar de forma directa con los operadores de imagen. Hay que intentar entender cómo era el trabajo colectivo bajo esas circunstancias. Las tareas pasan de unos a otros; es como pescar en barco: no sabes muy bien hacia dónde te diriges, trabajas, descansas un rato para fumar o beber, conoces a las personas con las que estás, te enamoras, ves que eso puede molestar a otro y te detienes. Es algo que afecta a la creación, a la velocidad de los procesos de trabajo.

P. L.: A pesar de que sólo he rodado una película en 35mm., me es muy familiar lo que estás relatando. Nuestra forma de hacer las películas es muy parecida, aunque las filmemos en digital.

J. R.: En tu caso, probablemente se debe a que eres un gran actor, escribes muy bien, eres un buen cineasta, y alguien muy formado culturalmente. Incluso eres capaz de realizar una adaptación de Dostoievski1. Entre nosotros hay unos quince años de diferencia. El Grupo Zanzibar era como una familia: no trabajábamos en un estudio, pero sí contábamos con nuestros propios medios. Cuando esa familia se rompió, se acabaron las cosas para mí. Lo que me desespera, en cuanto a los cambios técnicos, es tener que aprender de nuevo, una y otra vez, algo que ya sé hacer perfectamente. Y esto se debe a los instrumentos, ya que cada vez son más pequeños. Me fastidia que el mercado nos imponga esos cambios, puesto que nosotros procedíamos de la tradición de Pathé, de los hermanos Lumière, del daguerrotipo y de Niépce. Tú formación es más bien teatral, conoces bien la ópera y la música. La mía es cinematográfica. Conozco el cine tal y como Langlois nos lo enseñó.

P. L.: Es cierto. Mi tradición es, sobre todo, literaria. Creo que cada cineasta cuenta con una herencia de otras artes, en distinta proporción. Ahora comprendo mejor lo que explicas, ya que tu origen, en cuanto al cine, proviene del propio hecho de trabajar manualmente con la película.

J. R.: Efectivamente. Es como el caso de Cézanne, que decía que no era él quien pintaba, sino su pulgar. O Manet, quien decía que sólo pintaba “lo que veía”. Y no hay que olvidar lo que supuso para nosotros «Caméra/Stylo», el texto de Alexandre Astruc. Cuando los cineastas de la Nouvelle Vague comprendieron que se podía hacer un trávelling con una silla de ruedas y se enfrentaron así a los estudios, fue un paso importante. De ahí nació El signo de Leo (Le Signe du lion, Éric Rohmer, 1959), rodada íntegramente en escenarios naturales, del mismo modo que Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard, 1960). Para mí, la gran obra maestra de esos años –aunque pasara un poco desapercibida en su momento, como La regla del juego (La Règle du jeu, Jean Renoir, 1939)– fue El signo de Leo, pues es un filme que no te permite darte cuenta de si está filmada cámara en mano o con un trípode. De todas formas, es algo que nos importa poco cuando contemplamos su belleza. Todo esto es comparable a la democratización de la danza por parte de Marta Graham. Y, al otro lado del océano, se encontraba Jonas Mekas, quien puso en práctica una forma de hacer cine con la que soñaba Jean Rouch.

F. G.: Es cierto que, al leer los escritos de Rouch sobre cine, uno no puede evitar pensar en que sus ideas se acercaban mucho a lo que Jonas Mekas o Stan Brakhage estaban haciendo en Estados Unidos en ese mismo momento. ¿Conocía Jean Rouch las películas de estos cineastas?

J. R.: En el caso de Rouch, la clave fue Mario Ruspoli y su idea sobre el “cine directo”. Rouch viajaba algo menos a Estados Unidos; estaba más influido por el cine de Ruspoli, que era un gran cineasta. A principios de los sesenta, cuando estaba pensando cómo construir una cámara prototipo idéntica a la Coutant que permitiera un sonido sincrónico, Ruspoli recibió a Albert Maysles. Rouch estaba ya ahí. Para Ruspoli, la cámara debía integrarse en la dinámica directa del rodaje como un personaje más de la película, hasta el punto de poder pasarla de mano en mano entre los personajes. Este tipo de cine creó mucho trabajo. Pero una vez más lo fundamental era el formato: esas películas, al estar filmadas en 16mm., sólo podían proyectarse en aquel momento en las escuelas, los ayuntamientos o los sindicatos. Por lo tanto, ese movimiento cinematográfico no llegaba a las grandes salas, pues no estaban equipadas para ello.

F. G.: Quizá este vínculo pueda trazarse de forma menos directa, a través de la influencia del propio Dziga Vertov.

J. R.: Sí. Y Robert Kramer también pudo haber sido un vínculo entre Rouch y Mekas. También era importante Chris Marker, quien sólo quiso filmar en 16mm., aunque era capaz de fotografiar muy bien en 35mm. Todos ellos eran cineastas muy comprometidos públicamente. Nuestros intereses como grupo estaban mucho más próximos de las ideas de Andy Warhol. En París, nos consideraban los hippies, los primeros factory boys y factory girls. Todo esto sucedió entre 1967 y 1968, no antes.

Los miembros del Zanzibar éramos mucho más jóvenes que Rohmer, que tenía veinte años más que yo, o que Godard, que me lleva doce años. La diferencia generacional lo puede determinar todo. Cuando montaba las películas de Rohmer, recuerdo prestar gran atención a la banda de sonido. Solía ir a clubes y locales de jazz, grabar a la gente y enviarle las cintas. Para él todo eso era insólito. Yo le proponía a Rohmer que introdujésemos estas grabaciones en las películas, puesto que eso haría que parecieran mucho más modernas. En La coleccionista (La Collectioneuse, Éric Rohmer, 1967), por ejemplo, se pueden oír unas trompetas tibetanas que había grabado yo. En aquella época, aunque trabajáramos con excelentes ingenieros de sonido, un montador se ocupaba también de estos asuntos. Era como un bricolaje. A Rohmer le encantaban las grabaciones que registraba en plena calle, las cuales se correspondían con bastante exactitud con los dandys de La coleccionista. Una práctica habitual consistía en introducir ese tipo de sonidos a un volumen bastante elevado. Los sonidos ambiente daban forma a la película. Podíamos estar trabajando hasta con 18 bandas de sonido.

P. L.: Es curiosa la relación que estableciste antes entre Rohmer y Renoir. Pensando en la idea de los programas dobles, El signo de Leo empieza allá donde acaba Boudu salvado de las aguas (Boudu sauvé des eaux, 1932). El vínculo entre Renoir y Rohmer no salta inicialmente a la vista, pero El signo de Leo es una película muy violenta, de modo que la conexión entre ambos es bastante ruda.

J. R.: Renoir siempre hacía hablar a sus personajes de forma peculiar. En La regla del juego encontramos dos extranjeras, algo que no le gustaba demasiado al público francés. En El signo de Leo se trata de un americano cuyo acento es increíble. Los franceses no estaban preparados para ello, teniendo en cuenta su antiamericanismo. Pero sí, como dices, la relación entre Boudu salvado de las aguas y El signo de Leo es muy interesante. Dreyer y Renoir eran los cineastas favoritos de Rohmer.

Por otra parte, hay que tener en cuenta que en aquella época se estableció ya una especie de tabique: por un lado, veíamos de forma cotidiana los filmes de la Nouvelle Vague, porque éramos jóvenes y nos sentíamos próximos a ellos; y, por otro lado, continuábamos aprendiendo con los grandes clásicos americanos. André S. Labarthe suele decir que el cine había encontrado la fórmula del suspense. El cine era la historia de un TGV que llega a su hora.

P. L.: Cuando Jean-Claude Biette y tú empezasteis a hacer cine, a mediados de los 60, eran lo que Biette llamaba “la generación crítica”. Con esto se refería tanto a las películas del Grupo Diagonale como a las del Grupo Zanzibar. Situaría esta generación entre 1963 y la muerte de Pasolini.

F. G.: De hecho, el espíritu crítico de Biette siempre estuvo marcado por el intento de hablar de las películas antiguas como si fueran estrenos, y de los estrenos como si fueran ya clásicos. Creo que esa iniciativa se comienza a complicar justamente en la época en la que vuestra generación comienza a hacer cine, cuando se empieza a ver el cine americano desde ese filtro crítico.

P. L.: Para Biette era una forma de continuar afirmando que no hay diferencia. O que esta diferencia es únicamente histórica, no real. Las películas están vivas, no pueden introducirse en un armario. Biette podía ver una película de Hawks como un filme contemporáneo. Cuando un crítico actual ve una película clásica, le puede parecer buena, pero siempre será para él “una buena película antigua”. ¿Por qué? Porque creen en la retórica. Son incapaces de atravesar la retórica de la época concreta que porta la película consigo misma. Un espectador de hoy puede disfrutar, sin duda, viendo Tú y yo (An Affair to Remember, Leo McCarey, 1957), pero es posible que le parezca demasiado melodramática o inverosímil. En ese caso, habría que explicarle que esos elementos forman parte de la retórica de esa época concreta, y que están presenten en todos los filmes. Es como una especie de “obligación del lenguaje”. Si no son capaces de perforar este “lenguaje” para llegar a la verdadera “lengua” de la película, estarán perdidos. Pero no es culpa del público. Debemos ser capaces de distinguir aquello que forma parte de la retórica histórica, a menudo bastante “histérica”. En el cine soviético, por ejemplo, si no eres capaz de distinguirlo, no podrás comprender una sola película. Con el cine clásico de Hollywood sucede lo mismo. En cualquier película, forzosamente, habrá una ideología. En las películas actuales también la hay, aunque no sea la misma. Dentro de 50 años, creo que el público tendrá grandes problemas para entender las películas americanas de nuestro tiempo. La razón es la misma.

J. R.: Recuerdo que no fui a ver Frenesí (Frenzy, Alfred Hitchcock, 1972) cuando se estrenó. En esa época llegó la catástrofe del feminismo. Para mis amigas, era inconcebible que a alguna de nosotras nos pudiera gustar Frenesí. Se consideraba un ataque a la mujer, una película que nos asimilaba como muñecas. Y, sin embargo, más adelante, la vi y me di cuenta que en absoluto era agresiva en ese sentido. En aquel momento, esa reacción feminista contra cierto tipo de cine desencadenaba un sinfín de comentarios del tipo: «¿Qué haces viendo estas cosas? ¡Las mujeres están desnudas en el filme y son asesinadas! ¡Están todo el tiempo cocinando!». Para ser sincera, caí en la “sopa” del feminismo, a pesar de que no me interesaba realmente su discurso. Sí me fascinaba el feminismo sublime de una mujer como Delphine Seyrig, por ejemplo. Pero el feminismo quería asustar a los hombres, lo cual provocó grandes daños desde mi punto de vista. Sobre todo, dio lugar a una mayor marginalización.

P. L.: ¿Tuviste algún problema con Deux fois, en ese sentido?

 

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Deux fois (Jackie Raynal, 1968)

J. R.: En ese momento, como decía antes, no pasábamos por una época de crisis. Tampoco existía el sida. Era una época floreciente, la edad de oro. Por otra parte, creo que seguimos estando en la edad de oro del cine, si bien hay una gran diferencia: se hacen cada vez más películas pero, al mismo tiempo, hay muchas menos salas para mostrarlas, lo cual provoca que todo el mundo esté descontento.

P. L.: Cuando le pedían a Welles que diera un consejo a las nuevas generaciones sobre cómo hacer cine, siempre respondía que si la gente disponía en casa de una televisión, podría hacer sus películas con ella. El problema actual es la distribución. Los distribuidores no piensan en el hecho de que se puedan hacer las cosas de otra forma. El que hace una película no puede defenderse contra eso, aunque jamás se puede utilizar este argumento como motivo para no hacer una película. Se hace con lo que se puede y con lo que se tiene. Soy de una generación que siempre estuvo un poco “a caballo” entre la película en celuloide y las primeras casetes en VHS –las recibí con mucha alegría–. Jamás he intentado teorizar a partir del cambio de naturaleza de la imagen. Para mí, se hacen películas o no se hacen. No importa el formato.

Cuando comencé a hacer cine, a veces, reaccionaba contra las películas que me impresionaban, puesto que me “impedían” de alguna manera pensar en las que yo quería hacer. Sin embargo, con las películas de Dreyer no me sucedía esto: son tan hermosas que dan ganas de llevar a cabo tus propios proyectos. Cuando descubrí los filmes del Grupo Diagonale, o los de Adolpho Arrietta, o tus películas, Jackie, me dije que yo también sería capaz de hacerlo. Pero me lancé sin proyectarme socialmente, que es lo que más me choca en la actualidad. Hoy, los jóvenes quieren “hacer cine”, quieren “estar en el cine”. Mis películas no tenían nada que ver con este aspecto “social”. Para mí, el hecho de ir a ver películas tampoco era una práctica social. En 1980, Mathieu Riboulet y yo tomamos una cámara e hicimos un filme, simplemente. Pasaron 6 años hasta que volví a rodar otra película, Deux dames sérieuses (Pierre Léon, 1986). Se trataba de la adaptación de una novela de Jane Bowles que me había dejado Louis Skorecki cuando trabajábamos en Libération. No es muy común leer este libro y sentir el deseo de rodar una película, puesto que la novela trascurre en diferentes lugares del mundo. Pero poco antes había visto Weiße Reise (Werner Schroeter, 1980), una historia de marinos, de viajes, filmada con telas y paredes pintadas como único decorado, al estilo Méliès. Entonces me di cuenta de que Schroeter tenía razón. Como en mi película se viajaba en barco por distintos lugares de América Central, pintábamos cada fin de semana las paredes de la habitación para poder cambiar así de localización. Era un proceso muy simple, casi inconsciente. Pasar de ver una película a hacerla era algo casi natural. Después me volví menos ingenuo y menos interesante, porque en un momento dado aprendí a hacer planos y a montar, mientras que entonces ni siquiera sabía si hacía falta un plano de más o no para poder descomponer un plano secuencia. Marie-Catherine Miqueau, la montadora, se reía de mi al editar porque me decía que no podía hacer nada con ello, porque no había planos supletorios. Así que aprendí que hay que hacer ciertas cosas para tener posibilidades y la importancia del montaje.

J. R.: Es interesante que hable de las posibilidades. Justamente con la radicalización de Cahiers du cinéma llegó una especie de fascismo socialista-comunista. Era tan exagerado que ya no estaba permitido utilizar el plano-contraplano, mientras que antes hacíamos lo que queríamos en ese sentido.

F. G.: Frente a Cinélutte o el Grupo Medvedkine, en cuya formación podía entenderse una postura de rechazo a la política de los autores, da la sensación de que el funcionamiento del Zanzibar era muy distinto. Antes decías que os sentíais más próximos al espíritu colectivo formado por Andy Warhol en torno a la Factory. ¿Os relacionasteis con la comunidad neoyorquina que se congregaba en torno a las figuras de Jonas Mekas, Ken Jacobs o P. Adams Sitney?

 

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Acéphale (Patrick Deval, 1969)

J. R.: Patrick Deval, Laurent Condominas y Alain Dister viajaron en septiembre de 1968 a Estados Unidos. Yo lo hice dos meses después. Cuando Sylvina Boissonnas –que había sido nuestra mecenas hasta entonces– se volvió feminista, no quiso saber nada de nosotros. Por lo tanto, vendí mi apartamento de París y utilicé el dinero que gané para mantenerlos a ellos, ocupando un poco el lugar de Sylvina. Vivimos de este modo durante tres años. Compramos un coche en San Francisco y recorrimos todas las comunidades, llegando incluso a Colorado y México. Sin embargo, a diferencia de Nueva York, en San Francisco no veíamos películas. Íbamos a los conciertos de The Who, Cream o Led Zeppelin.

En Nueva York, Mekas, Jacobs, Sitney, Warhol o Gerard Malanga formaban ya una verdadera comunidad en el momento en el que les conocimos. Como grupo, eran mucho más pobres que nosotros. Vivían en el Bronx o en Queens. La familia de Ken Jacobs era realmente humilde. Mi impresión es que la historia del Zanzibar era una opereta comparada con la de ellos. Por medio de la vida en comunidad, conseguían cambiar el mundo a su manera: en esa época, Nueva York estaba en bancarrota, de modo que ellos recuperaban apartamentos, antiguas factories. En la zona que iba de la avenida 38 hasta el final de la ciudad apenas había comercios, de modo que estaba repleta de gente que ocupaba los apartamentos. Pero la vida era realmente dura, como puede apreciarse en On the Bowery (Lionel Rogosin, 1956). También se puede ver un buen retrato de Nueva York en aquellos años, donde la gente moría de hambre en la calle, en The Connection (Shirley Clarke, 1961). Así que, desde nuestra percepción, el movimiento americano era completamente “demente”, pero no político.

Por lo tanto, nuestra idea de colectivo, en ese sentido, era mucho más americana que francesa. No nos interesaba demasiado ese lado “comprometido” o “político” de los colectivos franceses. Eran, sobre todo, grupos de izquierda, maoístas. Nosotros no queríamos ser catalogados de ese modo. Formábamos parte de ese mismo “caldo”, puesto que nuestros padres eran comunistas. De hecho, casi todos los intelectuales eran comunistas –podría citar a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Yves Montand, Simone Signoret…–. Pero para mí no era interesante dirigirme hacía el comunismo o el maoísmo puesto que éste había formado parte de mi formación. Cuando estuve en Roma, en 1968, trabajando en los Ciné-tracts que habíamos filmado en mayo, todos nos señalaban como hippies, como dandys a bordo de un descapotable. En cuanto a nuestro aspecto, imitábamos la estética británica y estadounidense, ya que los encontrábamos mucho menos acomplejados que los franceses. Roma fue también un punto importante porque allí pervivían los estudios de Cinecittà. Uno podía encontrar a bellas actrices como Valérie Lagrange, Tina Aumont o Margareth Clémenti, quienes trabajaban con Pasolini o Fellini. El cine italiano de aquella época nos interesaba porque era más lúdico que el francés. Se puede afirmar que la caída de los franceses tras el 68 fue muy dura. En una ocasión, posé desnuda para un reportaje fotográfico tras el cual nadie me quiso contratar, salvo Rohmer. De hecho, Deux fois fue un gran escándalo. Por eso, entre otras cosas, tuve que marcharme a Estados Unidos.

 

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Retratos de grupo del Grupo Zanzibar

En cualquier caso, si Zanzibar, como colectivo, se sentía más próximo a la obra de Warhol o de Mekas, esto se debía a que habíamos visto sus películas en la Cinémathèque Française. Por lo tanto, volvemos a Langlois, una vez más, que fue quien siempre nos formó. Íbamos los viernes a medianoche o el domingo a las once a ver estas películas. Y sólo se podían ver allí por la simple razón de que habían sido filmadas en 16mm. Las salas de cine no estaban equipadas en aquel momento para proyectar en ese soporte. Podías inflar tus películas a 35mm., pero necesitabas fondos para hacerlo y era muy caro.

F. G.: En un artículo, Louis Skorecki (SKORECI, 1977: 51-52) comenta que, tras Deux fois, te resultó muy difícil continuar trabajando en París, mientras que en Nueva York la película incluso le abría las puertas. Nuestra impresión es que otros cineastas como Adolpho Arrietta podían ser también mejor recibidos en Nueva York que en París.

J. R.: Es totalmente cierto. En París, el pequeño gueto de Le Marais pudo ver las películas de Arrietta gracias al gran director de la sala Jacques Robert. En cuanto a mí, en Francia, a una mujer que ocupaba el cargo de montadora jefe de la Nouvelle Vague –me refiero sobre todo a París visto por… (Paris vu par…, Claude Chabrol, Jean Douchet, Jean-Luc Godard, Jean-Daniel Pollet, Éric Rohmer, Jean Rouch, 1965)– no le permitían pasar fácilmente a la realización. Que una montadora apareciera desnuda en su propia película y orinara en la alfombra era inadmisible. En el pase de Deux fois de 1968, en la Cinémathèque Française, incluso llegó a abofetearme un tipo. Quería impresionar a su chica, la cual venía lloriqueando a decirme: «¿Por qué me has hecho esto?». Pero a Rohmer y a Rivette les gustó mucho, aunque nunca escribieron de ella. Daney lo hizo algo después. Pero es curioso, porque en Estados Unidos, efectivamente, fue mucho mejor. Respetan mucho más al individuo que hace algo diferente, mientras que a los franceses les irrita. Aun así, debo decir que en Memphis viví otra experiencia polémica con este filme, en 1972. Los espectadores pensaban que iban a ver un filme de Andy Warhol, una especie de “filming contest” del Grupo Zanzibar. La sala estaba repleta, porque allí jamás se podía ver una película de Warhol. Sin duda, querían ver un filme vicioso, pernicioso. Un tipo rompió una botella de cerveza y vino a atacarme: «You are trash!». Le respondí algo que hizo reír a todo el mundo: «It must be saturday night!».

P. L.: ¿Cuándo empezó a programar? Debo puntualizar que detesto la palabra “programación”, pues me resulta confusa. Las personas pueden pensar que se trata de un programa político, mientras que “programar” es llevar a cabo una forma de montaje parecido al que ponía en práctica Langlois: colocas una película junto a otra y sorprendes al espectador.

J. R.: Me marché definitivamente a Estados Unidos en 1973 para montar una película bastante grande, Saturday Night at the Baths (David Buckley, 1975). Poco después, me propusieron realizar un pequeño programa, una pequeña carta blanca. Para mí no suponía ningún esfuerzo “alinear” esas películas. Sin saber muy bien qué es lo que estaba haciendo, lo cierto es que funcionó. Para mí era como una apuesta, se trataba de hacer emerger algunas ideas. Fue una experiencia “pionera”, “aventurera”, teniendo en cuenta, sobre todo, que acababa de llegar a América.

F. G.: ¿Podrías mencionarnos algunos casos en los que, habiendo programado una película junto a otra, notases una especie de encuentro, de roce o de transformación?

J. R.: Creo que en varias ocasiones conseguimos hacer algo así: crear un sentido nuevo por medio de la propia programación. Uno de los ciclos más conseguidos fue el dedicado a Jacques Rivette, cuyas películas se proyectaron junto a algunos filmes americanos. La presencia de Jonathan Rosenbaum fue fundamental, pues participó en la concepción de este programa, «Rivette in Context»2, que se celebró en el Bleecker en febrero de 1979, después de haber editado el libro Introduction to Rivette: Texts & Interviews (1977). Rivette estaba muy influido por el cine americano, ¿pero cuál? Hacía falta un crítico tan entregado como él para saber que había que ver Los caballeros las prefieren rubias (Gentlemen Prefer Blondes, Howard Hawks,1953) junto a Céline et Julie vont en bâteau (Jacques Rivette, 1974), por mencionar una película de Rivette. Es algo muy destacable lo que hizo Rosenbaum. Es la prueba de que las películas se dejan influir en gran medida por lo que las rodea, ya sea otra película, un libro o una crítica. Es algo que notamos especialmente en el caso de los macmahonianos, pues eran grupos de críticos o de cinéfilos que solían agrupar a una serie de cineastas. En cualquier caso, siempre hay que buscar un buen “encuadre” para un filme. Por eso, cuando vemos hoy Gertrud (Carl Theodor Dreyer, 1964), por ejemplo, nos cuesta comprender por qué no fue apreciada por el público francés. Probablemente se debiera a esta cuestión. A veces, existen una serie de hilos conductores que posiblemente el público no verá, pero estos obligan a prestar atención a ciertos elementos.

 

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Jackie Raynal en el Bleeker Street Cinema

 

F. G.: El Bleecker Street Cinema ya había programado algunas películas experimentales, como por ejemplo Flaming Creatures (1963), de Jack Smith, incluso antes de que se prohibiese. ¿De qué modo recibió la herencia de la programación anterior de esa sala? ¿Cuál era su distintivo en cuanto a los ciclos de cine que se solían organizar allí antes de que usted llegara?

J. R.: En esa misma sala había visto Sleep (1968), de Andy Warhol. El Bleecker Street Cinema sólo abría sus puertas los fines de semana. El edificio estaba alquilado por Lionel Rogosin. A través de Impact Films, Rogosin distribuía las principales películas del underground neoyorquino, pero dejó de ir bien porque Mekas, Rogosin y Smith se separaron. Había una diferencia de clase importante entre Rogosin y Mekas o Smith, quienes eran mucho más pobres. Posteriormente, Rogosin terminó por perder los medios económicos de los que disponía y se dedicó a programar únicamente sus propias películas. En su origen, el Bleecker era un “speakeasy” al que acudía sobre todo el público lésbico, especialmente en los años 30. Se llamaba Mori. De hecho, hay una fotografía muy famosa de Berenice Abbott donde puede verse el antiguo edificio de la calle Bleecker, que fue construido por Raymond Hood, el mismo que diseñó el Rockefeller Center. Para divertirse concibió este edificio con cinco columnas en estilo italiano.

En Nueva York, tanto las salas como el público eran muy diferentes entre sí. Si te encargas de la programación de una sala allí, lo fundamental es que esté lo más cerca posible de la “downtown”, puesto que allí están la New York University, la New School o la School of Visual Arts. Este tipo de público deseaba ver los filmes de su época, cuyos personajes tuvieran su misma edad. Las salas del Anthology o del Bleecker Street Cinema contaban con espectadores más bien jóvenes. En cambio, la del Carnegie Hall era mucho más conservadora. Al comienzo, mi marido, junto a una programadora, se ocupaban de esta última, mientras que yo trabajaba en el Bleecker, puesto que era más joven que él y conocía mejor a mi público. Mi sala era mucho más recogida. Algunos mendigos o prófugos venían a dormir o a refugiarse allí.

Lo importante es que una sala no aporta nada si no tienes muchos abonados o una cierta “especialidad”. El MoMA y el Anthology eran instituciones sin ánimo de lucro, pero el MoMA tenía mucho más dinero cedido por socios o abonados que el Anthology. Por ley, ambos estaban obligados a mostrar películas poco comerciales o no especialmente avaladas por la crítica. Hay que recordar que, en Estados Unidos, la crítica es mucho más importante que la publicidad. Los críticos de cine americanos pueden trabajar sin temor a ser censurados; pueden escribir una crítica muy negativa de un gran filme sin miedo a las repercusiones. En Francia, en cambio, domina el “espíritu del ejército”, no se quiere atacar a un aliado. En Nueva York sabías que si Jim Hoberman defendía una película que hubieras programado, o si lo hacía el New York Times, tendrías un gran éxito de público.

En ese sentido, los 70 fue una época de posicionamientos fuertes en las que las disputas entre revistas eran constantes, por ejemplo entre Film Culture y Film Comment, hasta el punto de que esos desacuerdos solían dar lugar a pequeñas sectas. Incluso Mekas venía a verme para decirme que me partiría la cara si no ponía películas independientes. Seguramente no con estas palabras, porque Mekas es una persona adorable. Yo le puse en su lugar y le dije que, como buena hija de Langlois, programaría todo tipo de películas.

P. L.: También existe un lado “snob”, un lado happy few, que me parece necesario, y que consiste en buscar aquello que nadie tiene ganas de ver. Cuando descubrí Femmes femmes (Paul Vecchiali, 1974) nadie la conocía. Era como si ese filme nos perteneciera. Poco después, viajamos al sur de Francia para poder ver el resto de las películas del Grupo Diagonale. El gusto por lo “invisible” modificó mi forma de pensar, puesto que generaba una desconfianza general hacia todo lo que tenía cierto éxito. Marie-Claude Treilhou suele decir que lo que nos molestaba del cine comercial era su falsedad, lo fácil que resultaba desenmascararlo. Me sucedió con 1280 almas (Coup de torchon, Bertrand Tavernier, 1981). No sé si era una cuestión de inteligencia, pero al menos era importante que el pensamiento se moviera. Etimológicamente, la palabra “inteligencia” significa “vincular cosas”.

J. R.: Y se hace con corazón.

P. L.: Es cierto. Tal vez por eso me sentí tan cercano en ese momento a las películas del Grupo Diagonale. Solía leer Cahiers du cinéma regularmente, pero había algo en su dogma que no me gustaba: la negación de la psicología. Se negaba que pudiera existir algo más allá de lo formal o de lo político en un filme. Necesitaba que en las películas siguiera existiendo un hueco para las pequeñas naderías. Ese lado tan simple lo encontraba en los filmes de Vecchiali: a veces podían ser fallidos, pero la vida que contenían esas películas no se encaminaban hacia la formalización general. Para mí Jean Renoir siempre fue un cineasta sensual, mientras que para Cahiers no. Comprendí las películas de Hitchcock cuando me di cuenta de que trataban del deseo ardiente que circulaba entre los hombres y las mujeres. Lo único que le interesaba era cómo podrían encontrarse un hombre y una mujer, cómo podrían hacer el amor, cómo podrían estar juntos. El resto, se trataba de una forma trabajada para retardar ese encuentro. El suspense no tiene que ver en sus películas con la pregunta «¿quién mató a quién?», sino con el propio encuentro entre el hombre y la mujer. Es algo que aprecio en casi todos sus filmes. Basta con pensar en la idea de las esposa en 39 escalones (The 39 Steps, Alfred Hitchcock, 1935). Por supuesto, esta dimensión no la encuentro presente en el cine de Fritz Lang, por lo que en ese caso sí estoy de acuerdo con Cahiers. Su única película menos cerebral, más arrebatadora desde el punto de vista emocional, es Encuentro en la noche (Clash by Night, Fritz Lang, 1952). Nunca he visto una película tan terrible en su juego psicológico, pues la cuestión que importa es siempre el amor. Por esa cuestión solía leer Cahiers du cinéma situándome un poco al margen.

J. R.: Ese sentimiento del que habla lo experimenté, en mi caso, con el cine de Stephen Dwoskin. Recuerdo el día en que vi su película Jesus Blood (1972). Fue en una pequeña sala que llevaba Langlois en el Musée du Cinéma, en la cual había instalado un cojín gigante. Proyectaba las películas en una pantalla pequeña, de modo que las transmitía de acuerdo con una experiencia diferente.

F. G.: ¿A través de qué vías eran conocidos en Nueva York cineastas como Jean Rouch?

J. R.: En realidad, no conocían demasiado a Jean Rouch o a Jean-Daniel Pollet, pero Truffaut era muy famoso. No había trabajado como montadora con él, pero sí con Godard, Rohmer o Chabrol. No es que fueran populares solamente en los círculos de vanguardia o en los museos, sino también en las salas de “arte y ensayo”, que eran muy numerosas en Nueva York. Sus películas llegaban a estrenarse gracias al trabajo de uniFrance y de Truffaut, cuya ayuda no debo dejar de reconocer. Con la muerte de Truffaut concluye lo que podríamos llamar el “cine independiente”, puesto que solía viajar bastante a Estados Unidos para entrevistar a algunos cineastas. Y lo hacía sin necesidad de saber inglés, puesto que se las apañaba siempre para disponer de la colaboración de un traductor. Truffaut era el auténtico “puente”. Ahora no hay nadie, pero en aquella época las visitas de Truffaut eran muy fructíferas para todos los exhibidores del cine francés, nos proporcionaba mucha publicidad. Solía pedir que se proyectaran muchas películas en Nueva York, especialmente en mi sala.

En aquella época, Langlois también viajaba constantemente a Nueva York, quería construir una cinemateca allí, pero el Museum of Modern Art le engañó. Debieron notar que era un peligro, que su público podía diversificarse. En ese momento, más o menos, comenzaron a preparar su colección actual, de unos 50 años de antigüedad.

 

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Serge Daney en el Bleeker Street Cinema en 1977, durante el ciclo «New French Cinema»

F. G: ¿Podría hablarnos un poco del ciclo ofrecido a Serge Daney en el Bleecker Street Cinema, en 1977? La idea, si estoy en lo cierto, consistía en mostrar algunos filmes del llamado «New French Cinema», entre otros Número dos, Aquí y en otro lugar (Ici et ailleurs, Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, 1976), Cómo va eso (Comment ça va, Jean-Luc Godard y Anne-Marie Miéville, 1978), En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, Win Wenders, 1975), News from Home (Chantal Akerman, 1977), L’Assasin musicien (Benoît Jacquot, 1976), Fortini/Perros (Fortini/Cani, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, 1977) y Yo, Pierre Riviére, habiendo matado a mi madre, mi hermana y mi hermano... (Moi, Pierre Rivière, ayant égorgé ma mère, ma soeur et mon frère..., René Allio, 1976).

 

J. R.: Efectivamente, proyectamos estas películas en el marco de un programa de Cahiers du cinéma. Cedí la sala al equipo de la revista durante dos semanas, en 1977. Invitamos a Daney y a Louis Skorecki. Para nosotros, nuestro cine era como un museo donde programábamos tal y como se suele hacer en una cinemateca. A veces, nos llevaba dos años concebir un programa, puesto que Nueva York es una ciudad muy exigente. En cuanto a la selección, Número dos fue muy bien recibida, de nuevo gracias a un subterfugio: encontramos un medio para programarla de una forma diferente a la convencional. Lo que hacíamos era vender una entrada que se marcaba al pasar a la sala con la que los espectadores podían volver a ver la película cuantas veces quisieran a lo largo de un mes. Al comienzo, una gran parte del público abandonaba la sala hacia la mitad de la proyección, pero guardaban su ticket. Posteriormente, viendo la buena reacción que despertaba, sobre todo en el ámbito de la crítica, decidían volver. Esta fue una idea de mi marido con la que no ganamos dinero, pero sí cubrimos los gastos. En cuanto a Straub y Huillet, era muy complicado que sus películas marcharan bien. En el caso de Duras, todo iba un poco mejor, puesto que tenía mucho prestigio literario, pero sus lectores no siempre estaban interesados en el cine. Por otra parte, las películas de Rohmer también funcionaban bastante bien.

F. G.: Creo que Daney, al seleccionar los filmes del «New French Cinema», escogió una serie de películas bastante “elevadas”. No se trata de los filmes de Adolpho Arrietta, para entendernos. Sin embargo, en Nueva York se estaban viendo películas mucho más “osadas”. En la entrevista que allí le hizo Bill Krohn (KROHN, 1977: 31), además, Daney añade que no se puede escribir sobre las películas “experimentales”, pues funcionan sobre sistemas más primarios, en el sentido de que no necesitan de la meditación del crítico.

J. R.: Y tiene razón. En Francia casi nadie ha escrito sobre esas películas. Creo que en la época del movimiento surrealista aún era posible, pero eso nunca sucedió con el underground. En la entrevista con Krohn, Daney cita como ejemplos los filmes de Godard y Straub, que para mí no son en absoluto cineastas de vanguardia.

P. L.: Creo que podemos aceptar las palabras de Daney sobre el cine “experimental”. El problema es que decide no mostrar las películas en ese ciclo. Podía haberse planteado que, quizá, aunque para él no fuera posible escribir sobre esas películas, sí podían programarse. No es una obligación escribir de las películas que se muestran.

J. R.: En realidad, Daney no era alguien que se dedicara a mostrar películas.

P. L.: No. Era alguien que se dedicaba a escribir sobre ellas, a “hablar” de ellas.

J. R.: Como Jean-Claude Biette.

P. L.: Sí, pero Biette mostraba más películas. Es normal: mostraba lo que hacía, y hacía cine.

J. R.: Según parece, Daney se aterrorizó en el momento de encarar el rodaje de Jacques Rivette. Le veilleur (Serge Daney y Claire Denis, 1990). Le dijo a André S. Labarthe que no sabía cómo dirigir al equipo. Por eso intervino Claire Denis.

F. G.: En lo relacionado con esas supuestas “fronteras”, hay dos ideas que me gustaría comentar con usted. Una de ellas se trata de una observación de Langlois, quien decía que no hay dos o tres tipos de cine, sino uno solo, el cual sería la perfecta interacción del presente y del pasado. Para él, esto es lo que lo convierte en algo tan excitante. La segunda es una especie de respuesta, por parte de Jonas Mekas, a la pregunta «qué es el cine»: «Cinema is cinema is cinema is…». ¿Está de acuerdo con ellos?

J. R.: Por supuesto. El resto son meros clichés. Ahora, nos encontramos ante un panorama diferente, pues hay festivales por todas partes. Tengo la sensación de que ningún programa termina por desbordar al espectador, en el buen sentido. Estos festivales conciben sus programas en base a una serie de categorías. Si Mekas puede responder de este modo, en buena medida se debe al hecho de haber programado durante muchos años en una sala. Una crítica habitual de la época consistía en regañarnos por dejar en nuestras salas algunos folletos que publicitaban el resto de cines locales. Nos decían que íbamos a estropear el negocio, pero más bien era justo al contrario. En Nueva York, en la calle 46, uno encuentra una gran cantidad de restaurantes muy diversos entre sí. Los clientes pueden elegir aquel que más les apetezca, por eso la calle siempre está llena. No importa que estén todos en el mismo lugar. En nuestro caso era parecido. Pensábamos que cuanto más se formara al espectador, como hacía Langlois, más dispuesto estaría éste a descubrir las películas, o incluso a mostrarlas al resto.

F. G.: Jean-Luc Godard suele decir que se debería contar la historia del cine a partir de la historia de los espectadores. En su caso, ¿percibió una evolución en el público que acudía a sus salas?

J. R.: Sí. De entrada, el propio barrio se transforma constante, de modo que el público cambia al mismo ritmo que el barrio. Lo importante, para poder llevar adelante una sala como ésta, es tener un público de entre 7 y 77 años, lo cual es casi imposible. Otra cuestión muy importante es el hecho de disponer de una o de varias pantallas. Si sólo tienes una, puedes perder a todo tu público con un solo error. Cuando comencé a trabajar en el Bleecker cometimos una estupidez: teníamos un pequeño espacio en el cual instalamos una librería, donde además nos robaban todo el rato los libros y apenas teníamos un comprador. Me di cuenta de que había que quitar esa librería y poner una segunda sala. De esta manera, podías mantener en cartel durante más tiempo una película que funcionara bien, como fue el caso de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Akerman, 1975). Este filme fue un descubrimiento nuestro y un auténtico éxito. Pero si sólo disponías de una sala, te veías obligado a proyectar la siguiente película contratada, de tal modo que otro se aprovecharía de tu acierto. Por eso optamos por las dos pantallas, tanto en el Bleecker como en el Carnegie. La sala grande del Bleecker contaba con 145 plazas. La pequeña, llamada James Agee Room, inspirada en la sala Jacques Robert de París, estaba equipada con 85 butacas. En un primer momento, respetando la condición de no tener ánimo de lucro, decidí ofrecer esta sala a algunos cineastas que acudían cada lunes y cada jueves con sus películas. Venían directamente “de la calle” y proyectaban lo que habían rodado. Así es como llegaron Jim Jarmusch o Amos Poe.

En esos años todo estaba relacionado: para llegar a lo que llamábamos la “new new wave”, era necesario que esos cineastas emergieran del propio underground. Eran los cines de barrio los que les acogían y los que mostraban sus películas. Como cineastas, Jarmusch o Poe se sentían muy influidos por el cine francés. Allí encontraban su público, puesto que el movimiento era constante, también en relación a la música. Solíamos ir a un club situado al final de la Bleecker Street, en el arrabal, frente al Salvation Army. Recuerdo ver por allí a Syd Vicius, por ejemplo. En la sexta avenida estaba el Blue Note, donde uno podía escuchar el rock o el jazz de todas las épocas. En esa zona había una circulación constante. La Factory también estaba por ahí. Algunos pintores también formaron parte de este movimiento. El propio Roy Lichtenstein iba a ver películas a nuestra sala. Los intereses de este movimiento no eran comerciales, sino que se trataba de intercambiar ideas de forma amistosa, simplemente. Recuerdo que cuando Langlois proyectaba las películas sin subtítulos en la Cinémathèque Française, nos decía que de ese modo aprenderíamos mejor el cine. Durante una época trabajé como proyeccionista y me di cuenta de que tenía razón. En ocasiones, cuando ves una película sin sonido, eres mucho más consciente de cómo ha sido realizada, sobre todo si ves la reacción de la sala desde la cabina. En general, creo que cuando las cosas se organizan en exceso, esto va en detrimento del interés artístico: con mucho orden no puedes hacer arte.

Mi proceso consistía en programar y en detenerme de vez en cuando para poder realizar pequeñas películas. En ese breve intervalo me reemplazaba otro programador. Lo que sucedía es que por aquel entonces no teníamos miedo. Me gusta mucho la expresión inglesa “to dare”. Era como marcharse de un restaurante sin pagar. Consistía en jugar al riesgo, lo cual hoy se ha perdido por culpa del consumo.

 

Traducción de Fernando Ganzo.

 

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NOTAS A PIE DE PÁGINA

1 / Se refiere a L'Idiot (Pierre Léon, 2008).

 

2 / Ver el artículo de Jonathan Rosenbaum en el primer número de Cinema Comparat/ive Cinema sobre este ciclo. Ver aquí .

 

 

 

RESUMEN

En esta conversación entre dos cineastas de distintas generaciones, se recorren los cambios progresivos del cine desde la época de los 60, vividos por Jackie Raynal (su formación, los programas de Langlois, su experiencia ante la radicalización, la llamada “generación crítica”, la formación y el desarrollo del Grupo Zanzibar, las formas de trabajo colectivo), siendo estos comparados con la experiencia de Pierre Léon, a partir de los años 80 notablemente. Igualmente, se debate sobre el trabajo de cineastas como Jean Rouch o Mario Ruspoli y la relación del “cine-directo” con el New American Cinema, el vínculo Renoir-Rohmer, la transformación del “lenguaje” en “lengua” en relación con el cine clásico y su recepción durante esos años, el feminismo y la reacción ante Deus foix, los colectivos como Medvedkine o Cinélutte frente a Zanzibar, las diferencias entre el underground neoyorquino (Warhol, Jacobs, Malanga) y el francés (Deval, Arrietta, Bard), y, finalmente, el trabajo de Raynal como programadora en Nueva York tras abandonar París y el Grupo Zanzibar, en el Bleecker St. Cinema, abordando cuestiones como la evolución del público en esta sala y su entorno, los diferentes posicionamientos de la crítica americana frente a la francesa, los programas «Rivette in Context» (Rosenbaum) y «New French Cinema» (Daney y Skorecki) o las diferencias entre el papel de “pasante” entre el crítico y el programador.

ABSTRACT

This conversation between two film-makers belonging navigates the progressive changes of cinema as lived by Jackie Raynal since the 1960s (her education, Langlois’s programmes, her experience Turing the period of radicalisation, the so-called ‘critical generation’, the creation and development of the Group Zanzibar, collective forms of working), which are set in relationship to the experience of Pierre Léon since the 1980s. In addition, Raynal and Léon discuss the work of film-makers such as Jean Rouch or Mario Ruspoli and the relationship of ‘direct cinema’ to New American Cinema, the link Renoir-Rohmer, the transformation of ‘language’ in ‘idiom’ in relationship to classical cinema and its reception at the time, feminism and the reaction to Deus foix, collectives’ such as Medvedkine or Cinélutte vs. Zanzibar, the differences between the New York underground (Warhol, Jacobs, Malanga) and the French one (Deval, Arrietta, Bard) and, finally, the work of Raynal as film programmer alter leaving Paris and the Zanzibar Group, at the Bleecker St. Cinema, tackling issues such as the evolution of the audience in that venue, the different positions of American and French criticism, the programmes ‘Rivette in Context’ (Rosenbaum) and ‘New French Cinema’ (Daney and Skorecki) or the differences in the role of the ‘passeur’ of the critic and the programmer.

 

PALABRAS CLAVE

“Generación crítica”, Langlois, programación, Grupo Zanzibar, trabajo colectivo, underground, radicalización estética, evolución del público, Andy Warhol, Jean Rouch.

 

KEYWORDS

“Critical generation”, Langlois, programming, Group Zanzibar, collective forms of working, underground, aesthetic radicalization, evolution of the audience, Andy Warhol, Jean Rouch.

  

 

 

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PIERRE LÉON

Nacido en 1959 en Moscú, residente en París, el cineasta Pierre Léon forma también parte del consejo de redacción de Trafic. Su primer largometraje oficial data de 1994. También ha destacado como actor en la obra de otros cineastas como Bertrand Bonello, Serge Bozon o Jean-Paul Civeyrac. Como crítico, tras formarse en el periódico Libération (junto a Serge Daney y Louis Skorecki), además de en Trafic sus textos pueden encontrarse en otras publicaciones, como Vertigo o las españolas Archipiélago y Lumière. Profesor de dirección cinematográfica en la escuela parisina de La Femis, ofrece también con frecuencia conferencias sobre cine en París, Lisboa y Moscú. Su faceta de cantante se unió a su obra fílmica en 2010 en el Centro Pompidou, cuando una película de remontaje realizada por él se proyectó sobre su propio concierto en vivo, espectáculo titulado Notre Brecht. En la actualidad redacta un monográfico sobre Jean-Claude Biette.